Los libertarios no siempre fueron apologistas de los ricos

liberalismo

Matt McMannus

Traducción: Florencia Oroz

Una nueva historia del libertarismo desafía la concepción convencional de la tradición al poner de relieve sus corrientes radicales. Desgraciadamente, apenas quedan vestigios de esa historia: la mayoría de los libertarios se unió a la derecha hace mucho tiempo.

En su libro de 1995 Self-Ownership, Freedom, and Equality, el pensador socialista G. A. Cohen hace una crítica mordaz de la filosofía libertaria de Robert Nozick. Nozick hizo de los derechos de propiedad un fetiche, según Cohen, hasta el punto de que un millonario podría encender su puro con un billete de 5 dólares delante de una niña hambrienta e irse a casa con la conciencia impoluta. Después de todo, el sufrimiento de la niña puede ser lamentable, pero no tiene derecho a los cinco dólares del millonario, por mucho bien que le hagan.

Los libertarios tienen una merecida reputación como los más celosos defensores del capitalismo de guante blanco. Junto con Nozick, el canon incluye joyas como Ayn Rand, que describió infamemente a los empresarios como la verdadera «minoría perseguida» en el apogeo del movimiento por los derechos civiles, y defensores dickensianos de los talleres clandestinos. Desde las halagadoras palabras de Ludwig von Mises sobre el fascismo hasta el racismo apenas velado de los llamados «bordertarians», muchos libertarios que hablan de libertad parecen estar de acuerdo con el autoritarismo siempre que proteja la propiedad y el todopoderoso dólar.

Y sin embargo, como observa el propio Cohen, siempre ha existido una extraña pero persistente atracción entre las tradiciones socialista y libertaria.

Una tradición variada

En su nuevo libro, The Individualists: Radicals, Reactionaries, and the Struggle for the Soul of Libertarianism, los filósofos Matt Zwolinski y John Tomasi muestran las múltiples facetas históricas del movimiento libertario. Esto incluye largas y francas discusiones sobre figuras «paleoliberales» como el difunto Murray Rothbard (1926-1995) y Lew Rockwell (fundador y director del Instituto Mises), cuya mezcla de economía hipercapitalista y conservadurismo social de extrema derecha ha descendido con frecuencia al racismo abierto y la homofobia.

Sin embargo, Zwolinksi y Tomasi se identifican con un pasado libertario más radical, que se alineó con los socialistas en cuestiones específicas como la eliminación del Estado militar-carcelario, el apoyo a la igualdad racial y la desconfianza hacia el poder de las grandes empresas.

Aunque Zwolinski y Tomasi remontan los orígenes del libertarismo a figuras liberales clásicas como John Locke, sostienen que el «libertarismo primordial» como doctrina diferenciada surgió en el siglo XIX en Gran Bretaña y Francia a través de los escritos de Thomas Hodgskin, Herbert Spencer, Frédéric Bastiat y Gustave de Molinari. Según ellos, «por primera vez, el libertarismo formó un sistema intelectual» que giraba en torno a seis ideas centrales: individualismo, propiedad privada, escepticismo ante la autoridad, libre mercado, orden espontáneo y libertad negativa. En Gran Bretaña y Francia, los libertarios se opusieron firmemente al orden aristocrático, invocando desde los derechos naturales hasta la eficiencia económica para acelerar su extinción.

Pero a medida que avanzaba el siglo y el movimiento obrero adquiría importancia en Europa, figuras como Spencer dirigieron gran parte de su energía contra un nuevo rival: el socialismo. El apoyo al derrocamiento de las jerarquías se disipó en defensas antigualitarias y revanchistas de la sociedad de mercado. Aunque pocos llegarían tan lejos como Ludwig von Mises al ofrecer una apología del fascismo italiano, Zwolinski y Tomasi reconocen que los primeros libertaristas de derechas tenían una «desafortunada tendencia a invocar ideas ampliamente evolucionistas de un modo que parecía casi diseñado para invitar a lecturas poco caritativas». Esto contribuyó directamente a la formación ideológica de lo que llegó a conocerse como darwinismo social. El infame comentario de Spencer en El hombre contra el Estado es representativo:

Generaciones atrás había existido cierta «chiquilla de alcantarilla», como se la llamaría aquí, conocida como «Margaret», que demostró ser la prolífica madre de una prolífica raza. Además de un gran número de idiotas, imbéciles, borrachos, lunáticos, indigentes y prostitutas, «los registros del condado muestran que doscientos de sus descendientes han sido criminales». ¿Fue la bondad o la crueldad lo que, generación tras generación, permitió que éstos se multiplicaran y se convirtieran en una maldición cada vez mayor para la sociedad que los rodeaba?

Con ese tipo de toxicidad en el torrente sanguíneo intelectual, un cierto tipo de libertario de derechas podría fácilmente modelar un libertarismo xenófobo y racista. De hecho, todavía lo hacen. Aunque Tomasi y Zwolinksi están más que dispuestos a describir los comentarios de Spencer como «ofensivos», podrían ir más allá, sobre todo teniendo en cuenta la influencia de tales doctrinas en figuras contemporáneas de extrema derecha como Stefan Molyneux o Curtis Yarvin.

Curiosamente, Tomasi y Zwolinski afirman que la trayectoria del libertarismo fue diferente en Estados Unidos, donde surgió del movimiento abolicionista con una profunda antipatía hacia las concentraciones de poder económico y político que permitían a las élites expropiar el trabajo no remunerado. Escriben que

Hacia finales del siglo XIX, en Estados Unidos se consideraba que el socialismo no solo era compatible con el libertarismo, sino el medio más eficaz para hacer realidad la libertad. Por supuesto, todos los libertarios consideraban que el socialismo de Estado era un mal sin paliativos. Pero a finales del siglo XIX, todavía era posible para los libertarios estadounidenses distinguir entre socialismo voluntario y coercitivo y reconocer que el primero era al menos compatible con su credo, si no positivamente necesario.

Las cosas empezaron a cambiar con el New Deal y la Guerra Fría, cuando los libertarios estadounidenses —por lo general ayudados por una generosa inyección de dinero de los ricos, como señalan Tomasi y Zwolinski— se disgustaron con el socialismo y abrazaron en gran medida la derecha política, a menudo bajo la influencia de emigrados europeos como Ayn Rand, Mises y F. A. Hayek. Muchos libertarios adoptaron causas claramente derechistas, como la oposición a los sindicatos y al Estado del bienestar. Barry Goldwater, el primer gran candidato presidencial de la nueva derecha estadounidense, puso en la picota la legislación sobre derechos civiles por considerarla una extralimitación del gobierno federal.

Tomasi y Zwolinksi reconocen que el liberalismo de derechas sigue siendo la corriente dominante de la tradición, y hacen un buen trabajo resumiendo sus formas hegemónicas; pero se inclinan sobre todo a discutir la menos conocida tradición libertaria de izquierdas.

En Anarchy, State, and Utopia, Robert Nozick reflexionaba sobre el hecho de que, si nos tomamos en serio la posición libertaria sobre los derechos naturales, la esclavitud y Jim Crow constituían una violación secular de los derechos de propiedad de los negros estadounidenses. En consecuencia, la justicia en la rectificación podría requerir transferencias masivas de riqueza a quienes habían sido agraviados. Esto sería naturalmente desagradable para muchos derechistas que imitan la retórica libertaria pero también desprecian todo lo que tenga que ver con la justicia racial. Pero como Nozick señaló hace décadas, esto podría no ser más que un mero prejuicio inconsistente con las exigencias radicales de los principios libertarios.

Zwolinksi y Tomasi argumentan que incluso en cuestiones como la desigualdad económica y la sindicalización los libertarios están más divididos de lo que podría parecer. Mientras que algunos se sienten cómodos con la desigualdad masiva y consideran que los sindicatos son una amenaza para la propiedad privada, los libertarios más acérrimos tienden a reconocer que la desigualdad masiva de riqueza genera un control plutocrático.

Algunos apoyan las medidas redistributivas y el movimiento obrero. Después de todo, los sindicatos pueden considerarse asociaciones libres en las que los trabajadores cooperan voluntariamente para aumentar el precio de su trabajo. Del mismo modo, la democracia en el lugar de trabajo puede verse como una extensión del escepticismo libertario de la autoridad al ámbito del «gobierno privado».

Libertarios y socialistas

Sin embargo, es difícil ver cómo las cosas pueden ir más allá de la coincidencia conceptual. Aunque existe una fructífera convergencia en el ámbito de la política exterior —véase el antiintervencionista Instituto Quincy, que congrega a grupos de diferentes ideologías—, en la mayoría de los temas la relación política es imposible, porque el liberalismo de izquierdas simplemente no tiene fuerza en el mundo real.

En Self-Ownership, Freedom, and Equality, G. A. Cohen reprendió a los libertarios por no tomarse suficientemente en serio la igualdad moral, o incluso por no considerarla importante. La mayoría de los libertarios, si se me permite elaborar sobre el punto, no ven nada malo en un mundo donde los multimillonarios pueden lanzarse al espacio mientras aplastan los movimientos obreros en la Tierra (o, para el caso, viven tranquilos en un mundo donde los derechos de libertad de expresión de los supremacistas blancos provocan lágrimas de indignación, pero los activistas de Black Lives Matter pueden ser encarcelados porque su activismo ha dañado la propiedad privada).

Cuando pasan de describir a editorializar, Zwolinksi y Tomasi se apresuran a rebatir esta acusación señalando una larga historia de organización contra la opresión desde el movimiento abolicionista en adelante. Los libertarios radicales y de izquierda comparten la convicción de que todos son iguales moralmente y, por consiguiente, tienen derecho a lo que Ronald Dworkin denominó igual respeto y reconocimiento de la importancia de sus vidas. Sin embargo, una vez más, el libertarismo de izquierdas se ve empequeñecido en el mundo real por sus hermanos libertaristas de derecha.

Y esa corriente del libertarismo, mucho más influyente y mejor conocida, ha rechazado explícitamente la noción de igualdad moral, sorprendentemente, incluso tal y como la entendían los liberales clásicos. Estos libertarios están de acuerdo con Mises en que

Los hombres son totalmente desiguales. Incluso entre hermanos existen las más marcadas diferencias en atributos físicos y mentales (…). Cada hombre que sale de su taller lleva la impronta de lo individual, de lo único, de lo irrepetible. Los hombres no son iguales, y la exigencia de igualdad ante la ley no puede basarse en absoluto en la afirmación de que se debe dar el mismo trato a los iguales.

O están de acuerdo con Rand en que en la sociedad hay personas demostrablemente superiores y productivas que son responsables de prácticamente todos los avances humanos, que no le deben nada a nadie y que están en eterno conflicto con los «saqueadores y parásitos» que no aportan nada pero exigen una nivelación a la baja de los individuos creativos.

En su vertiente más igualitaria, los liberales de derechas defienden la sociedad de mercado y la propiedad con criterios utilitaristas, sosteniendo a regañadientes que la igualdad ante la ley es una condición previa para una auténtica competencia. Pero lo más frecuente es que se hagan eco de la observación de Quinn Slobodian sobre la tendencia de los librecambistas a atribuir cualidades místicas al mercado y a la competencia: mientras que antes la mano visible de Dios separaba a los que lo merecían de los que no, ahora es la mano invisible del mercado la que lo hace.

Estos libertarios antigualitarios, haciéndose eco de la retórica social darwiniana, consideran que el feudalismo es injusto no porque creara grandes disparidades de autoridad y poder, sino porque los que estaban en el poder no eran la élite merecedora: habían recibido los derechos de la aristocracia debido a la ley y la herencia. Por el contrario, la competencia capitalista exigía separar constantemente lo excelente y enrarecido de lo común y mundano, algo que la hacía vulnerable a los resentimientos e interferencias de las masas. En palabras de Peter Thiel en su ensayo «The Education of a Libertarian» [La educación de un libertario], cuanto «mayor era el coeficiente intelectual de una persona, más pesimista se volvía sobre la política de libre mercado» y el futuro de la sociedad de mercado, porque «el capitalismo sencillamente no es tan popular entre la multitud». Thiel entonó apocalípticamente que «el destino del mundo puede depender del esfuerzo de un solo individuo», el «emprendedor» que «puede crear un nuevo mundo» de libertad capitalista a salvo de los resentimientos entrometidos de la masa.

Irónicamente, tales libertarios se ajustan a la observación de Hayek de que las convicciones conservadoras antiliberales se reducen a la creencia mitológica de que hay «personas reconocidamente superiores» que son más merecedoras y, por tanto, merecedoras de más. Esto les lleva a ver el mercado menos como un conjunto de intercambios que maximizan la utilidad entre personas libres e iguales, y más como un mecanismo para garantizar que las «personas reconocidamente superiores» terminen en la cima.

Una línea roja

El estudio histórico de Zwolinski y Tomasi sobre el movimiento libertario, con todas sus lagunas, es extraordinariamente honesto y exhaustivo. Desde el punto de vista puramente exegético, el libro no tiene parangón, y cualquiera que quiera saber qué es el libertarismo debería correr, no caminar, a recogerlo.

Si todos los libertarios, o al menos la mayoría, fueran libertarios de izquierdas como Zwolinksi y Tomasi, los socialistas tendrían mucho más que decirles. Todos estaríamos comprometidos, sobre el papel, con un mundo en el que se respetaran la libertad y la igualdad, incluso si tuviéramos fuertes desacuerdos sobre la mejor manera de llegar allí.

Pero no está claro que los socialistas democráticos y los libertarios mainstream tengan mucho en común a menos que el libertarismo de izquierdas se extienda mucho más allá de algunos pocos círculos intelectuales. Hasta entonces, los socialistas se verán obligados a trazar una línea roja contra quienes cosifican y admiran la desigualdad por sí misma. Para actualizar una frase de Max Weber, debemos reconocer en los Peter Thiels del mundo uno de los instintos humanos más antiguos y burdos: insistir en el derecho propio a un poder y unos recursos inmensos por supuesta superioridad.

El artículo es una reseña de The Individualists: Radicals, Reactionaries, and the Struggle for the Soul of Libertarianism, de Matt Zwolinski y John Tomasi (Princeton University Press, 2023).

Tomado de la Revista Jacobin

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