Marco Rubio está de visita en Centroamérica. ¿Qué podemos esperar?

Marco Fonseca
La primera visita del nuevo Secretario de Estado de Donald Trump, Marco Rubio, a Centroamérica pone de relieve la dinámica compleja y contradictoria del poder estadounidense en la región, que combina elementos del imperialismo clásico, elementos de un nuevo imperialismo y la retórica populista del siglo XXI. Con los países dispuestos a colaborar con Trump, Rubio dice, todo va a ir bien. Pero con los países menos inclinados a colaborar, «el señor Trump ya ha demostrado que está más que dispuesto a utilizar la considerable influencia de Estados Unidos para proteger nuestros intereses. Basta con preguntarle al presidente colombiano Gustavo Petro». Ocultado por completo la guerra comercial que Trump acaba de iniciar con México, Canadá y China, Rubio dice que «incluso cuando las circunstancias exigen firmeza, la visión del presidente para el hemisferio sigue siendo positiva. Vemos una región próspera y llena de oportunidades. Podemos fortalecer los lazos comerciales, crear alianzas para controlar la migración y mejorar la seguridad de nuestro hemisferio». La falsedad de todo esto es más que evidente, pero el discurso de Rubio revela más de lo que oculta.
Desde el punto de vista de la teoría crítica, este evento debe verse como parte de un proyecto imperial más amplio, en el que tanto la coerción como el consentimiento operan para preservar los intereses capitalistas y restaurar las prerrogativas geopolíticas de EEUU en un momento en el cual China está en un claro ascenso por toda la región. Lo que sigue es un intento de desentrañar las estructuras de poder subyacentes, la interacción de las fuerzas de derecha y los dilemas que enfrentan los gobiernos del centro, izquierda o populistas en Centroamérica bajo la renovada presión estadounidense.
Teóricos críticos han sostenido durante mucho tiempo que la razón neoliberal y los imperativos sistémicos a menudo reemplazan las consideraciones morales o humanitarias. La retórica que emana de la administración Trump, ejemplificada por los comentarios sobre «recuperar» el Canal de Panamá, demuestra cómo los designios geopolíticos crudos se camuflan en el lenguaje de la seguridad nacional y el miedo a la influencia extranjera (en concreto, China). En términos generales, se trata de la racionalidad estatal en acción: transforma la infraestructura y la soberanía en meros medios para un fin, a saber, el objetivo estadounidense de supremacía económica y estratégica en un contexto globalizado que no ha favorecido a la economía del norte y cuyos dinamismos más acelerados se han trasladado a China.
Peter Marocco, siguiendo muy de cerca los lineamientos del Proyecto 2025 de la Heritage Foundation, es de quienes buscan integrar a USAid dentro del Departamento de Estado. El caso de la «ayuda para el desarrollo» bajo un Departamento de Estado reaccionario es muy alarmante. Peter Marocco y la administración Trump ya han congelado efectivamente la ayuda exterior a través de la oficina de asistencia exterior (“F”), bajo Marocco, imponiendo una orden de suspensión de trabajos y provocando despidos masivos. Esto sugiere una reorientación significativa o un desmantelamiento total de los programas de desarrollo de Estados Unidos en todo el mundo. Para un país como Guatemala, que en el presente tiene al menos una docena de iniciativas nacionales patrocinadas por USAid en sectores como la salud, la educación, la seguridad alimentaria y la gobernanza, las consecuencias pueden ser profundas.
Si la congelación es generalizada, los proyectos actuales podrían estancarse o cerrarse, dejando a las organizaciones asociadas locales sin fondos y deteniendo abruptamente la prestación de servicios. Esto podría significar menos recursos para todo, desde programas de desnutrición hasta infraestructura rural, lo que dañaría directamente a las comunidades vulnerables.
En un Departamento de Estado reaccionario y de extrema derecha dirigido por Marco Rubio, la ayuda podría vincularse más explícitamente a objetivos ideológicos, ya sea para reprimir la migración, alinearse con las prioridades de seguridad y geopolítica de Estados Unidos o marginar cualquier esfuerzo de gobierno de tendencia centrista, ya no digamos izquierdista, en Guatemala. Por lo tanto, la congelación o la ejecución selectiva de la ayuda puede funcionar como moneda de cambio para presionar al gobierno guatemalteco en cuestiones como la aplicación de las leyes migratorias, la represión “anticomunista” o la censura y expulsión de las ONG internacionales.
Históricamente, USAID ha mantenido ciertos estándares profesionales y la supervisión del Congreso de Estados Unidos, lo que puede mitigar las peores formas de asistencia exterior impulsada políticamente. Sin embargo, con el poder consolidado en la oficina de Marocco y los controles y contrapesos debilitados, la dirección de la ayuda estadounidense puede cambiar de apoyo a objetivos de desarrollo a la satisfacción de agendas ideológicas más estrechas, lo que podría pasar por alto o anular por completo las necesidades locales.
Los despidos de cientos de empleados indican un grave vaciamiento institucional de USAid y del Departamento de Estado. Arévalo ya no va a contar con Samantha Power. Incluso si la congelación se suaviza más tarde, el daño a largo plazo a la capacidad (pérdida de experiencia, ruptura de relaciones con organizaciones locales) podría descarrilar los programas de desarrollo a largo plazo, debilitando toda confianza en las alianzas estadounidenses que ha sido creada incluso en sectores moderados.
Los elementos de línea dura dentro de las élites políticas de Guatemala ya están acogiendo con agrado estos recortes porque creen que reducirán el escrutinio externo de la corrupción, los abusos de los derechos humanos o el extractivismo expoliador a ultranza, especialmente si la ayuda futura se reorienta hacia la vigilancia policial, la seguridad fronteriza o la represión antiinmigrante. En lugar de fortalecer las instituciones cívicas, los fondos reasignados podrían alimentar tendencias autoritarias y obstaculizar la rendición de cuentas democrática. Veremos qué es lo que dice Rubio en Guatemala sobre esto.
Mientras tanto, las ONG, los movimientos sociales y las organizaciones comunitarias guatemaltecas que dependen del apoyo de Estados Unidos para llenar los vacíos de gobernanza (en particular en áreas remotas o siempre ignoradas) corren el riesgo de perder financiación esencial. Esto podría privar a la sociedad civil de algunas de sus herramientas fundamentales para defender la transparencia, los derechos indígenas y de mujeres y el desarrollo liderado por la comunidad, lo que contribuiría a una mayor inestabilidad social y política y, consecuentemente, más «migración irregular».
La confusión de larga data sobre las prioridades de Estados Unidos, exacerbada por cambios repentinos de liderazgo y giros ideológicos, hace que sea casi imposible para los interesados guatemaltecos planificar. Mientras tanto, otras potencias (por ejemplo, China) pueden ocupar el vacío dejado por el repliegue estadounidense, lo que podría reconfigurar las alianzas internacionales y las dependencias económicas del país. Pero las autoridades del gobierno actual no tienen ningún sentido de audacia geopolítica y no saben ni quieren maniobrar las turbulentas corrientes que se generan entre las fallas de los grandes poderes. La Nueva Primera es, así, solo de maseta.
Pero la suspensión de la asistencia exterior estadounidense, orquestada por un funcionario asociado con los sectores más reaccionarios de la administración Trump, pone en grave peligro los esfuerzos de desarrollo existentes de Guatemala. También pone de manifiesto la rapidez con la que la ayuda puede politizarse o convertirse en un arma cuando se socavan las estructuras de supervisión y los imperativos ideológicos triunfan sobre la experiencia profesional. Para Guatemala, que ya enfrenta problemas de desigualdad, corrupción y una débil capacidad institucional, el congelamiento podría desestabilizar aún más los programas sociales y envalentonar a elementos de derecha ansiosos por eludir el escrutinio externo, lo que en última instancia incrementaría las vulnerabilidades locales y disminuiría las vías para un desarrollo democrático e inclusivo genuino.
La dependencia y el sometimiento son ideas que nos permiten profundizar aún más nuestra comprensión de cómo una política aparentemente agresiva puede aún generar formas de consentimiento y sumisión entre las élites locales. Los poderes gobernantes mantienen el dominio no sólo a través de la fuerza (coerción), sino también a través de la formación del «sentido común» cultural e ideológico. En América Central, las élites empresariales locales y las facciones de derecha a menudo adoptan intervenciones estadounidenses, tanto militares, económicas como simbólicas, como una forma de proteger sus propios intereses de clase, incluso cuando está en juego la soberanía nacional. Esta «aceptación» sicofante que exhiben muchos segmentos de las élites locales ilustra cómo el sometimiento pragmático y utilitarista puede cultivarse alineando los objetivos estratégicos de Estados Unidos con las ansiedades y privilegios de clase locales. No hay duda de que la visita de Rubio a Guatemala va tocar estos puntos de modo sutil y seguramente en privado.
El trabajo de William I. Robinson sobre el capitalismo global y el concepto de poliarquía aporta un matiz contemporáneo a los eventos del momento. Como todos/as sabemos, Estados Unidos, especialmente desde fines del siglo XX, ha promovido una democracia limitada o de baja intensidad (poliarquía) en países como Guatemala, no como un compromiso genuino con los principios democráticos sino como un medio para asegurar las condiciones políticas favorables al capital transnacional. Según Robinson, Washington se ha alejado de la «diplomacia de las cañoneras» abierta (aunque nunca la abandonó por completo) hacia estrategias que promueven procesos electorales e instituciones democráticas formales, pero que se manejan cuidadosamente para que no amenacen el orden capitalista subyacente ni a las élites locales que cooperan con él.
En el debate sobre la «promoción democrática» impulsada por agencias de cooperación, entre ellas USAid, se han señalado tanto las limitaciones como la funcionalidad política de tales proyectos. Por un lado, este tipo de cooperación tiende a fomentar la llamada «sociedad civil» para fines muy específicos: incentivar el «microcapitalismo» y, más ampliamente, un neoliberalismo desde abajo (o «community-driven development»), que busca canalizar los esfuerzos de las comunidades hacia el mercado. Muchos proyectos que financian a organizaciones de mujeres o indígenas, por ejemplo, no buscan empoderar a las mujeres o a los pueblos indígenas como sujetos emancipadores o rupturistas, sino como agentes de mercado con capacidad para gestionar, ejecutar y reproducir sus microcapitales. Por otro lado, cuando el actual contexto político de Estados Unidos muestra un ataque o recorte abrupto de estos mismos programas, aparentemente orquestado por actores de la extrema derecha dentro del gobierno de Trump, se presenta un panorama ambivalente para Guatemala. Urge entender esta contradicción.
Tal y como lo hemos trabajado en otros espacios, la cooperación externa, y en particular la de USAid, no es y nunca ha sido un actor neutral que simplemente busque el «fortalecimiento democrático». Nuestra hipótesis crítica, inspirada en los aportes de la Teoría de la Dependencia, la Teoría Crítica de la Globalización y el análisis de la «promoción de la democracia» en el hemisferio occidental, tiene que señalar que el principal objetivo de estas intervenciones es la estabilidad política y la integración de grupos subalternos y comunidades al mercado bajo formas que no cuestionen radicalmente la estructura de poder. En el caso de Guatemala, la sociedad civil que se promueve tiende a enfocarse en proyectos de desarrollo local, gobernabilidad y microemprendimientos que mejoran algunas condiciones inmediatas (generación de ingresos, pequeños servicios públicos), pero sin alterar las relaciones estructurales de desigualdad, concentración de la tierra y el capital, extractivismo y neoliberalismo. Las estructuras profundas de la producción, la propiedad, el poder y el placer siguen siendo las mismas, pero ahora más expandidas hasta enredar a los grupos subalternos capturados y sometidos.
Este enfoque genera «cierta paz social» al proveer oportunidades de emprendimiento y recursos limitados para comunidades pobres, desactivando así posibles movimientos de resistencia más amplios – campesinos, indígenas, colectivos urbanos – que reclaman transformaciones de fondo (por ejemplo, reforma agraria o cambios en el modelo económico). Desde una óptica crítica, este proceso debe entenderse como la «cooptación» de las demandas populares: se ofrece una salida mínima a la pobreza extrema por vía de microcréditos o proyectos de emprendimiento, canalizando la energía social que en otras circunstancias podría articularse en luchas colectivas por justicia social y redistribución más radical.
Pese a lo anterior, resulta evidente que el ataque frontal o el desmantelamiento de la cooperación externa no necesariamente beneficia a las mayorías subalternas en Guatemala, pero tampoco acalla a las izquierdas o a los grupos críticos del sistema. Y hay varias razones para esto.
Si USAid, bajo la consigna de la extrema derecha norteamericana, congela proyectos o reduce su alcance, las comunidades que de algún modo se beneficiaban de programas de salud, educación, seguridad alimentaria o desarrollo rural perderán de la noche a la mañana servicios que el Estado guatemalteco no brinda o brinda de forma insuficiente o corrupta. Esto puede agravar la precariedad en áreas rurales e indígenas, profundizando la vulnerabilidad y el subdesarrollo.
El Estado de Guatemala, históricamente debilitado y capturado por élites oligárquicas, no ha desarrollado políticas públicas sólidas que sustituyan la asistencia de USAid. No existe tal proyecto para el gobierno de Arévalo/Herrera. Y si hay un recorte abrupto de la cooperación, sin un aumento paralelo del gasto social interno, se ensancha aún más la brecha para satisfacer necesidades básicas.
Por otra parte, los pocos avances en transparencia y participación ciudadana, aunque mínimos desde la elección de Arévalo y Herrera, han tenido cierto respaldo o impulso de la cooperación internacional, particularmente de EEUU bajo la anterior administración de Joe Biden y de Samantha Power a la cabeza de USAid. Al reducirse esa presencia, ahora bajo la administración de Donald Trump, es probable que las élites más conservadoras ganen espacio para maniobrar sin contrapesos.
El ataque a la cooperación usualmente viene acompañado de narrativas que señalan a las ONG y proyectos internacionales de «injerencia», «ideología de género» o de «promover agendas globalistas». Esto alimenta el discurso de la extrema derecha local, que ve en la desaparición de la ayuda externa una oportunidad para cerrar aún más el espacio cívico y reprimir las organizaciones comunitarias. En un escenario extremo, de hecho, la retirada de fondos y el debilitamiento de espacios «moderados» o reformistas podrían alentar salidas más autoritarias, donde incluso lo poco que existía en términos de chequeos y balances se ve completamente erosionado.
Lo que está aconteciendo es un choque entre dos modelos de acumulación global promovidos por diferentes facciones de la clase capitalista transnacional, una de cuyas alas ha llegado al poder con Trump en Estados Unidos. Por un lado, la extensión de un globalismo neoliberal impulsado en gran parte por una facción de elites transnacionalizadas que siguen el proyecto del Foro Económico Mundial, sectores del establishment gringo aglutinados en el Partido Demócrata, que impulsan la cooperación internacional y hasta promueven una apariencia de participación ciudadana, transparencia y cierta preocupación por el desarrollo sostenible. Aunque este proyecto no amenaza seriamente la estructura de poder en países como Guatemala, sí contribuye a crear condiciones para demandar transparencia y fomentar la estabilización social por medio del microneoliberalismo (microcréditos, liderazgo de mujeres emprendedoras, expansión de la educación básica, salud primaria, etc.). Por otro lado, el repliegue del globalismo neoliberal en función de un proyecto nacionalista, restaurador, abiertamente autoritario o de choque propugnado por la línea más reaccionaria del trumpismo, hoy aglutinado en el Partido Republicano, y que desconfía de la burocracia estatal, incluso de las agencias de inteligencia imperial y, por supuesto, de la «sociedad civil internacional» a la cual ven como punta de lanza del «globalismo woke, radical y marxista». Prefiere recortar los fondos y presionar a los gobiernos locales para que adopten políticas migratorias restrictivas, fortalezcan la seguridad fronteriza y abran sus mercados a las transnacionales gringas sin mediaciones o restricciones bajo el argumento de que tales restricciones son «injustas» para Estados Unidos. En este modelo, la prioridad no es la transparencia, la rendición de cuentas ni la mitigación de la pobreza, sino la imposición de una agenda geopolítica (antiinmigrante, antichina) y el desmantelamiento de cualquier tipo de «intervención humanitaria» que no se alinee totalmente con objetivos de control y captura.
En Guatemala, estos dos enfoques también se enfrentan, pero a menor escala. Por un lado, las élites tradicionales y los gobiernos de turno históricamente se han beneficiado de la ayuda internacional «condicionada» a mantener ciertos mínimos de gobernabilidad. Por otro, sectores más ultraconservadores y el ala más dura y reaccionaria del cacifismo ven con buenos ojos que Estados Unidos se retire de cualquier rol que pueda fiscalizar la corrupción, demandar transparencia o promover agendas de derechos humanos o «desarrollo». De tal modo, el ataque a USAid por parte de la extrema derecha en el Departamento de Estado parece eliminar un contrapeso, aunque limitado, a la arbitrariedad, la impunidad y el autoritarismo local.
Si la cooperación se retira o se desmantela, lo más probable es que las comunidades dependientes de esos programas sufran. Muchos proyectos de agricultura sostenible, emprendimientos femeninos, salud comunitaria, etc., se paralizarían. Los/las promotores y facilitadores que trabajaban en esas iniciativas se quedarían sin empleo. Esto implica más desempleo y precariedad en un país ya plagado por estas condiciones. Para las izquierdas críticas de todo modelo de acumulación de capital y todo modelo de dominación y hegemonía, el retiro de la cooperación presenta más dilemas que oportunidades. Aunque sea criticable el tipo de sociedad civil permitida que promueve USAid, el vacío que deja su ausencia puede consolidar la agenda de las élites más retrógradas y debilitar todavía más a la sociedad civil «reformista». Las ONG y las comunidades, sin un Estado que asuma sus responsabilidades y sin otras vías de financiamiento, lo que puede verse como remesas de la cooperación internacional, podrían quedar completamente a la deriva. Esto podría reforzar la migración forzada – hoy mucho más riesgosa a EE.UU. – y la inestabilidad social.
Paradójicamente, la propia lógica represiva y extractiva del neoliberalismo autoritario puede producir estallidos sociales y articulaciones más radicales. Sectores de la sociedad civil, desfinanciados y marginados, podrían buscar nuevas alianzas (con movimientos sociales más rupturistas y también con la izquierda internacional en organizaciones como la Internacional Progresista) para llenar el vacío. Sin embargo, esto es un escenario incierto y no necesariamente plausible dado el poder de las fuerzas represivas en Guatemala. Pero sí resulta realmente ingenuo y utópico (en el peor sentido de la palabra) esperar que las «leyes del desarrollo histórico», las «contradicciones del capitalismo y la globalización» y el «colapso final del imperialismo yanqui» vayan a resultar del trumpismo, como la Segunda Venida de Cristo, de modo inminente.
El ataque a USAid, en el marco de la ofensiva de una extrema derecha protofascista que no tolera ni siquiera la aparente moderación y centrismo de la «promoción democrática», puede tener efectos muy negativos para la población guatemalteca y, en especial, para aquellas organizaciones que se beneficiaban de un mínimo de recursos. El panorama general se vuelve más incierto, sombrío y complejo: la ruptura con la ayuda externa no conlleva automáticamente una liberación del modelo neoliberal, sino que puede profundizar la precariedad e, incluso, aumentar la capacidad de control represivo de la élite restauradora más radical. Por ello, aunque la ayuda de USAid sea criticable en su fondo y en su función de desactivar movimientos rupturistas, su recorte abrupto y unilateral no es una buena noticia para Guatemala, pues acentúa la crisis sin ofrecer salidas estructurales. El camino, en última instancia, debe pasar por fortalecer formas de organización, articulación y movilización interna que trasciendan los proyectos de «desarrollo capitalista» subalterno para construir, desde abajo, un horizonte autónomo y rupturista de cambio más profundo.
Desde este ángulo, la visita de Rubio, presentada como una iniciativa amistosa para fortalecer «la seguridad», «frenar la influencia china» y «reafirmar el control estadounidense» sobre el Canal de Panamá, encaja perfectamente dentro del modelo trumpista de globalización imperial. En la práctica, Estados Unidos siempre puede alternar entre la coerción directa (amenazas arancelarias, intimidación militar) y la invocación de instituciones poliárquicas, dependiendo de cuál de las dos estrategias garantice mejor el consentimiento y la sumisión regional. El día de su llegada a Panamá, Rubio declaró que «el presidente Trump está bastante claro en que quiere administrar el Canal nuevamente» y aunque Mulino, el presidente panameño, repita que el Canal no es negociable, que «es de Panamá y seguirá siendo de Panamá», las cosas se le van a complicar mucho. En Guatemala, las fuerzas de extrema derecha ya están alentadas y continúan con su estrategia de buscar defenestrar al gobierno centrista de Arévalo y Herrera y, con ello, dejar sentado que el bloque en el poder detrás del Estado no permitirá ningún otro gobierno de tendencia centrista o izquierdista que perturbe los intereses empresariales y el pacto de corruptos, utilizando irónicamente el lenguaje de la «defensa de la democracia» para socavar un gobierno elegido democráticamente. Mientras tanto, los regímenes nominalmente izquierdistas que dependen del comercio o la inversión extranjera de Estados Unidos (por ejemplo, Nicaragua) se ven limitados por el poder estructural del capital global, incluso si su retórica es antiimperialista.
En el marco de la Teoría Crítica de la Globalización, vemos cómo Estados Unidos no sólo busca controlar a los Estados, sino integrarlos a los circuitos del capitalismo global en términos favorables al proyecto de restauración imperial centrado en EE. UU. La «guerra contra la migración», los nuevos acuerdos comerciales bilaterales o el monitoreo del Canal de Panamá pueden entenderse, por lo tanto, como parte de una estrategia transnacional más amplia, pero no como una simple continuidad de la primera globalización neoliberal. Los gobiernos centroamericanos, de izquierda (Castro), derecha (Bukele) o del centro (Arévalo), enfrentan fuertes presiones para alinearse con estos imperativos, o corren el riesgo de sufrir amenazas de guerra económica (como Colombia), desestabilización política (como Venezuela). Estamos en una nueva fase agresiva y abiertamente imperial. Rubio es el rostro severo del Imperio.
La región está plagada de contradicciones. Por un lado, Guatemala tiene ahora un gobierno bajo Arévalo que es al menos nominalmente centrista; por el otro, grupos de extrema derecha con el apoyo tácito de los conservadores estadounidenses están abiertamente buscando un cambio de régimen si eso sirve a intereses neoimperiales más amplios. El presidente de El Salvador, Bukele, que ha ganado una popularidad significativa, utiliza un enfoque populista de mano dura contra el crimen que, según Human Rights Watch, ha dado lugar a medidas autoritarias de represión contra pandillas, organizaciones de derechos humanos y opositores políticos, junto con medidas para «cooptar efectivamente las instituciones democráticas», reemplazando a jueces, fiscales y funcionarios independientes por aliados políticos. Aunque Bukele proyecta una imagen del dictador más «cool» de Latinoamérica, es poco probable que se arriesgue a una confrontación directa con Estados Unidos si eso significa cualquier aislamiento económico o político para una economía totalmente dolarizada. Las afinidades ideológicas de Bukele con Trump, al igual que las de Milei en Argentina, son además demasiado obvias como para que haya alguna resistencia de Bukele a cualquier demanda o imposición de Trump.
Honduras, bajo la presidenta Xiomara Castro, a pesar de la dependencia económica de EE. UU., parece estar desafiando la hegemonía estadounidense al resistir la retórica antiinmigrante de Trump y aprovechar las alianzas regionales (a través de la CELAC) para enfrentar las políticas de Washington. En cambio, el caso de Daniel Ortega en Nicaragua ejemplifica otra paradoja: la hostilidad retórica hacia Estados Unidos coexiste con una dependencia práctica de las relaciones comerciales con esa misma economía imperial. Estas ironías revelan cómo los discursos populistas de derecha o de izquierda pueden enmascarar la complicidad con el capitalismo global (o una dependencia estructural de él). Una perspectiva crítica debe señalar sin miedo que los imperativos sistémicos (en este caso, la economía global neoliberal) a menudo obligan a los Estados (incluso a aquellos con una retórica radical como Trump) a participar o querer controlar la lógica de los mercados transnacionales. El proyecto de Trump consiste, en gran medida, en querer restaurar el dominio imperial de EE. UU. sobre una globalización neoliberal que se le escapó del control y que, siguiendo la razón neoliberal del capitalismo del desastre y de la «carrera hacia el fondo», transfirió cuotas significativas de acumulación a países como China.
Nada demuestra la tensión entre la soberanía y la ambición imperial de manera más clara en la región que las renovadas reivindicaciones de la administración Trump sobre el Canal de Panamá y su retórica anti-China. Históricamente, el canal ha sido un potente símbolo del intervencionismo estadounidense en América Latina: originalmente se apoderó del canal bajo la política del “gran garrote” de Theodore Roosevelt y lo mantuvo bajo control estadounidense hasta 1999. Recordemos que Omar Torrijos murió en un misterioso «accidente» aéreo después de haber firmado los tratados Torrijos-Carter en 1977. Hoy las palabras de Trump sobre “recuperar” el canal, explícitamente inspiradas en el discurso del «destino manifiesto» y la política del Gran Garrote, sugieren un resurgimiento de las reivindicaciones imperialistas directas, aunque ahora en el contexto de una rivalidad global con China.
El presidente de Panamá, José Raúl Mulino, insiste en que «el canal pertenece a Panamá», lo que refleja la postura oficial sobre la soberanía nacional. Pero la invocación por parte de Washington de posibles acuerdos o amenazas, combinada con el espectro de la influencia china, ilustra cómo se puede utilizar la influencia económica y política, y ultimadamente una intervención militar, para erosionar esa soberanía. Debemos aclarar que, ya sea mediante reivindicaciones de reafirmación del control o auditorías de los puertos de propiedad china, el verdadero objetivo es integrar firmemente a Panamá al bloque capitalista transnacional liderado por Estados Unidos, asegurando que el papel de China en este corredor marítimo estratégico siga siendo limitado o deje de existir.
América Latina ha existido históricamente en un estado de «desarrollo dependiente» o subdesarrollo. Esta es una idea clave de los teóricos de la dependencia y es una idea que ha sido trabajada y desarrollada de nuevo por la Teoría Crítica de la Globalización y su crítica al capitalismo como un sistema totalizador que coopta las economías periféricas para el beneficio de la clase capitalista transnacional. Desde esta perspectiva, la clase capitalista transnacional se extiende más allá de las fronteras de cualquier estado-nación individual, incluyendo las de Estados Unidos, de modo que las élites locales en América Central que colaboran con empresas estadounidenses y transnacionales forman parte de un bloque transnacional más amplio. Si bien los líderes populistas, nacionalistas o izquierdistas de la región pueden despotricar contra el imperialismo estadounidense (ya sea en forma demócrata o republicana), a menudo se ven limitados por la dependencia del capital transnacional y la amenaza siempre presente de la fuga de capitales o las sanciones. Colombia acaba de recordar el sabor amargo de esta condición subalterna.
Una estrategia de ruptura con un modelo de capitalismo neoliberal globalizado ha sido buscar la inversión del capital chino como cobertura contra el dominio estadounidense. Pero esto solo intensifica la ansiedad de Washington, como lo deja en claro la visita de Rubio a una región donde el capital chino está avanzando de modo desenfrenado. Estados Unidos ve a China como un competidor existencial por la influencia en su tradicional «patio trasero». Si no se articulan para ensamblar formas democráticas de soberanía nacional, los gobiernos centroamericanos corren el riesgo de convertirse una vez más en peones de una nueva lucha al estilo de la Guerra Fría, esta vez impulsada por capitales transnacionales en pugna más que por bandos puramente ideológicos.
Dada la complejidad y el peligro de la situación, proponemos algunas tácticas urgentes:
Debemos exponer contradicciones sin miedo: los movimientos de base, los sindicatos y las organizaciones de la sociedad civil hasta ahora permitida pueden revelar la hipocresía tanto de la «promoción democrática» de los Estados Unidos como de la retórica antiimperialista superficial de líderes como Ortega, que, no obstante, dependen del comercio con los Estados Unidos. Una «guerra de posiciones» implica construir articulaciones contrahegemónicas que generen ensamblajes rupturistas entre los grupos subalternos más allá de las fronteras nacionales.
Debemos resistir el populismo autoritario y restaurador: tanto el autoritarismo de derecha (como el de Trump o los representantes locales que buscan derrocar a los gobiernos centristas o progresistas) como los líderes populistas que reprimen las libertades civiles socavan toda expresión democrática genuina. Un análisis crítico debe señalar el peligro de las soluciones tecnocráticas, centristas o populistas que eclipsan la democracia sustantiva. Seamos francos en cuanto a que los regímenes nominalmente democráticos, sobre todo los centristas, son presa fácil de la cooptación y manipulación para servir al capital transnacional. Y muchas veces allanan el camino para restauraciones autoritarias mucho más duras que las anteriores.
Debemos recuperar la idea de la soberanía, pero exigir una soberanía democrática. «Recuperar» el Canal de Panamá como lo plantea Trump no es meramente retórico: indica una voluntad de restaurar los métodos imperialistas de principios del siglo XX. Desde una perspectiva crítica, la voluntad del poder imperial y el retorno del «destino manifiesto» (si es que alguna vez estuvo realmente ausente) también demuestra cómo Estados Unidos garantiza que las infraestructuras clave permanezcan bajo la égida del sistema capitalista global dominado por los inversores estadounidenses y aliados. Para países como Panamá, la soberanía democrática requiere resistir estas presiones y construir articulaciones, tanto regionales como globales, que puedan soportar la fuerza combinada del poder estadounidense y el capital transnacional.
Debemos fortalecer la solidaridad regional. Líderes como Xiomara Castro en Honduras, Claudia Sheinbaum in México o Gustavo Petro en Colombia, que están dispuestas/os a enfrentar la nueva postura estadounidense, pueden encabezar una articulación regional más amplia. Sin embargo, estas articulaciones deben abordar franca y abiertamente la naturaleza transnacional del capitalismo, la continua dependencia de sus economías y la urgencia de transiciones ecológicas justas y equitativas. De lo contrario, el poder estructural de los mercados globales puede socavar rápidamente incluso la resistencia nacional más sólida.
Debemos desarrollar una agenda de reformas no reformistas o transformadoras. Las alternativas reales requieren algo más que apelaciones retóricas a la democracia o el «desarrollo sostenible». Los teóricos críticos nos muestran claramente que las reformas estructurales (políticas redistributivas, protecciones laborales, democracia participativa genuina, transición ecológica) deben cuestionar sin tapujos el orden capitalista transnacional y el modelo extractivista vigente. De no ser así, incluso los gobiernos bien intencionados, los del extremo centrismo, pueden oscilar entre el desafío retórico a Washington y la sumisión silenciosa a las restricciones económicas globales.
La gira de Marco Rubio por Centroamérica revela una renovada política imperial bajo la administración Trump, que fusiona viejas formas de intervención directa con la búsqueda populista de chivos expiatorios de los migrantes y las potencias extranjeras. Desde nuestra perspectiva crítica, este momento pone de relieve lo precaria que puede ser cualquier ilusión de soberanía o democracia en América Central cuando se enfrenta a imperativos económicos globales y lo que ya se configura como una crisis histórica del orden económico mundial y los mecanismos de la gobernanza global construidos después de dos guerras mundiales. Los elementos de derecha en Guatemala celebran abiertamente la intervención de Estados Unidos para derrocar a un presidente de tendencia centrista; el puño de hierro de Bukele en El Salvador intercambia libertades civiles por «seguridad» y ofrece la economía del país a las potencias del Bitcoin, mientras que Castro en Honduras lucha y resiste por hacer frente a las demandas antiinmigrantes de Washington. Ortega, o pobre Ortega, escondido en su laberinto nica y dependiendo del mismo poder imperial que denuncia.
Toda la región centroamericana está empantanada en un sistema capitalista transnacional ahora con pugnas claras y manifiestas en el que las élites locales, los líderes populistas y los regímenes autoritarios por igual están atrapados en redes de dependencia. Estos son, sin duda, tiempos peligrosos, y la visita de Marco Rubio subraya cuán frágiles siguen siendo tanto la democracia como la soberanía bajo la hegemonía estadounidense. Sin embargo, dentro de este peligro yace la oportunidad de articular una visión más profunda e inclusiva de la democracia, más allá de la poliarquía, y de montar una lucha colectiva que aborde las injusticias estructurales a nivel nacional y transnacional.
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