En base a un escrito de Fernando Cajas a su papá.
El tambor de Witzil Sunumj
Cada amanecer, antes que el sol se trepara a los tejados, se oía en la casa la voz de papá. No era un canto cualquiera. Era un grito de guerra disfrazado de canción, acompañado por golpes leves sobre la mesa como si fueran tambores antiguos:—”¡Arriba Tecún valiente, no temáis al enemigo, recordad que estoy contigo, que soy WitzilSunum!”
Y yo, niño desvelado de sueños tibios, escuchaba ese canto como quien oye un conjuro. Así iniciaban nuestros días: con la fuerza invisible de los ancestros marchando junto a nosotros.
Papá no era un hombre de discursos. Su legado venía envuelto en cosas simples: el agua fría de la ducha a las cinco, la libreta de papel reciclado donde anotaba lo que debía lograr ese día, el desayuno en familia donde todos, hasta el más pequeño, decíamos qué queríamos cumplir
Luego se marchaba al trabajo. Volvía a veces con los zapatos llenos de barro o con olor a madera recién cortada, pero siempre con una sonrisa lista. Decía que la pobreza no era falta de dinero, sino falta de ganas.
Mi infancia se dibujó entre balones de fútbol, bicicletas sin frenos, y una piscina que amanecía con una capa de hielo fina como vidrio, que papá y yo rompíamos con los pies para entrenar natación. Él me enseñó a nadar, no sólo en el agua, sino en la vida.
Papá también tenía cicatrices. La más profunda era invisible: la muerte de su madre cuando apenas aprendía a pronunciarla. La buscó toda la vida. Nunca la encontró. Quizá por eso nos dio tanto: para no repetir la ausencia.
Fue jugador del Xelajú, y años después dirigente. Mamá jura que cuando nací me llevó al estadio Mateo Flores, en brazos, para que viera la final. Yo no lo recuerdo con la mente, pero mi corazón jura que sí. Ahí, entre gritos de gol y marimbas, empezó mi historia con él.
Los años pasaron. Yo partí lejos: a la capital, luego Panamá, luego más lejos aún, al norte donde las estaciones cambian y el frío se cuela por las ideas. Papá se me fue haciendo viejo mientras yo me creía joven. Cuando regresé, ya éramos dos adultos que se buscaban entre recuerdos y silencios compartidos.
Nos volvimos compañeros. Yo 40, él 60. Luego yo 50, él 70. Y todavía me enseñaba cosas: cómo ajustar una válvula, cómo cortar con precisión un trozo de madera, cómo mantener la
alegría sin tener cuenta de ahorros. “El dinero es para moverlo”, decía. Y lo hacía: un proyecto tras otro, un invento más, una idea nueva que perseguía con ojos brillantes.
Cuando llegó a los 80, ya sus palabras eran pocas, pero firmes. Una tarde, mientras el sol caía en la plaza central de Quetzaltenango, me miró y dijo:
—Se puede ser feliz en la vida. Sea honesto y trabaje.
Fue su último consejo. El más simple. El más difícil.
Yo sigo buscándolo. A veces en mi forma de hacer listas, otras en la ducha rápida de la mañana. A veces en el canto de guerra que me sorprende tarareando sin querer. A veces, solo a veces, en el hielo que cubre la piscina cuando salgo a correr y lo rompo con el pie, igual que hacíamos juntos.
Papá no era perfecto.
Pero fue un héroe discreto. De esos que no tienen estatuas ni calles con su nombre, pero cuya memoria construye hogares.
En las noches oscuras me digo que pude haber sido mejor hijo. Siempre me lo digo. Pero amarlo más ya no podía.
Y cuando todo se pone cuesta arriba, todavía escucho su tambor:
”¡Arriba Tecún valiente…!”
Y entonces camino. Camino con él.
