La pesadilla tecnofascista

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Marco Fonseca

En un momento en que se debate intensamente sobre el futuro de la globalización, el proteccionismo comercial y el retorno a políticas de sustitución de importaciones, es fácil perder de vista el verdadero peligro que enfrenta Estados Unidos y, con él, el orden político global: el ascenso de un autoritarismo tecnofascista que amenaza con desmantelar el legado más importante de las luchas democráticas y sociales del último siglo.

Olvidemos por un momento los vaivenes del libre comercio, los acuerdos multilaterales o la restauración neoimperial de la política exterior trumpista. Lo que realmente está en juego en este momento histórico no es solo el destino económico del país, sino la supervivencia misma del pacto social que se construyó, con sangre y resistencia, desde los años 60 en adelante. Si Estados Unidos cae en una forma de autoritarismo interno tecnológicamente asistido, profundamente racista, misógino y antisocial, lo que está en peligro no es solo la democracia estadounidense, sino la posibilidad de un orden global basado en los derechos humanos, la justicia social y la dignidad humana.

El concepto de tecnofascismo proviene originalmente de la historiadora Janis Mimura, quien lo utilizó para describir la alianza entre tecnología, autoritarismo y poder corporativo en el Japón imperial. Recientemente, el término ha sido revitalizado por Kyle Chayka en The New Yorker, donde lo aplica al inquietante vínculo entre figuras como Elon Musk y Donald Trump: una nueva forma de autoritarismo mediático y digital que combina el culto a la personalidad con el control algorítmico de la esfera pública.

Este proyecto autoritario no aparece de la nada. Tiene raíces profundas en la historia de Estados Unidos: en la esclavitud, en el genocidio de los pueblos indígenas, en el supremacismo blanco, en el patriarcado protestante y en el fundamentalismo de mercado. Pero lo que vemos hoy es un nuevo salto cualitativo: una alianza entre élites económicas, sectores tecnológicos y movimientos teopolíticos reaccionarios que ya no buscan simplemente limitar el alcance del Estado, sino destruir por completo el Estado de bienestar, desmantelar las instituciones públicas y erradicar cualquier forma de política igualitaria o disidencia cultural (“ideología de género”, grupos LGBTQ+, etc).

Lo que está en juego es, en primer lugar, el legado del movimiento por los derechos civiles, que conquistó el derecho al voto, la desegregación y la afirmación de la ciudadanía negra. En segundo lugar, el movimiento feminista, que impulsó una transformación radical de las relaciones de género, el derecho al aborto, la igualdad en el trabajo y el reconocimiento de la violencia patriarcal. En tercer lugar, el movimiento ambientalista, que desde los años 60 alertó sobre los límites del crecimiento, la destrucción del planeta y la urgencia de una transición ecológica. A estos se suman las luchas recientes como Black Lives Matter, que ha desafiado el aparato policial como dispositivo de control racial, y Me Too, que ha evidenciado el patriarcado sistémico incrustado en todas las esferas de poder y hoy, de hecho, desvergonzadamente en el poder. El ataque tecnofascista apunta a borrar todos estos logros.

Ahora bien, por ahora, la nueva derecha autoritaria no necesita tanques ni campos de concentración masivos (excepto para migrantes) para imponer su dominio. Le basta con algoritmos, vigilancia masiva, desinformación viral y una retórica incendiaria que apela al miedo, al resentimiento y a la nostalgia por un pasado ficticio. Este modelo tecnofascista se basa en el control del flujo de información, en la polarización permanente y en la movilización de una base social subalterna, armada, fanatizada y dispuesta a defender un orden jerárquico racial y patriarcal incluso hasta el punto de la guerra civil y el sacrificio de la democracia liberal y la constitución en la que está basada. El trumpismo, en este sentido, no es una anomalía: es el laboratorio de una forma de fascismo 2.0 que busca exportarse globalmente.

La ironía trágica es que este descenso hacia la barbarie podría ser, al mismo tiempo, la palanca de un reordenamiento global. Si Estados Unidos colapsa como modelo democrático y faro moral – por imperfecto que haya sido -, se abriría un vacío de legitimidad que obligaría a los pueblos del mundo a reimaginar nuevas formas de cooperación internacional, nuevas articulaciones de justicia transnacional, nuevos pactos entre pueblos y movimientos. Pero ese reordenamiento no será automático. Puede ser emancipador o aún más autoritario. La caída del imperio puede dar lugar a un mundo más multipolar, más justo, más ecológico. Pero también puede ser la antesala de una globalización neofeudal dominada por megaempresas, tecnologías opacas y nuevas formas de servidumbre digital.

Por eso, el peligro que se cierne sobre Estados Unidos debe ser entendido como un punto de inflexión para todo el planeta. No basta con esperar que las instituciones resistan o que las elecciones frenen la marea reaccionaria. Se necesita una respuesta global, articulada, que vincule luchas por la democracia radical, la justicia climática, la soberanía popular y los derechos de las mayorías oprimidas. La alternativa al tecnofascismo no puede ser un retorno nostálgico al neoliberalismo globalizado, sino una reinvención profunda del horizonte democrático en clave planetaria.

En este contexto, resulta especialmente preocupante que en países como Guatemala, donde la fragilidad, corrupción y cooptación institucional y la violencia estructural cacifista permiten el avance de discursos autoritarios y conspiraciones políticas, ciertas figuras que se presentan como “izquierdistas” abracen acríticamente la retórica de Alexander Dugin. El coronel guatemalteco Edgar Rubio y autor del libro Desde el cuartel, por ejemplo, ha compartido en Facebook entusiastamente un pasaje donde Dugin – el principal ideólogo de Putin – proclama que “la democracia le ayudó a MAGA a tomar el poder, pero ahora la democracia le impide defenderse”, y concluye que si MAGA no vence “de manera irrevocable y decisiva, el fin de Estados Unidos y del mundo llegará muy pronto”.

Alexander Dugin / Imagen: Le Monde

Estas palabras, lejos de ofrecer una lectura crítica del colapso democrático estadounidense, son celebradas por Rubio como una supuesta defensa de la soberanía frente al “globalismo liberal”. Su empobrecido entendimiento de Dugin, más próximo a la paranoia conspirativa que a un análisis geopolítico riguroso, repite las viejas diatribas de Mario Roberto Morales, ahora teñidas de un misticismo reaccionario que confunde multipolaridad con fascismo y antiimperialismo con el culto a la figura del líder fuerte, misógino y xenófobo.

No debemos confundir el desmantelamiento del orden económico global basado en el libre comercio y el neoliberalismo con la adopción de un régimen global o nacional de comercio justo. Como demuestra Cory Doctorow en su artículo America and “National Capitalism”, lo que está en marcha con la restauración trumpista no es una alternativa progresiva al libre comercio, sino una inversión autoritaria y plutocrática de sus principios: en lugar de promover condiciones equitativas, protección laboral o sostenibilidad ambiental, el llamado “capitalismo nacional” se traduce en subsidios selectivos, proteccionismo corporativo y represión sindical. Así como el trumpismo invierte los términos de la justicia social, pervirtiendo sus lenguajes y símbolos, también invierte los términos del comercio: no para democratizarlo, sino para concentrar aún más poder económico en manos de elites aliadas al poder político. Una posición crítica frente al neoliberalismo debe tener plena conciencia de esto y no dejarse seducir por discursos que, bajo la apariencia de soberanía económica, ocultan un nuevo régimen de acumulación por despojo y represión.

La adopción de estos discursos populistas y nacionalistas en América Latina no representa una ruptura con la hegemonía global, sino una sumisión a su versión más oscura y regresiva. Frente a este delirio neoduginiano, la verdadera tarea de las izquierdas es rearticular un horizonte emancipador que no sacrifique la democracia, la igualdad y los derechos humanos en nombre de una falsa soberanía autoritaria.

Fuente Blog RefundaciónYa

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