Geopolítica del interregno: Perspectivas para el 2026 en un mundo poshegemónico.

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Mario Pietri, analista geopolítico italiano 

El año 2025 no será recordado como un año de guerra, porque la guerra, en la historia de las potencias, nunca es un acontecimiento excepcional, sino una constante: una forma recurrente mediante la cual se corrigen, alteran y redefinen los equilibrios. Más bien, será recordado como el año en que se hizo evidente que el orden que había gobernado el mundo durante décadas había dejado de funcionar como principio organizador, mientras seguía existiendo como un aparato.

Las instituciones siguen en pie. Las alianzas no se han derrumbado formalmente. Las reglas siguen invocándose, repitiéndose y defendiéndose. Y, sin embargo, cada vez más, ya no producen los efectos para los que fueron construidas.

El poder sigue ejerciéndose, pero le cuesta generar consenso. Se toman decisiones, pero no configuran el futuro. Se dicen palabras, pero ya no organizan la realidad. Lo que falta no es la fuerza en sí, sino la capacidad de orientar, de hacer comprensible y compartible el significado del movimiento histórico.

Durante más de treinta años, desde el fin de la Guerra Fría, Occidente ha vivido con una profunda creencia, rara vez enunciada pero constantemente practicada: que su modelo no solo era dominante, sino definitivo. Que el control financiero, monetario y narrativo podía reemplazar indefinidamente la producción real, la cohesión social y la capacidad de sostener los costos materiales a lo largo del tiempo. Que el lenguaje gobernante era suficiente para gobernar el mundo. 

En 2025, esta creencia no se derrumbó de forma espectacular. No hubo un acto final. No hubo una derrota simbólica. 

Se consumó. 

Y es precisamente este tipo de transición —lenta, ambigua, inestable— la que Antonio Gramsci describió con el término interregno: una fase histórica en la que el viejo orden ya no puede imponerse como necesario, pero el nuevo aún no es capaz de presentarse como una alternativa completa. En este espacio intermedio, las estructuras siguen funcionando, pero sin dirección; el poder sigue ejerciéndose, pero sin hegemonía; la política se reduce a la gestión, mientras que el significado general se disuelve.

El interregno no es caos. Es algo más sutil: orden sin rumbo. 

Es el momento en que las reglas sobreviven a las razones por las que fueron creadas, cuando las palabras siguen pronunciándose incluso cuando ya no son convincentes, cuando el mundo avanza sin que nadie lo dirija realmente. Es en este espacio donde surgen tensiones desproporcionadas, conflictos sin resolver, narrativas contradictorias y fenómenos que parecen «morbosos» no por anómalos, sino porque son sintomáticos de un vacío de hegemonía. 

2025 fue precisamente esto: no el fin de un mundo, sino la entrada consciente en un tiempo sin centro, en el que Occidente sigue hablando mientras la Historia, en silencio, empieza a pasar factura. 

Estados Unidos: hegemonía sin rumbo, poder sin plan

En 2025, Estados Unidos sigue siendo, al menos formalmente, la principal potencia militar del mundo. Nadie lo discute realmente. Y, sin embargo, es precisamente aquí donde se manifiesta la contradicción central del interregno: el poder permanece, pero la hegemonía se disuelve.

Antonio Gramsci distinguió claramente entre dominación y hegemonía. La primera se basa en la coerción; la segunda en la capacidad de universalizar los intereses particulares, haciéndolos parecer naturales, inevitables, incluso deseables. En 2025, Estados Unidos conserva el dominio, pero está perdiendo rápidamente su hegemonía. Y cuando una potencia ya no puede liderar, comienza a castigar. 

Los datos materiales son elocuentes y no requieren retórica: la deuda federal estadounidense ha superado los 34 billones de dólares, más del 120% del PIB, con el gasto en intereses creciendo más rápido que la capacidad productiva real. Este es el signo de una economía que no invierte para transformarse, sino que imprime para posponer, trasladando el costo de sus propias contradicciones estructurales. 

En ausencia de un nuevo proyecto hegemónico —industrial, social, infraestructural— Washington ha reemplazado progresivamente el consenso por la coerción sistémica. Las sanciones, una vez una herramienta excepcional, se han vuelto comunes; los aranceles, un arma táctica; El dólar, que durante décadas funcionó porque se lo percibía como neutral, se ha transformado abiertamente en un instrumento político y punitivo.

Aquí, la lección de Gramsci se vuelve central: cuando una clase dominante ya no puede liderar, gobierna por interdicción. No construye alternativas, sino que impide que otros las construyan. No proporciona dirección, sino que bloquea trayectorias. No organiza el futuro, sino que busca congelar el presente. 

En 2025, el dólar, antaño la base del orden global, se percibe cada vez más como un mecanismo de chantaje, acelerando los procesos de desdolarización en energía y comercio incluso entre países que, hasta unos años antes, nunca se habrían atrevido a desafiar la centralidad financiera de Estados Unidos. Esta es la paradoja de la hegemonía en declive: cuanto más se defiende por la fuerza, más pierde legitimidad. 

La política exterior estadounidense se reduce así a una forma de contención negativa, carente de visión histórica: no crea nuevas estructuras, sino sabotea las de otros; no integra a las potencias emergentes, sino las disciplina; No negociando transiciones, sino posponiéndolas mediante sanciones, presión financiera e inestabilidad controlada. 

Este es el comportamiento típico de lo que Gramsci habría definido como una clase dominante que ya no gobierna, sino que continúa ocupando el centro por inercia, incapaz de generar consenso, pero aún lo suficientemente poderosa como para imponer costos. Una hegemonía que sobrevive como un simulacro, mientras el mundo comienza a organizarse como si ese centro ya no fuera necesario.

En 2025, Estados Unidos ya no lidera el orden global. Lo vigila. Y la vigilancia, en la historia de las hegemonías, siempre es una señal de que la dirección ya ha cambiado.

Europa: La renuncia estratégica como modelo de gobernanza.

Si Estados Unidos representa el centro imperial en apuros, Europa en 2025 encarna el caso más emblemático de autolesión estratégica voluntaria. En tan solo unos años, el continente ha aceptado un aumento estructural de los costes energéticos que ha afectado directamente al núcleo de su modelo económico: la manufactura intensiva en energía. 

El gas natural, que durante décadas había estado disponible a precios estables y predecibles, ha sido sustituido por suministros más caros y volátiles, con efectos inmediatos en las industrias química, siderúrgica, del vidrio, cerámica y automotriz. Aquí sobran las interpretaciones: bastan los balances. 

El resultado es medible, no ideológico: estancamiento o declive de la producción industrial, fuga de inversiones manufactureras y creciente deslocalización hacia Estados Unidos y Asia, donde la energía y los incentivos públicos son más competitivos. Y mientras Europa perdía capacidad de producción, seguía hablando de «autonomía estratégica», como si repetir un concepto bastara para hacerlo realidad.

Immanuel Wallerstein habría sonreído amargamente a una semiperiferia que sigue creyéndose el centro, mientras transfiere valor real a la cima de la cadena imperial. En 2025, la Unión Europea ha renunciado definitivamente a una política energética autónoma, a una diplomacia independiente y a un papel de mediación sistémica. 

A cambio, ha recibido inflación importada, crecientes tensiones sociales y una guerra permanente en sus fronteras, útil para justificar emergencias constantes, pero incapaz de generar seguridad real. Europa no ha sido derrotada: se ha autoneutralizado. Y quizás este sea el aspecto más difícil de admitir. 

Israel y Gaza: el fin de la hegemonía moral occidental.

En este contexto, Gaza en 2025 no fue solo una tragedia humanitaria, sino el momento en que Occidente perdió definitivamente el control de su propia narrativa moral. El derecho internacional no se violó —siempre se ha violado—, sino que se aplicó de forma tan selectiva que perdió cualquier pretensión de universalidad. La distinción entre civiles y combatientes se ha vuelto flexible, la proporcionalidad, un concepto negociable, las bajas, un problema de comunicación.

Y aquí es donde la retórica dejó de funcionar. 

Israel actuó como un puesto avanzado armado de un orden en crisis, seguro de que ninguna línea sería realmente infranqueable, porque el orden mismo ya no tenía la fuerza para imponer límites a sus propios instrumentos de coerción. 

Estados Unidos vetó no solo las resoluciones de la ONU, sino la posibilidad misma de una solución política, mientras Europa observaba, dudaba y finalmente aceptó, pagando un enorme precio político en el Sur global. El resultado fue simple y devastador: el llamado orden basado en reglas fue descartado como retórica colonial actualizada, válida solo mientras no obstaculice el uso de la fuerza. 

BRICS, Rusia y China: Hegemonía que no requiere consenso

Mientras Occidente sancionaba, castigaba y moralizaba, el resto del mundo hizo algo mucho más efectivo: construyó alternativas. Para 2025, los BRICS ya no son un club simbólico, sino una plataforma funcional que, a pesar de las obvias contradicciones y limitaciones, ofrece lo que Occidente ya no ofrece: previsibilidad, infraestructura y continuidad. China planifica durante décadas, invirtiendo en logística, energía, tecnología y finanzas reales; Rusia ha demostrado que la resiliencia estratégica —la capacidad de soportar altos costos sin un colapso político— tiene más sentido que el PIB nominal calculado a los tipos de cambio occidentales.

Este no es un mundo ideal. Es un mundo operativo. Los pagos alternativos, las rutas redundantes y las instituciones paralelas no nacieron para desafiar simbólicamente a Occidente, sino para hacerlo innecesario. El Sur global lo ha comprendido con extrema claridad: los acuerdos imperfectos son mejores que la dependencia estructural, los socios cínicos son mejores que los guardianes morales dispuestos a castigar. 

El fin del monopolio y el interregno: el silencio tras el Imperio (y el caso italiano)

2025 no marcó la derrota militar de Occidente, ni el colapso repentino de sus instituciones, ni el fin formal de su poder. Marcó algo mucho más profundo, y precisamente por eso mucho más difícil de aceptar: la pérdida de su monopolio sobre la definición de la realidad. 

Durante décadas, Occidente no se limitó a ejercer el poder; ejerció la interpretación. Decidió qué era legítimo y qué no, qué conflicto merecía atención y cuál podía archivarse como «complejo», qué violación era intolerable y cuál podía, en cambio, explicarse, posponerse, absorberse por el ciclo mediático. Él gobernó el mundo no sólo con armas y dinero, sino con vocabulario, con la capacidad de nombrar lo que importa y lo que se puede ignorar.

En 2025, este privilegio no fue usurpado por la fuerza. Fue consumido. 

No porque el mundo dejara repentinamente de escuchar a Occidente, sino porque dejó de creer en él. Y cuando la credibilidad se disuelve, la fuerza bruta —sanciones, vetos, coerción económica, chantaje financiero— no reconstruye el orden: lo consume, lo vacía, lo transforma en una repetición cansina de gestos que antaño funcionaban, pero que ahora solo producen habituación. 

Es aquí donde la transición histórica se hace más clara al leer las palabras de Antonio Gramsci, quien describió el interregno como el momento en que 

«lo viejo muere y lo nuevo no puede nacer, y en este interregno ocurren los fenómenos mórbidos más variados». 

2025 fue precisamente eso: un interregno global. El orden occidental ya no es capaz de afirmarse como universal, pero ningún nuevo orden necesita declararse como tal todavía. El resultado no es el caos, sino algo más sutil y corrosivo: la normalización de la falta de centralidad.

Occidente sigue hablando de valores universales, pero lo hace en un lenguaje cada vez más autorreferencial, comprensible solo para sí mismo y sus aliados más disciplinados. Mientras tanto, fuera de ese perímetro, el mundo ha adoptado criterios mucho más elementales —y mucho más despiadados— para medir el poder: acceso a la energía, suministros estables, continuidad de pagos, fiabilidad de las relaciones a lo largo del tiempo. 

La diferencia es ahora evidente: Occidente predica, el resto del mundo calcula. 

En 2026, esta grieta no se sanará. Se normalizará. Las instituciones occidentales seguirán existiendo, produciendo documentos, cumbres, declaraciones solemnes y hojas de ruta, pero lo harán en un espacio cada vez más restringido, dirigiéndose a un público que ya comparte las mismas premisas, mientras que las decisiones verdaderamente relevantes se tomarán en otros lugares, en foros menos visibles, menos ideológicos e infinitamente más pragmáticos. 

El Imperio no será derrocado. Ni siquiera será cuestionado formalmente. Será eludido. Y ésta es la forma más humillante de decadencia: no la derrota, sino la irrelevancia progresiva; no el colapso espectacular, sino la comprensión silenciosa de que ya no es necesario.

Italia: El interregno como condición permanente.

En esta transición histórica, Italia no es la excepción. Es una estadística. 

Si el mundo occidental en su conjunto vive un interregno, Italia es una de sus expresiones más puras y avanzadas: un país donde el viejo modelo continúa muriendo lentamente, y el nuevo no solo lucha por emerger, sino que ni siquiera se busca. 

La Italia de 2026 seguirá declarándose «en el centro» de Europa y el Mediterráneo, manteniéndose cuidadosamente al margen de cualquier verdadero proceso de toma de decisiones estratégicas; seguirá definiéndose como un aliado, actuando como un territorio fiable, útil para bases, rutas, restricciones y alineaciones automáticas; seguirá hablando de interés nacional, aceptando que este se defina en otro lugar, con diferentes idiomas y con diferentes prioridades. 

Aquí, la lección de Gramsci cobra aún más fuerza: la hegemonía no es solo dominación, es la capacidad de naturalizar lo conveniente. Y en Italia, en 2025-2026, lo que se ha vuelto “natural” es la idea de que tomar decisiones es peligroso, que negociar es inadecuado, que utilizar las propias palancas –geográficas, industriales, diplomáticas– es una forma de irresponsabilidad.

Italia no será castigada. No se le impondrá una administración especial. No se la expulsará de nada. 

Simplemente no se la consultará. 

Y como siempre ocurre con los países que confunden la prudencia con la virtud y la inercia con el realismo, descubrirá que la ausencia de opciones no es neutralidad, sino una elección pasiva a favor de quienes deciden. 

Después del Imperio, durante el interregno de 2026, algunos actores —estados, empresas, sistemas financieros— se posicionarán en consecuencia, reorientando flujos, alianzas, cadenas de valor y estrategias monetarias hacia un mundo que ya no requiera autorización ni certificación moral. Los demás seguirán hablando de orden, liderazgo y la «comunidad internacional», sin darse cuenta de que esa comunidad simplemente ha cambiado. 

Y mientras Occidente sigue preguntándose cómo «defender sus valores», incluida Italia, el resto del mundo ya habrá resuelto una cuestión mucho más elemental, mucho más concreta y mucho más despiadada: cómo vivir, comerciar y sobrevivir sin ella. 

Esto no es una profecía. Es la constatación de un hecho. Y para un Imperio —y para sus vasallos más celosos, atrapados en un interregno que confunden con estabilidad— no hay condena más severa.

Observatorio de la crisis

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