La ideología del realismo y la traición de la imaginación política

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Marco Fonseca

El término “realismo” en política goza de una reputación de sobriedad, madurez y pragmatismo. Es la doctrina que invocan legisladores, intelectuales y comentaristas cuando desean imponer límites a la imaginación, la posibilidad radical o el compromiso ético. Sin embargo, esta supuesta madurez esconde una profunda función ideológica: lo que se presenta como un reconocimiento neutral de “cómo funciona el mundo” es, de hecho, un poderoso mecanismo de cierre político. El realismo no es una mera evaluación de las condiciones objetivas; es una ideología en sentido pleno, una “pintura de lo real” que lo desplaza con una simulación. Siguiendo a Žižek, podríamos decir que el realismo es un intento de domesticar el trauma de lo real reimponiendo las coordenadas del sentido común. En este ensayo proponemos que la ideología del realismo es tan peligrosa como las del liberalismo y el socialismo de Estado, porque aniquila la dimensión imaginativa y transformadora de lo político.

1. El realismo como lienzo ideológico

Lo que llamo la ideología del realismo parte de una negación fundamental: niega la brecha entre la “realidad” y lo real como tal. En términos lacanianos, lo real es aquello que escapa a la simbolización, el núcleo traumático de nuestra experiencia que se resiste a la domesticación del lenguaje, la ley y la ideología. El realismo, como ideología, busca cubrir lo real con un lienzo de certeza, una imagen del mundo tal como “es”. Pero esta imagen no es inocente. Se construye, se media y se utiliza como arma para excluir alternativas.

En el ámbito político, esta ideología se disfraza de prudencia y sentido común. En términos de Gramsci, el realismo se fusiona con el senso comune, una cosmovisión sedimentada que parece natural, pero en realidad es fruto de la lucha histórica. El realismo aparece como la voz del adulto en la sala: “Así son las cosas”. Pero tras esta voz se esconde a menudo la voz oculta del poder, de la hegemonía. Nos dice no solo lo pensable y factible, sino también lo impensable e imposible. La ideología del realismo, por lo tanto, funciona precisamente al producir una visión de lo real como evidente: un mundo sin alternativas.

El realismo, cuando se despliega ideológicamente, pretende describir, pero en realidad prescribe. Se presenta como sentido común, naturalizando lo históricamente contingente y silenciando lo aspiracional. Construye un marco simbólico que cubre lo real con una imagen aceptable de lo real como dado. En términos lacanianos, “sutura” el trauma de lo real con narrativas que hacen que lo insoportable parezca manejable. Por eso es bonito hablar de “desarrollo sostenible” al mismo tiempo que se despliegan y se permiten todos los aparatos de la explotación, colonización y extractivismo. De esta manera, el realismo se convierte en una prótesis ideológica del mundo tal como es: capitalista, patriarcal, racializado, ecocida.

Slavoj Žižek, en Bienvenidos al desierto de lo real, muestra cómo el realismo funciona ideológicamente en tiempos de ruptura. Tras los sucesos del 11-S, por ejemplo, el realismo se reafirmó rápidamente en forma de guerra imperial, securitización y un retorno a los mitos nacionales. El realismo, en este sentido, no es la ausencia de ideología, sino su forma más astuta: una ideología que afirma no tener ideología.

Hinkelammert, en Las armas ideológicas de la muerte, advierte de forma similar que el realismo es una de las herramientas discursivas más eficaces del capitalismo. Mata la utopía no con argumentos, sino con ridículo; no con compromiso, sino con marginación. El realismo presenta la injusticia sistémica como una necesidad natural. “No hay alternativa”, como decía Margaret Thatcher y siguen diciendo sus discípulos neoliberales y hoy los arquitectos populistas del tecnofascismo neoliberal, se convierte en un axioma metafísico, en lugar de una decisión política.

2. Hobbes, Maquiavelo y el canon de la contención

Para justificarse, el realismo político a menudo remonta su linaje a pensadores de la primera época moderna como Thomas Hobbes y Nicolás Maquiavelo. Estas figuras se invocan para fundamentar una visión de la política que se reduce a la gestión del miedo, la supervivencia y el poder. Hobbes postula una naturaleza humana tan solitaria, competitiva y temerosa que solo puede ser gobernada por el Leviatán, un soberano que garantiza la paz monopolizando la violencia. Maquiavelo, por su parte, es interpretado (a menudo de forma reductiva) como el progenitor de la razón de Estado, un principio que sitúa la supervivencia del Estado por encima de cualquier preocupación moral o democrática.

Ambos pensadores ofrecen valiosas críticas al idealismo y la ingenuidad, pero su lectura canonizada y superficial actual, en aulas que están en manos de la mediocridad, funciona como una forma de contención. Se utilizan no para cuestionar la violencia en el núcleo del orden político, sino para justificarla. En manos de los realistas, Hobbes y Maquiavelo se movilizan para argumentar que cualquier cosa que vaya más allá de una seguridad y un orden mínimos es un exceso utópico. Lo que se sacrifica en este gesto es el contenido transformador, ético y plenamente humano de la praxis política.

Sin embargo, incluso en este caso, el realismo oscurece más de lo que revela. Hobbes y Maquiavelo fueron teóricos de la crisis, que escribieron en tiempos de guerra civil y ruptura política. Su “realismo” ya era una reacción al colapso de los órdenes existentes. Era una crítica, como lo ha dejado claramente demostrado el historiador Reinhart Koselleck. Pero el realismo político moderno abstrae sus lecciones y las aplica universalmente, como una ontología. Toma sus perspectivas contingentes y las convierte en límites absolutos. Al hacerlo, refuerza una política de miedo, competencia y resignación.

Como Hinkelammert argumentó en Las armas ideológicas de la muerte, el realismo es una de las principales armas de la ideología moderna. Disfraza la violencia sistémica de necesidad y enmascara las contradicciones morales del poder bajo la apariencia de pragmatismo. Cuando la izquierda internaliza el realismo, éste toma la forma de reformismo centrista resignado, un reformismo resignado que limita su visión a “lo que se puede hacer”, a menudo dentro de las mismas coordenadas institucionales de la dominación neoliberal.

3. Lo real versus la “realidad”

Žižek, en Bienvenidos al desierto de lo real, nos impulsa a considerar cómo la ruptura eventual de lo real siempre va seguida de intentos de reconstruir una realidad coherente. Tras el 11-S, por ejemplo, la explosión traumática de lo real se vio rápidamente suturada por narrativas de choque de civilizaciones, seguridad nacional e imperio. El realismo se convierte, en este sentido, en una racionalización retroactiva de la respuesta del poder al trauma. En lugar de aceptar la ruptura y explorar su potencial emancipador, el realismo exige un retorno al orden, a la disciplina, a la normalidad.

Pero este gesto no se limita al trauma geopolítico. Se aplica por igual a la crisis económica, los levantamientos revolucionarios y el colapso ambiental. En cada caso, el realismo habla el lenguaje de los límites. Ante la extinción planetaria, por ejemplo, el realismo nos dice que el decrecimiento radical es imposible, que el capital fósil está demasiado arraigado y que debemos conformarnos con mecanismos de mercado y soluciones tecnocráticas. Esto no es simplemente un error cognitivo, sino una estrategia ideológica que defiende el statu quo.

La tarea de la política radical, por lo tanto, no es conformarse con el realismo, sino romper con él. Esto no significa abrazar la fantasía o la utopía en sentido peyorativo. Significa exponer la naturaleza construida de la “realidad” misma y reclamar lo Real como el escenario de una transformación potencial. Como escribió Benjamín, cada momento es el “pequeño portal por el que podría entrar el Mesías”. El realismo cierra ese portal. La imaginación revolucionaria lo abre.

4. Lo humano, demasiado humano

Uno de los costos más graves del realismo es su eliminación del contenido humano de la política. Cuando la política se convierte en una cuestión de gestión de sistemas, de posicionamiento estratégico, de cálculo de supervivencia, pierde su núcleo ético. El realismo aplana el tema. Reemplaza la dimensión dialógica y trágica de la vida política por una racionalidad gerencial. Pero la política, como nos recuerda Arendt y también Luxemburgo, se trata de acción, inicio, expresión y aparición en el ámbito público; es irreductiblemente humana, con toda la imprevisibilidad y fragilidad que ello implica.

En este sentido, la crítica de Hinkelammert cobra especial importancia. Identifica en el realismo la negación sistemática del sujeto humano como praxis, como ser creativo y ético. En el realismo capitalista, esto se materializa en el homo economicus, una máquina de calcular cuyos deseos son moldeados por el mercado y cuya libertad se reduce a la elección del consumidor. En el socialismo de Estado burocrático, se materializa en el ciudadano administrado, desprovisto de agencia por el partido-estado. En ambos casos, el realismo se convierte en la justificación para excluir la disidencia, la imaginación y la reflexión moral del ámbito político.

En contraposición a esto, Hinkelammert y otros/as, en particular varias pensadoras feministas, proponen una recuperación del horizonte utópico, no como modelo, sino como la orientación ética de la praxis hacia una política del cuidado – recordemos a Joan Tronto, Carol Gilligan, Silvia Federici, María Puig de la Bellacasa, Raquel Gutiérrez Aguilar y tantas otras. Esto implica preguntarse siempre si nuestras decisiones políticas respetan y nutren la vida humana en su plenitud. Significa regresar a lo que Ernst Bloch llamó el principio de la esperanza: el impulso interior que nos lleva más allá de lo que es hacia lo que podría ser.

5. Jameson y el inconsciente político

La idea fundamental de Fredric Jameson de que la ideología opera a través del inconsciente político proporciona una comprensión más profunda del efecto ideológico del realismo y la hegemonía. En El inconsciente político, Jameson argumenta que las formas culturales e ideológicas son siempre resoluciones alegóricas de las contradicciones sociales. El realismo, por lo tanto, no es un reflejo transparente de la realidad política, sino una estructura narrativa que desplaza y mistifica las contradicciones que no puede resolver.

En el capitalismo global, el realismo funciona como una modalidad estética y política que niega la historicidad. Consagra el presente eterno, lo que Mark Fisher posteriormente llama “realismo capitalista”. En este contexto, el realismo no se trata simplemente de hechos y restricciones, sino del control narrativo e histórico: narra historias que hacen que la desigualdad parezca inevitable y las alternativas absurdas. El realismo es una forma de mapeo cognitivo que bloquea la imaginación de la totalidad y, por lo tanto, neutraliza la praxis revolucionaria.

Leer el realismo a través de Jameson es ver sus exclusiones, sus ausencias estructurantes. Se trata de revelar los compromisos de clase tácitos, las herencias coloniales y los supuestos patriarcales que sustentan su plausibilidad. Una vez visibilizadas, estas contradicciones se convierten en espacios de intervención.

6. Las interrupciones mesiánicas de Benjamín

Walter Benjamín, en sus Tesis sobre la filosofía de la historia, ofrece una visión del materialismo histórico fundamentalmente contraria al realismo. Frente a la fluida continuidad del progreso y la inevitabilidad del presente, Benjamín propone una visión de la historia como escenario de lucha entre oprimidos y vencedores. El realismo, para Benjamín, es una ideología triunfalista de los vencedores: se identifica con el poder, con la continuidad, con el aparato de dominación.

Ser fiel a los oprimidos, insiste Benjamín, es “rozar la historia a contrapelo”. Es recordar que todo presente está plagado de pasados ​​incumplidos y futuros interrumpidos. Su imagen del “freno de emergencia” que debe accionar una clase revolucionaria es un rechazo a la temporalidad realista. No hay nada inevitable en la continuación de la injusticia. La tormenta del progreso, impulsada por la catástrofe, debe ser interrumpida. Esto es lo que el realismo se niega a ver.

La invocación de Benjamín del Jetztzeit, el tiempo del ahora, que desarrolla en su ensayo Sobre el concepto de historia rompe con el tiempo homogéneo y vacío del realismo. Abre espacio para la ruptura, para la aparición de lo mesiánico, para el retorno de los excluidos. En esto, Benjamín se alinea con Gramsci: ambos rechazan el fatalismo pasivo e insisten en la potencia política de la memoria, la imaginación y la voluntad. Lo que Álvaro García Linera llama “la potencia plebeya”.

7. La arquitectura de lo político de Dussel

Enrique Dussel amplía la crítica del realismo desde una perspectiva decolonial. En sus 20 Tesis de política y Filosofía política, y más aún en su Política de la liberación II. Arquitectónica, Dussel describe una arquitectónica de lo político: una comprensión multidimensional de la política que incluye no solo el Estado y el derecho, sino también el momento fundacional de la toma de decisiones comunitaria y la obligación ética hacia el Otro excluido.

La crítica de Dussel a la política fetichizada es paralela a la crítica del realismo. En la política fetichizada, las mediaciones del poder (el Estado, la burocracia, incluso la representación partidaria) aparecen como fines en sí mismas, oscureciendo el momento original de la praxis popular constituyente. El realismo justifica estos fetiches al enmarcarlos como permanentes, naturales o universales.

En contraposición, Dussel propone una política arraigada en la praxis originaria, el poder constituyente del pueblo, especialmente de los/as marginados/as. De esta manera, el realismo se expone no solo como una ideología de clase, sino también como un discurso colonial y patriarcal. Silencia a los subalternos, a los colonizados, a los/as que tienen género/a heterodoxo o rechazan el género por completo, todo en nombre de “lo posible”.

8. Crítica de Mark Fisher al Realismo Capitalista

El libro Realismo Capitalista: ¿No hay Alternativa? de Mark Fisher, como ya lo mencionamos, argumenta que el capitalismo se ha vuelto tan dominante ideológicamente que ya no aparece como un sistema posible entre otros, sino como el horizonte mismo de lo pensable. Esta condición, el “realismo capitalista”, se manifiesta en la creencia generalizada de que no existe una alternativa viable al capitalismo global, una creencia que configura no solo el discurso político, sino también la cultura, la educación y la propia subjetividad. Basándose en Fredric Jameson y Slavoj Žižek, Fisher señala que ahora es más fácil imaginar el colapso ecológico o de la civilización que un mundo poscapitalista. En esta atmósfera ideológica cerrada, el futuro se ve forzado, e incluso los intentos más sutiles de imaginar un cambio estructural se descartan como ingenuos o irrealistas.

El capitalismo sustenta esta hegemonía, argumenta Fisher, mediante su capacidad de cooptar y mercantilizar la resistencia. La rebelión estética, las subculturas, las organizaciones no gubernamentales e incluso las críticas radicales son rápidamente absorbidas por el mercado y se vuelven inofensivas. El mismo sistema que vende punk rock y camisetas del Che Guevara, pollo frito con vitaminas, también audita las aulas, desmantela el estado de bienestar y reemplaza el compromiso pedagógico por el control gerencial, burocrático e institucional. En las instituciones neoliberales, especialmente en la educación, el realismo capitalista impone una tecnocracia despolitizada donde las culturas de auditoría, las métricas de rendimiento y las lógicas del mercado desplazan la acción colectiva significativa. Esto produce una sociedad donde las personas ya no creen en el sistema, sino que se sienten impotentes para resistirlo, una dinámica que genera cinismo en lugar de movilización política.

Una de las contribuciones más urgentes de Fisher es su insistencia en que la salud mental es política. La ideología neoliberal de la responsabilidad individual garantiza que las crecientes tasas de depresión, ansiedad y agotamiento se consideren defectos personales en lugar de síntomas de una sociedad enferma y agonizante. Al privatizar el sufrimiento y recetar medicamentos o soluciones cognitivo-conductuales, como aprende tanta gente en las facultades de psicología en nuestros días, el realismo capitalista despolitiza la crisis y posterga el diagnóstico estructural. Mientras tanto, el giro posfordista hacia el trabajo flexible y precario destruye la planificación vital a largo plazo, fragmenta las comunidades y alimenta una cultura de inseguridad y precariedad. En estas condiciones, el realismo capitalista funciona no solo como un sistema ideológico, sino como una experiencia vivida de agotamiento y resignación, una experiencia que debe ser identificada y superada si se pretende que cualquier política emancipadora vuelva a ser concebible.

9. ¿Un realismo de los oprimidos?

Existe un peligro particular cuando el realismo es adoptado por quienes más sufren el statu quo. Entre los/as oprimidos/as, el realismo puede aparecer como una estrategia de supervivencia. No es casualidad que los más colonizados a menudo hablen en el lenguaje del orden, el mercado, el “éxito”, la disciplina y también el miedo o el “pragmatismo”. En contextos de terrorismo de Estado, con elevados niveles de corrupción e impunidad, con un Estado al servicio de los intereses empresariales acorazados con el discurso de la “prudencia” y la “estabilidad”, exigir lo imposible es buscar la aniquilación. Pero el realismo, al ser internalizado por los oprimidos, reproduce su condición subalterna. Se convierte en una forma de lo que Paulo Freire llamó opresión internalizada. Se convierte en lo que Franz Fanon llama una “máscara blanca” sobre piel negra. Se vuelve lo que Wendy Brown llama “neoliberalismo desde abajo”. Es subalternismo.

Por eso, el concepto de Gramsci de “pesimismo del intelecto, optimismo de la voluntad”, sigue siendo crucial. No es un llamado a ignorar las verdaderas limitaciones del poder, sino a rechazar su ontologización. Sí, las fuerzas en contra son inmensas. Sí, la historia es pesada. Pero debemos resistir la tentación de confundir lo que es con lo que debe y puede ser. El realismo político, en su forma dominante, rechaza la contingencia de la historia. Rechaza la posibilidad de que el futuro pueda romperse por la fidelidad a un acontecimiento, por la valentía, por la solidaridad o por el amor y la esperanza.

10. Gramsci: Bloques Históricos y Guerras de Posición

En el centro de toda esta crítica se encuentra el concepto de Gramsci del bloque histórico: la articulación de fuerzas sociales, condiciones materiales e ideologías que constituyen un orden hegemónico particular. El realismo, en este contexto, ya sea como conservadurismo o liberalismo, fascismo o populismo, es la ideología hegemónica del bloque histórico dominante. Construye y consolida el consenso al naturalizar una estructura de poder históricamente contingente.

Sin embargo, Gramsci también insiste en el papel dialéctico de los movimientos espontáneos y organizados en la disputa contra este bloque. Dentro de cada bloque histórico existen guerras de posición: luchas a largo plazo en la sociedad civil donde se construyen ideas, prácticas e instituciones contrahegemónicas. Estas guerras de posición no tienen una orientación realista; son visionarias, pedagógicas y, a menudo, desordenadas y espontáneas. No se reducen a la estrategia ni a la política, sino que implican una reforma intelectual y moral, la remodelación del propio sentido común. Es auto-descolonización.

Aquí es donde la crítica del realismo encuentra su alternativa más productiva: en el trabajo paciente, contradictorio y creativo de las articulaciones destituyentes y constituyentes. Estas articulaciones rompen las hegemonías existentes (destitución) al tiempo que ensamblan nuevas formas de solidaridad, subjetividad y autoridad (constitución). Son el verdadero trabajo de la política, no su simulación.

Más allá del realismo

El realismo no es simplemente un error de juicio ni un énfasis erróneo en las limitaciones. Es una traición a la política. Sacrifica la esperanza, la solidaridad y la capacidad humana de comenzar de nuevo en el altar de la cautela. Reemplaza la imaginación por la gestión, la ética por el cálculo y la visión por la resignación.

En la larga guerra de posiciones, el realismo seguirá siendo uno de nuestros adversarios más feroces. Pero, como nos recuerda Gramsci, la hegemonía nunca es total. Siempre hay grietas. Es a través de estas grietas que pueden surgir bloques históricos, mediante articulaciones que destituyen lo que es y constituyen lo que debería y podría ser. Esto, y no el realismo, es la verdadera madurez del pensamiento político.

Para superar la ideología del realismo, debemos centrar lo político en la capacidad humana de comenzar, de vivir, de tener esperanza. Esta no es una capacidad abstracta; se encarna en cada acto de resistencia, cada huelga, cada asamblea, cada levantamiento y cada paro nacional, cada momento en que las personas se niegan a comportarse de forma “realista”. Cuando los trabajadores ocupan una fábrica, cuando los estudiantes exigen lo imposible, cuando las comunidades indígenas reclaman sus tierras ancestrales o el respeto al debido proceso, confrontan lo Real no con fantasía, sino con acciones que interrumpen el flujo de la “realidad”.

La tarea, por lo tanto, no es ser realista, sino ser radicalmente fiel: a los/as excluidos/as, a la justicia, al futuro que el realismo nos invita a olvidar o reprimir. Como dicen las comunidades zapatistas, un mundo donde quepan muchos mundos no es realista. Es necesario.

En este sentido, la crítica del realismo no es meramente filosófica. Es una estrategia política. Exige que desnaturalicemos el orden existente, expongamos los intereses que protege y recuperemos el espacio de lo posible. El realismo es una forma de resignación disfrazada de madurez. La tarea del pensamiento crítico y de la política revolucionaria es superarlo.


Fuente Blog #RefundaciónYa

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