EEUU: Capitalismo de deportación
 
                Miguel Mellino
La política de deportaciones masivas de Trump está escandalizando a una parte de la esfera pública mundial, paradójicamente, a la parte progresista. La «Batalla de Los Ángeles» está centrando el debate en torno a su supuesta excepcionalidad frente a la ontología política liberal-democrática (igualmente supuesta) del «país de la libertad.» Semejante perplejidad nos parece un ejercicio de inocencia blanca que se torna verdaderamente perverso cuando obvia el vasto aparato de expulsión, detención y deportación en el que se basa el régimen migratorio europeo.
Digámoslo de entrada: la política de deportaciones de Trump no tiene nada de excepcional. Con Barack Obama, las deportaciones alcanzaron una cifra récord: más de tres millones en ocho años, lo que le valió el apodo de «deportador en jefe» entre los activistas por los derechos de los inmigrantes. Con Joe Biden, el enfoque de la «deportación como método» apenas se ha ralentizado: los datos oficiales hablan de casi 600.000 expulsiones, con un sombrío pico en 2024 de 272.000 repatriaciones, el mayor total de la última década. Sin embargo, subrayar esta continuidad entre Trump, Obama y Biden aporta poco por sí mismo.
Lo que parece un giro que define una época es el uso explícito de redadas urbanas para dar caza a los inmigrantes deportables, el despliegue de tropas contra los detenidos «amotinados» y la decisión de librar la lucha en Los Ángeles, una ciudad-región multiétnica y mestiza en un estado «woke». La aparición de este fenómeno tiene una «causa oculta»: el actual clima bélico mundial, el declive de la hegemonía norteamericana y de la civilización blanca occidental, la crisis del racismo estructural -en términos incluso demográficos- y la persistencia de la supremacía blanca dentro de los Estados Unidos.
Más allá de las especificidades de la coyuntura actual, resulta igual de superficial detenerse en las diferencias. Profundicemos: a lo largo de la historia de los Estados Unidos, la deportación, incluida la deportación masiva, no ha constituido nunca una herramienta excepcional. Los estudios recientes, espoleados en gran medida por el fenómeno Trump, lo demuestran. Hay una estadística que parece una genealogía de la situación actual: en The Deportation Machine [La máquina de deportar] (2023), Adam Goodman nos recuerda que, desde 1882, los Estados Unidos han deportado a 57 millones de personas, más que ningún otro país del mundo.
Desde finales del siglo XIX en adelante, evolucionó un flexible entramado de leyes y prácticas para expulsar a quien se consideraba «indeseable». Baste recordar la Ley de Exclusión China [Chinese Exclusion Act] de 1882, o la Ley de Inmigración [Immigration Act] de 1917 que, tal como muestran Jack R. Kraut en Threat of Dissent: A History of Ideological Exclusion and Deportation in the United States [Amenaza de disenso: Historia de la exclusión y deportación ideológicas en los Estados Unidos](2020) y Lisa Lowe esboza en el ya clásico Immigrant Acts: On Asian Cultural Politics [Leyes de Inmigración: La política cultural sobre Asia](1996), amplió la posibilidad de deportación para incluir a «asiáticos», anarquistas, militantes políticos o sindicales, extranjeros indocumentados y cualquier persona -delincuentes, enfermos mentales, etc. – que pudiera amenazar la seguridad nacional, como los miles de detenidos y expulsados por «actividad subversiva» durante el Gran Pánico Rojo [Great Red Scare].
Sin embargo, señala Goodman, en los Estados Unidos la propia palabra «deportado» sigue siendo sinónimo de «mexicano». En la década de 1930, en plena Gran Depresión, [el presidente] Herbert Hoover desencadenó una de las campañas de expulsión más feroces de la historia: se vieron expulsadas casi dos millones de personas de origen mexicano, muchas de ellas con ciudadanía norteamericana, tal como documentaron Francisco Balderrama y Raymond Rodríguez en Decade of Betrayal: Mexican Repatriation in the 1930s [La década de la traición: La repatriación mexicana en los años treinta] (1995).
Durante la Segunda Guerra Mundial, la maquinaria de la deportación funcionó bajo la lógica de la seguridad nacional: miles de ciudadanos estadounidenses de origen japonés fueron internados por una orden firmada por Roosevelt, mientras que las expulsiones afectaron asimismo a alemanes e italianos considerados «extranjeros enemigos».
Después, en la década de 1950, Dwight Eisenhower lanzó la Operación Espalda Mojada [Operation Wetback], otra enorme operación que arrastró a cientos de miles de trabajadores mexicanos y mexicano-norteamericanos mediante incursiones, redadas, detenciones arbitrarias y otros abusos violentos. Las banderas mexicanas visibles hoy en Los Ángeles no son mero nacionalismo «latino»: llevan la memoria y la resistencia de las comunidades mexicanas dentro de Estados Unidos.
Además, la deportación como herramienta de gobierno no es en absoluto una peculiaridad derivada de algún tipo de «excepcionalismo norteamericano». Conocemos su trágica historia en Europa, una historia que no ha quedado en absoluto atrás, como demuestra no sólo el nuevo delirio racial de la Italia posfascista de «deportarlos a Albania», sino también el Nuevo Pacto Europeo sobre Migración y Asilo.
Aquí debemos añadir que fue con la expansión colonial cuando la deportación se convirtió en parte de una tecnología biopolítica y necropolítica más amplia para producir territorios y poblaciones nacionales. Los diversos proyectos coloniales de asentamientos -por no mencionar el sionismo en Palestina- utilizaron la deportación como dispositivo central de ingeniería social, racial, cultural y territorial.
Por un lado, el desarrollo del modo de producción esclavista, incluso antes de la trata de esclavos africanos, y el esquema de colonización de las tierras indígenas descansaban ambos en la deportación masiva desde Europa a las colonias, aplicada a convictos, disidentes religiosos y políticos, así como a los pobres, siervos y plebeyos que se resistían a la disciplina del capitalismo naciente. Por otra parte, en los territorios coloniales el ejercicio «soberano» de la deportación estuvo ligado a la expropiación, aniquilación, sustitución y reubicación forzosa de los pueblos indígenas, pero también a las revueltas de esclavos, rebeldes y nativos. Hay que subrayar este último punto: tanto en la transición de Europa al capitalismo como en sus colonias, la deportación tomó forma como respuesta soberana a una movilidad humana cada vez mayor.
Aunque la deportación de «indeseables» existe desde hace milenios -desde las civilizaciones mesopotámicas, pasando por la Antigüedad clásica y la Edad Media europea-, su verdadera consagración como práctica de gobierno reside en la colonialidad de la supremacía capitalista global moderna: en la trágica fusión de raza, capital y soberanía como dispositivo de dominación.
Podemos parafrasear la famosa sentencia de Malcolm X, «No puede haber capitalismo sin racismo», en el centenario de su nacimiento, y decir: «No puede haber capitalismo sin deportaciones». Y eso es exactamente lo que nos están diciendo algunas de las movilizaciones más significativas de la actualidad: desde los levantamientos globales por Palestina hasta los movimientos No Kings contra Trump, pasando por las luchas que resisten a la deriva autoritaria-securitaria en Italia.
es profesor de Antropología Cultural en la Universidad de Nápoles «L’Orientale». También ha impartido Metodologías de Investigación en la Escuela de Negocios y Gestión del Queen Mary College. Entre sus publicaciones se cuentan “Stuart Hall: Cultura, Razza e Potere” (Ombre Corte, 2015), “Cittadinanze Postcoloniali. Appartenenze, razza e razzismo in Italia e in Europa” (Carocci, 2012), “Post-Orientalismo. Said e gli studi postcoloniali” (Meltemi, 2009), “La Cultura e il Potere. Conversazione sui Cultural Studies” (Meltemi, 2006), y “La Critica Postcoloniale. Decolonizzazione, capitalismo e Cosmopolitismo nei Postcolonial Studies” (Meltemi, 2005). En español se ha publicado “Gobernar la crisis de los refugiados. Soberanismo, neoliberalismo y acogida en Europa” (Traficantes de sueños, 2021) y con Stuart Hall, “La cultura y el poder. Conversaciones sobre los Cultural Studies” (Amorrortu, 2011). Fuente:
il manifesto global
Fuente Sin Permiso
 

 
                     
                       
                       
                       
                       
                      