El regalo de la selva

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Omar Marroquín Pacheco
La lluvia caía a cántaros sobre La Danta, golpeando las láminas de zinc de la improvisada bodega abierta, como si el cielo hubiera decidido vaciar toda su furia en aquel mediodía. Adentro, éramos un grupo de almas apiñadas, compartiendo el calor de la respiración y el olor a tierra mojada, aroma tan especial y peculiar.

Las gotas resbalaban por los bordes oxidados del techo, dibujando cortinas de agua que nos separaban del mundo exterior. «Parece que el cielo quiere llevarse la selva», comentó Bitty, secándose una mecha de pelo gris que se le pegaba a la mejilla. Su risa, cálida y familiar, se mezcló con el estruendo de la tormenta.

Cuando la lluvia amainó, convertida en un hilillo tenaz, emprendimos la caminata hacia el helicóptero.

La selva, recién bañada, respiraba con intensidad, el aroma a tierra mojada —esa mezcla de musgo, humus y secretos antiguos— nos envolvía como un abrazo. Bitty caminaba a mi lado, sus pies y calzado chapoteando en el lodo fresco. «¿Te acuerdas de aquella vez en nevada, cuando nos perdimos tres horas buscando de nuevo el camino?» dijo, mientras apartaba una liana con su bastón. Asentí. A nuestras edades, cada paso en aquel laberinto verde era un triunfo, un recordatorio de que el cuerpo, aunque lento, aún guardaba la chispa de la aventura.

La vegetación era tan espesa que el sol apenas filtraba sus rayos entre las hojas de los ceibas. Los monos aulladores rompían el silencio con sus coros, y en algún lugar cercano, un riachuelo cantaba su camino cuesta abajo. «Es un lujo esto, ¿verdad?», murmuró Bitty, deteniéndose para tocar el tronco de un árbol cubierto de bromelias.

«A los sesenta y pico , seguir sintiendo la selva bajo los pies…». No añadió más. No hacía falta.

Lo sabíamos ambos: el tiempo era un préstamo, y aquel instante —el barro en nuestros pies, el aire cargado de vida, la complicidad de décadas de expediciones— era nuestra forma de agradecerle a la existencia su generosidad. El helicóptero nos esperaba en un claro, sus aspas girando lentamente, como impacientes.

Antes de subir, Bitty y yo volteamos hacia la espesura. La Danta ya estaba lejos, oculta tras una neblina plateada que ascendía desde el suelo.

«Hasta la próxima, vieja amiga», susurré. Y mientras ascendíamos, dejando atrás el verde infinito, supe que ese aroma a tierra mojada, ese susurro de hojas y risas, quedaría grabado en nosotros, como un recordatorio de que la vida, incluso cuando se encanece, siempre guarda espacio para maravillas.

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