La segunda venida de Donald Trump

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Marco Fonseca

La globalización neoliberal que dominó el sistema mundial desde la década de 1990 hasta la Gran Recesión de 2008 ha entrado en una crisis profunda y multifacética al mismo tiempo que se profundiza la crisis climática y la crisis de la biosfera planetaria. La crisis de la globalización, en particular, se manifiesta en dos sentidos interconectados: por un lado, la sobreacumulación de capital a nivel global y por otro, el resurgimiento de tendencias restauradoras de extrema derecha y del fascismo en el siglo XXI, lo que podemos llamar “el retorno de lo reprimido”, incluyendo lo criminal y lo más patológico en las relaciones sociales. Estas dos dinámicas están intrínsecamente ligadas y alimentan un ciclo de retroalimentación que afecta tanto a las estructuras económicas como a las políticas y sociales.

La globalización neoliberal facilitó la movilidad del capital y la expansión de los mercados, pero también intensificó las desigualdades económicas, la concentración de la riqueza y la destrucción de la biosfera planetaria. Las corporaciones transnacionales, en su búsqueda de maximizar ganancias y reducir sus costos, han explotado recursos y mano de obra en todo el mundo, llevando a una saturación de mercados y a la disminución de oportunidades de inversión rentable. Buscan por todos lados al mejor postor, es decir, el postor que ofrezca las regulaciones más mínimas y las inversiones más rentables.

La sobreacumulación conduce a crisis financieras y económicas, como la de 2008, donde la especulación y las prácticas financieras arriesgadas desencadenaron una recesión global. La incapacidad del sistema para absorber el excedente de capital resultó en burbujas económicas y endeudamiento masivo entre los grupos subalternos más vulnerables. Los intentos de resolver esta crisis a través de medidas de austeridad y rescates financieros solo han agravado las desigualdades y el descontento social en gran parte bajo las presidencias de Obama.

Trump promete una solución que parece simple y directa: “una nueva ola de aranceles y una economía cerrada al mundo”. Aunque este tipo de estrategia proteccionista puede traer más inflación, una contracción del mercado laboral y peores condiciones de vida para los/as consumidores/as de EEUU, el antiglobalismo de Trump pone toda su fe en el capital nacional o en el retorno del capital transnacional para restaurar la gloria industrial y dominación global del imperio. Pero,

Mientras el empresariado festeja la posibilidad de menos impuestos, las personas que dependen de importaciones o trabajos en sectores globalizados verán cómo sus salarios pierden valor. La ideología de “América primero” no es más que una excusa para concentrar poder y riqueza en manos de unos pocos, dejando al resto en una situación de precariedad extrema.

Paralelamente a la crisis económica, en la última década hemos observado un auge exponencial y más agresivo de movimientos de extrema derecha y neofascistas en diversas partes del mundo. Este resurgimiento se caracteriza por el nacionalismo exacerbado, la xenofobia, el autoritarismo y el rechazo a las instituciones democráticas liberales. Estos movimientos capitalizan el descontento de las poblaciones afectadas por la globalización neoliberal, ofreciendo soluciones simplistas y chivos expiatorios a problemas complejos.

El neofascismo del siglo XXI se nutre del miedo cultural y la inseguridad económica. Las comunidades más afectadas por la desindustrialización, el desempleo y la precarización laboral buscan respuestas ante la pérdida de estatus y oportunidades. El avance de los discursos y los movimientos de mujeres, la diversidad sexual, la justicia racial y la justicia ambiental son vistos como “marxismo radical de izquierdas”. Mientras tanto, los líderes populistas de derecha prometen restaurar una supuesta “edad de oro” a través del proteccionismo económico, el control migratorio y la revalorización de identidades nacionales masculinas y homogéneas.

Es aquí donde el concepto de “neoliberalismo desde abajo” (Wendy Brown) juega un papel importante para entender cómo las ideas y prácticas neoliberales se infiltran en las subjetividades y comportamientos de las personas comunes. Este neoliberalismo subalterno implica que individuos y comunidades de abajo internalizan los valores de competencia, individualismo y mercado, el consenso dominante, incluso cuando son perjudicados por las políticas neoliberales mismas.

En momentos de crisis aguda, empujados por lideres populistas de extrema derecha, el neoliberalismo subalterno se manifiesta en formas de “desublimación represiva”, donde las frustraciones y resentimientos acumulados se canalizan hacia expresiones políticas y sociales que, paradójicamente, refuerzan las estructuras que los oprimen. Por ejemplo, sectores de la población afectados por la precariedad económica apoyan políticas y líderes que promueven la desregulación y la reducción de protecciones sociales, creyendo que así recuperarán el control y la prosperidad que han perdido. Es autoengaño.

La neoliberalización y derechización de los/as demócratas bajo la administración de Biden y Harris no pudo para nada contener la furia subalternista blanca, nacionalista y misógina que ha sido astutamente capturada y movilizada por los/as republicanos y recuperar terreno perdido a Trump. En su campaña electoral Kamala Harris prometió apoyar y financiar el genocidio israelí en Gaza, seguir apoyando sin límites ni muchas condiciones a Ucrania en su guerra con Rusia, hacer del ejército de Estados Unidos la fuerza de combate más “letal del mundo”, escuchar los consejos económicos de Goldman Sachs (uno de los bancos de inversión responsables de la Gran Recesión de 2008 y entre los más grandes recipientes de rescates financieros ofrecidos por Washington) a pesar de la realidad económica y la crisis de los costos de la vida en las comunidades más pobres y trabajadoras del país orquestando, con ello, “una redistribución histórica de la riqueza de la clase trabajadora a la oligarquía financiera” justo cuando “la participación de los trabajadores en el ingreso nacional se ha desplomado a su nivel más bajo registrado bajo la administración Biden.” Harris también adoptó mucho de las políticas antiinmigrantes de Trump sin mencionar “el arresto de miles de manifestantes pacíficos que se oponen al genocidio de Gaza, al tiempo que afirma que la libertad de expresión protegida por la Constitución promueve el ‘desorden’.” Cada vez que Harris habló sobre la economía o las crisis internacionales, a veces en compañía de mujeres blancas y republicanas como Liz Cheney, menos gente trabajadora o progresista le creía y más furia generaba entre los grupos subalternos abandonados por los/as demócratas. Al final de cuentas nada fue suficiente tampoco para apaciguar el odio racista y machista a la noción de que una mujer, particularmente de descendencia africana y asiática, pudiera convertirse en la primera presidenta de Estados Unidos.

En Estados Unidos, esta dinámica se refleja en la revuelta subalterna contra el establecimiento liberal, contra el discurso político de los/as demócratas y contra décadas de políticas de acción afirmativa (“corrección política”) que sí han mejorado la vida y oportunidades de mucha gente, pero que también han exacerbado las guerras culturales, religiosas y políticas. La frustración con la élite política y económica, así como las tendencias culturales más extravagantes, se traduce en apoyo a movimientos y figuras que prometen romper con el status quo y eliminar al “enemigo interno”. Así de irracional es la desublimación represiva.

Escribiendo sobre la segunda elección de Trump, el filósofo español Rafael Narbona lo pone así en X (Twitter):

A sus votantes no les importa que sea racista, xenófobo, misógino, autoritario, machista y un delincuente convicto. De hecho, le han votado por ese motivo. La América blanca y protestante no soporta la diversidad que circula por “la tierra de los hombres libres y el hogar de los valientes”. Los inmigrantes latinos con papeles tampoco sienten simpatía por los sus compatriotas. El bote salvavidas está demasiado lleno y podría hundirse si recoge a más gente. Los hombres contemplan con resentimiento la creciente influencia de las mujeres y los amantes de las armas no soportan la idea de que se impongan restricciones, a pesar de los 600 tiroteos anuales. Un sector mayoritario de la sociedad estadounidense empieza a desconfiar de la democracia. Prefiere un gobierno autoritario que proteja su seguridad, aunque sea a costa de recortar libertades. Con la Cámara, el Senado y el Tribunal Supremo en manos de los republicanos, EEUU inicia un viaje hacia el pasado. Vuelven los tiempos del macartismo. Las medidas contra el cambio climático se congelarán y el nacionalismo más agresivo podrá ondear sus banderas sin mala conciencia. Las feministas, los inmigrantes, las personas LGTBI y las personas de ideas progresistas serán tratadas como el “enemigo interno”. En política internacional, se abrirá la veda para aplastar a los más débiles. Los palestinos serán definitivamente expulsados de Gaza y Cisjordania. Netanyahu podrá finalizar su campaña de limpieza étnica. La Rusia de Putin incrementará su poder y la ultraderecha continuará su ascenso en la UE y América Latina.

El fundamentalismo cristiano, especialmente en su expresión evangélica, ha jugado un papel significativo en este contexto, presentándose como “intercesores”, y promoviendo esos valores “extrínsecos” que han venido a dominar la cultura estadunidense e identificándolos con la vida cristiana. Como escribe el periodista británico George Monbiot:

Las personas que se encuentran en el extremo extrínseco del espectro se sienten más atraídas por el prestigio, el estatus, la imagen, la fama, el poder y la riqueza. Están fuertemente motivadas por la perspectiva de recompensas y elogios individuales. Tienen más probabilidades de objetivar y explotar a otras personas, de comportarse de manera grosera y agresiva y de desestimar los impactos sociales y ambientales. Tienen poco interés en la cooperación o la comunidad. Las personas con un fuerte conjunto de valores extrínsecos tienen más probabilidades de sufrir frustración, insatisfacción, estrés, ansiedad, ira y comportamiento compulsivo.

Este movimiento fundamentalista interpreta los cambios sociales y culturales como una amenaza a los valores tradicionales hipermasculinos, y ve en el activismo político una forma de restaurar el orden moral y natural de dominación y redimir la nación. La oposición a lo que denominan “ideología de género”, los derechos reproductivos, y los derechos de la comunidad LGBTQ+ se convierte en una cruzada que justifica acciones políticas represivas y restauradoras. Para la ultraderecha cristiana, la segunda venida de Trump es el cumplimiento de una profecía.

La alianza entre el fundamentalismo religioso y la extrema derecha, cimentado por una cultura de masas que apela a los instintos y valores más bajos, violentos, individualistas y competitivos, crea un frente unido contra diversos sectores: migrantes, trabajadores, mujeres, minorías sexuales, prensa independiente y crítica y la academia liberal. Las campañas contra libros y programas educativos -sobre todo los históricos, culturales o ambientales- que abordan el racismo estructural y otras formas de explotación y opresión son ejemplos de cómo se busca limitar la discusión y el análisis crítico de la historia y la sociedad. Las políticas de limpieza cultural (“cultural cleansing”) reflejan el pulso del momento.

Narbona de nuevo:

La sociedad se está transformando en una masa amorfa. El auge de las pantallas y el declive de la cultura ha contribuido al éxito de los mensajes esquemáticos y simplistas. La democracia se está muriendo ante nuestros ojos. Y no es por culpa de Trump, Orban, Meloni, Milei, Netanyahu o Abascal, sino un desencanto generalizado que está avivando conductas irracionales, como el odio y el resentimiento. Estamos en el umbral de una verdadera crisis de civilización y no sabemos cómo acabará, pero con la victoria de Trump, todo sugiere que se nos viene una riada de fango dispuesta a no dejar títere con cabeza.

Es de ese odio y resentimiento desde la “masa amorfa” que retorna lo reprimido y surgen los monstruos de la restauración fascista y las expresiones más burdas y violentas de la desublimación represiva de la que una vez nos habló Herbert Marcuse y ahora explora de nueva la académica estadunidense Wendy Brown.

La elección de líderes populistas de derecha, como ocurrió con la elección presidencial del 5 de noviembre de 2024 en Estados Unidos, puede entenderse en este contexto. Muchos votantes percibieron la campaña demócrata como desconectada de sus preocupaciones, necesidades y temores reales. La falta de propuestas que abordaran eficazmente las desigualdades económicas, el sentimiento de abandono y el temor cultural llevó a un rechazo masivo de las opciones políticas tradicionales.

Para citar de nuevo a Narbona:

Este giro no es solo obra de Trump y de los medios de comunicación controlados por las elites financieras. Este nuevo fascismo es fruto de un desencanto colectivo. La socialdemocracia ya no transmite credibilidad. Los Obama y los Clinton asimilaron enseguida los hábitos de las elites. Gracias a su paso por el poder, se hicieron millonarios y pudieron acceder a ese mundo de privilegios que antes criticaban.

La guerra contra los medios tradicionales y el discurso de “hacer a América grande de nuevo” resonó intensamente entre aquellos/as que anhelan un retorno a una época imaginaria cuando el país era más próspero y fuerte y no dependían tanto de los medios para entender su entorno social y cultural. Este nostálgico llamado al nacionalismo e imperialismo estadounidense ofrece una identidad y propósito claros en un mundo percibido como caótico, incierto e injusto.

El neoliberalismo subalterno crea condiciones para que las poblaciones afectadas apoyen políticas y líderes que no abordan las causas profundas o estructurales de sus problemas. Sin embargo, la internalización de valores neoliberales -como el egoísmo y el interés propio, la competencia desenfrenada, las ventajas personales, la satisfacción consumista de los impulsos más irracionales, la defensa absoluta y armada de la propiedad y el poder, y la concepción del Estado como jardinero de la economía y gendarme de la seguridad- junto con la canalización de frustraciones (desublimación) hacia movimientos sociales, instituciones o políticas públicas que, a pesar de sus contradicciones, buscan disminuir la desigualdad, la discriminación y la opresión, termina por legitimar métodos represivos para asegurar o mantener el consenso social y político. Imágenes de fuego y quema, “incluido un llamado a los derechistas a “quemar la podredumbre” de las instituciones y organizaciones estadounidenses consideradas opuestas a los objetivos conservadores”, como lo contemplan los ideólogos del Proyecto 2025, son comunes en el movimiento populista de Trump (MAGA). Esto define al neoliberalismo subalterno como el retorno patológico y destructivo de lo reprimido.

Para romper este ciclo, es fundamental que las fuerzas progresistas de izquierda aborden las raíces económicas, sociales y culturales de la crisis de la globalización y sus consecuencias. Porque ya estamos viviendo en el fin de los tiempos, en tiempos de apocalipsis climático y social, y las soluciones requieren abordar la desigualdad estructural y articular alternativas que conviertan las demandas subalternas en proyectos refundacionales totalmente ajenos al masculinismo misógino, el nacionalismo excluyente o al autoritarismo represivo.

La articulación de movimientos sociales y políticos en los que las mayorías excluidas adquieran voz y voto y desde donde puedan proponer cambios estructurales, lo que Robinson ha llamado “un proyecto izquierdista transnacional viable”, puede contrarrestar el avance de las tendencias autoritarias y fascistas del siglo XXI. Esto implica también desafiar las formas en que el neoliberalismo desde abajo ha moldeado las subjetividades y reensamblar la noción de lo colectivo y solidario.

* Originalmente publicado en el ePinvestiga, 9 de noviembre de 2024. La edición presente tiene modificaciones menores.

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