La política y el mundo de los mejores
 
                Autor: Jairo Alarcón Rodas
Cuanto más siniestros son los designios de un político, más estentórea se hace la nobleza de su lenguaje.
Aldous Huxley
Somos los mejores porque nosotros lo decimos y quién mejor para juzgarlo que los mejores, es la forma en la que se expresan los fascistas, estilo muy frecuente y común con la que se expresan muchas personas a manera de ser reconocidos, sobre todo los políticos y los vendedores. Tal criterio, que a todas luces constituye un sofisma de petición de principio, un engaño, puede pasar inadvertido para muchos. Curiosamente el deseo de sentirse mejor, superior a los demás, converge con actitudes psicóticas de los sujetos mesiánicos, cuyo interés esencial es ejercer el poder sobre los demás, mantener el control y el dominio a toda costa.
En el ambiente de la política partidista, cada quién se esfuerza por autocalificarse como el mejor, de ahí que, con herramientas como la persuasión y la demagogia, la idea es lograr que los demás también lo crean para, de esa forma, convertirse en figura apetecida y así ser electos en contiendas electorales y hacerse con el poder. La política se convierte en el arte de persuadir, apelando a las emociones.
Algunos, con elocuencia o con discursos populistas, pretenden vender una imagen cautivadora, de la misma forma en la que se instala una marca comercial en un grupo objetivo, apelando a las emociones, desnudando las flaquezas de una población ávida de soluciones a sus problemas cotidianos. Y, en un país con carencias, tales debilidades representan tierra fértil para promesas de políticos inescrupulosos. Así, ofrecen lo impensable para lograr su objetivo y, dada su escaza solvencia moral, no les representa ningún problema el faltar a su palabra cuando obtienen el poder.
Mano dura en contra la delincuencia, ni corrupto ni ladrón, los buenos somos más… son algunas de las frases trilladas con las que los últimos gobernantes de este país impulsaron sus candidaturas y que, durante y al final de su mandato, han quedado como un insulto para los guatemaltecos, como frases vacías y engañosas. Todas las promesas de los presidentes siguen la misma tónica, el incumplimiento de la palabra empeñada, el engaño y, en algunos más que otros, el denominador común ha sido la corrupción.
Cómo es que la palabra, los discursos siguen permeando a las mentes de muchas personas al extremo de guiar su comportamiento, de dirigir su conducta, a pesar de que las palabras sin las acciones significan muy poco. Así, se trata de que el lenguaje emotivo prevalezca y reemplace al argumentativo, pues una población sometida a la educación domesticadora o a la falta de cualquier tipo de educación sistemática, una sociedad acrítica, reacciona a partir de la racionalidad instrumental, en la que se antepone las emociones y el criterio primigenio de lo situacional, en donde lo subjetivo se antepone a lo objetivo y los juicios de valor ofuscan a los de razón.
La elocuencia es una poderosa arma practicada desde la antigüedad por los sofistas y posteriormente sistematizada por los políticos, mercadólogos y publicistas para persuadir, es decir, para apropiarse de la voluntad de otros. Hablar sobre lo que las personas esperan que se les hable, conocer sus flaquezas, penetrar en el subconsciente, manipularlos desde ahí, es la misión de los políticos y de los estrategas de la política con el fin de hacerse con el poder.
No importa que se engañe pues, como lo indicaba Maquiavelo, en la política no hay moral, de modo que el engaño se convierte en un arte en el que no tiene cabida los escrúpulos. Y así, la promesa dada fue una necesidad del pasado; la palabra rota es una necesidad del presente. Siendo el desencanto una cuestión temporal pues el político se las ingeniará para volver a engaña a aquellos que se ven limitados en distinguir lo improbable de lo posible.
En Guatemala, al igual que en muchos países, esa ha sido la trágica historia de la política electoral y del ejercicio “democrático” de elegir a sus autoridades, que se ve reflejada en el descontento de la población con respecto al accionar de sus gobernantes. Que, en las actuales condiciones sociopolíticas de este país, se agudizan con un Tribunal Supremo Electoral que solo ha permitido la inscripción de los candidatos que, según ellos, no representen ninguna amenaza al sistema y dar vía libre a que se elija a aquellos que representan y resguardan los intereses de los que realmente manejan los hilos del país, es decir la oligarquía empresarial, la derecha intransigente.
Y si a eso se le suma las carencias económicas de la población guatemalteca, en la que es palpable una sociedad ávida de oportunidades y necesidades por satisfacer, para muchos, los ofrecimientos del presente, por fantasiosos e inverosímiles que sean, constituyen, una esperanza, una posibilidad de asegurar su futuro.
Necesidad e ignorancia da por resultado la relación dialéctica entre el engañador y el engañado, consecuentemente a la catástrofe social y económica en la que se encuentra el país y que se ve reflejada en la serie de indicadores vergonzosos que Guatemala lidera en la región. Con ello, no se puede esperar más que la profundización de la crisis, el deterioro de los valores humanos, la perpetuación del sistema perverso, la situación actual que viven los guatemaltecos.
Cómo discernir, entonces, quiénes son los más idóneos para gobernar, qué virtudes deben tener, cómo saber si son demagogos, engañadores, tramposos. Ya que las palabras pueden ser un instrumento de verdad o engaño, es a través de la investigación profunda de los políticos que se postulan a cargos públicos, cuál es su procedencia, su capacidad, su desempeño dentro de la sociedad a lo largo de su vida pública, lo que podrá determinar, hasta cierto punto, su honestidad.
Por aparte, se hace dificultoso distinguir la probidad de la perversión de los candidatos, si las reglas del juego establecen que, forzosamente, se podrá elegir solo a aquellos a los que el Pacto de Corruptos considera idóneos, políticos que se destacan por ser corruptos, mentirosos, deshonestos, inescrupulosos, aquellos que se distinguen por ser buenos, pero para servirles a sus intereses.
De igual forma, en la relación perversa que se establece entre engañador y el que se deja engañar, cómo dotar de herramientas a aquellos para formar y desarrollarles el buen juicio, el criterio y, así, puedan evitar caer en el engaño, cómo descubrir y desenmascarar a los embaucadores, en este caso, a los políticos inescrupulosos. El conocimiento vuelve a ser la herramienta esencial para lograrlo y, desde luego, el fortalecimiento de lo que constituye una cultura democrática.
Los mejores en una sociedad deben ser el resultado de una condición que se adquiere y se demuestra con hechos, no de apreciaciones arbitrarias, subjetivas, de juicios de valor, sino producto de una trayectoria manifiesta y no de la improvisación del momento. Por lo que solo se les puede denominar de esa forma a aquellos que han hecho más que otros y lo han demostrado con evidencias claras para bien de la sociedad.
 

 
                     
                       
                       
                       
                      