Carta de una mujer sufrida
Marcelo Colussi
Documento de docuficción, pero inspirada en la más descarnada realidad
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Ustedes se preguntarán ¿para qué escribo esta carta? Pues bien: por varias razones. Hasta lo respondería de un modo provocativo: ¿por qué no escribirla?
Soy una mujer, y eso solo ya da motivo para escribir algo que denuncie. ¿Por qué? Porque, lamentablemente, las mujeres tenemos mucho, muchísimo, demasiado que denunciar. ¿Por qué yo ahora, con toda la humildad del caso, estoy escribiendo esto? Porque estoy bastante harta de recibir golpes y golpes, y de encontrar muy escasos medios para contar mis penurias. Y mucho menos aún, para evitarlas. Estoy harta de encontrar los caminos cerrados, burlas, agravios, golpes y más golpes. Y los golpes, por cierto, no son solo físicos. A veces, incluso, esas agresiones, esos golpes morales, si podemos llamarlos así -la discriminación, la exclusión, el descrédito-, son peores que los físicos. ¿Hasta cuándo todo esto?
Inmediatamente me parece imprescindible aclarar algo: mis penurias son, salvando quizá algunas distancias, las mismas penurias que sufrimos las mujeres en general, en cualquier parte del mundo. Podrán decir que escribo esto, entonces, desde el resentimiento. Pues sí y no. No estoy resentida con nadie en particular. No se trata de cuestiones personales, de tal o cual ser humano al que me refiero, al que odie en especial, no se trata de un rencor personalizado. Por eso esto no conlleva animadversión contra nadie, pero sí una profunda carga de odio -¿por qué ocultarlo?-, un odio, una profunda antipatía, una honda animosidad contra una injusticia que recorre nuestra sociedad planetaria. Soy una más, una simple mujer más de esos millones y millones de mujeres que sufrimos, todos los días y de distintas formas, pero sufrimos. ¡Y mucho! Puedo decir entonces, y esto no significa altanería alguna, que hablo en nombre de todas las mujeres, hablo con un gran sentimiento de cólera, de ira. De odio, si lo queremos ver así.
¿Acaso no se vale tener odio? El odio es un sentimiento tan humano como el amor, el miedo, la envidia, el orgullo, la felicidad y algunos más. Por supuesto que, a veces, odiamos. ¿O nos tenemos que tragar esa infame mentira de que nos amamos todos, por igual y sin condiciones? Si así fuera, el mundo sería muy distinto, y no habría todas las interminables injusticias que pueblan nuestras vidas. A quienes fuimos criadas o criados en la fe católica se nos enseñó que, si somos abofeteadas en una mejilla, debemos poner la otra. Suena muy altruista eso, pero no es real. El odio es una reacción natural, normal, absolutamente normal y esperable ante un ataque injusto, ante un atropello. ¿Por qué yo iría a amar a quien me viola? Dios, si es que existe -al menos el que manda en nuestro barrio, ese tal Jehová, porque hay muchísimos más dioses por allí-; pues bien: Dios, en su infinita bondad, podrá querer a todos. Yo, lo digo con todas las letras, no. Y las religiones -o, al menos la católica, que es la que conozco- habla todo el tiempo del amor. Pero eso es una hipocresía. En nombre del amor en el medioevo europeo se quemó a medio millón de personas, mujeres fundamentalmente, por considerarlas brujas, amantes del demonio, poseídas diabólicas. Y en nombre de ese amor y la evangelización para sacar del supuesto salvajismo a los pueblos originarios de América, se mataron millones y millones de seres humanos. ¿Pero cómo: tendríamos que amar a quienes nos destrozan? ¡Por favor! ¡Eso es una patraña, una pazguatería mayúscula, muy hipócrita por cierto!
Me parece que odiar, a veces y dada ciertas circunstancias, es humano, es normalmente humano. Incluso puede ser la reacción más acorde, porque -no hay que olvidarlo nunca- amamos solo con cuentagotas. Amamos a veces, en momentos especiales de la vida, y el llamado “amor eterno” -quizá solo el de las madres por los hijos puede serlo- no dura mucho. No amamos a toda la humanidad. Yo no puedo amar a quien me mortifica, a quien me agravia. Extremando las cosas, puedo entender el porqué de una injusticia, pero no puedo justificarla, avalarla. Decir que amamos a todos por igual, perdonando con el corazón abierto a quienes nos aplastan, me parece que no pasa de quimera, de formulación bastante cuestionable. Yo no pido amor para todo el mundo: pido justicia, que no es lo mismo. No pido venganza, que tampoco es lo correcto: “ojo por ojo, diente por diente”. Pido, exijo, reclamo con todas mis fuerzas justicia. Justicia, es decir: equidad. Exijo que se reconozcan las asimetrías, los daños que nos producen, y que se supriman. Lo exijo categóricamente, y trabajo con todas mis fuerzas para lograrlo. No solo para mí, por supuesto, sino para que el colectivo, para que la gran masa humana pueda cambiar. ¿Cómo voy a amar al que me daña? ¿Cómo voy a estar conforme y convivir en paz con quien me abusa, con quien me aplasta, me trata como cosa, me atropella y me denigra? Dios lo podrá hacer, en su infinita bondad. Los simples mortales como yo, por supuesto que no. Yo quiero -¡y necesito!- justicia. Nada más.
Por eso digo -y no me da vergüenza expresarlo así- que guardo un profundo rencor contra todas las injusticias. Pero hoy, en esta humilde carta, sin dudas mal escrita -no soy una escritora profesional- me voy a referir a las injusticias que sufrimos nosotras, las mujeres.
Soy una mujer latinoamericana, de extracción muy humilde, nacida y crecida los primeros años de mi vida en el medio rural, ahora -en el momento de escribir esta misiva- de mediana edad, heterosexual, sufrida como todas las mujeres, y que tuvo la suerte de poder capacitarse, de llegar -no sin muchísimo esfuerzo- a la educación superior, obteniendo títulos universitarios. No tengo hijos por decisión propia. Pese a mi edad -ya no soy una jovencita- sigo teniendo bastantes atractivos físicos, por lo que continúo siendo objeto -¿o víctima?- de continuos cortejos y coqueteos por parte de varones.
Aclaro rápidamente que no soy de la idea, como sí lo son algunas mujeres que participan en movimientos feministas radicales, en algunos casos levantando la figura icónica de Lorena Bobbit, que el hombre, el varón, es el “depredador natural” de las mujeres. Aquí no hay naturaleza alguna: hay sociedad, hay historia, hay cultura aprendida y transmitida. Punto. Las diferencias de género, los abusos masculinos, la ideología patriarcal, todos esos adefesios que encontramos en nuestras vidas, no son naturales; son aprendidos. Por tanto, se pueden, ¡y se deben!, cambiar. Si alguna vez empezaron, alguna vez pueden terminar.
El patriarcado que vivimos nos toca a todas y todos por igual. Y agregaría también: a “todes”, como se dice ahora. Las mujeres, por supuesto, llevamos la peor parte en esto. Los golpes los sufrimos nosotras. Es muy raro, rarísimo diría, que a la emergencia de un hospital llegue un hombre golpeado por una mujer; lo contrario, es moneda corriente, sucede todos los días. Con el agravante que, en muchísimos casos, esas mujeres agredidas no se atreven a denunciar los agravios, por una suma muy compleja de asuntos. Los hombres están muy tranquilos con su posición de dominación, y nadie quiere soltar mansamente su lugar de privilegio. Como se ha dicho por allí: el poder no se mendiga, se arrebata. En este caso, el poder masculino debe ser confrontado, denunciado, atacado por todos los frentes.
Ahora bien: ¿cómo hacemos nosotras, las mujeres, para arrebatarle el poder a los hombres? Cuidado con esto: aquí no podemos cortarles la cabeza, como se hizo en la Revolución Francesa, a esos parásitos de los reyes y los nobles. Allí fue claro: los nuevos poderosos le dijeron basta a los antiguos poderosos, y los industriales urbanos, con dos mil guillotinados -condes, duques y marqueses- tomaron el poder construyendo esta sociedad que hoy tenemos, y que llamamos -hipócrita eufemismo- “democracia”. Ahora, con el patriarcado, no podemos cortarle la cabeza a nadie. ¿Por qué habríamos de cortársela? No es así la lucha. ¿Acaso hay que meter preso al albañil que, desde el andamio, le silba a la muchacha que pasa caminando? ¿Así se resolvería el patriarcado? Evidentemente no. Ese albañil, machista como es por herencia cultural, no es el culpable directo de su conducta agresiva: es también una víctima. ¿Se imaginan qué pasaría si la mujer que es agraviada con un piropo sexista se da vuelta y lo invita a tener sexo a ese albañil que le chifló? “Vamos, yo pago el motel”. Como mínimo, este pobre “macho” se asustaría tanto que no entendería lo que está pasando, no saliendo de su asombro. Quizá, ni erección tendría. Por eso digo que el patriarcado debe trabajarse con todos los componentes de la ecuación al mismo tiempo. Hacer lo de Lorena Bobbit no es el camino.
Luchar contra esta lacra infame del machismo implica un trabajo arduo, muy complejo, con muchas aristas. Hay que incidir en la cultura a través de los medios masivos de comunicación, hay que poner el tema en la agenda del debate público, hay que incidir en las legislaciones. Ya se ven cambios en el mundo, pero esto va muy lento. Tenemos países donde, por ejemplo, ya se acepta el matrimonio igualitario, y al mismo tiempo, otros donde todavía se obliga a las mujeres a taparse la cara en público y se realiza la ablación clitoridiana en el entendido que el único que tiene derecho al goce sexual es el hombre. Como vemos, aún hay mucho, mucho, muchísimo que avanzar en este terreno.
Como decía: esto de la equiparación de los géneros, de la equidad y la justicia, es un tema que toca al colectivo. Todo el mundo, hombres y mujeres y toda la diversidad que se quiera, debe cambiar. Los hombres, espontáneamente, no van a querer dejar su sitial de honor. Eso hay que forzarlo, y no se logra abominando de ellos, cortándoles la cabeza…, o el pene. En todo caso, se podrá lograr -con el tiempo y con mucho esfuerzo- generando otros valores, una nueva ideología, incidiendo en el día a día. En otros términos: generando una nueva sociedad. El capitalismo ha dado sobradas muestras que tiene como muy funcional el patriarcado; el socialismo, sin dudas, es la esperanza de algo nuevo.
Yo estoy convencida que eso es posible -cambiar el patriarcado y cambiar la sociedad en que vivimos, el capitalismo explotador y depredador-, pero implica un trabajo a muy largo plazo. Estas cosas socioculturales no pueden cambiar por decreto. Yo demoré años en poder ir cambiando y entendiendo todo esto. Y en los países socialistas, por decreto no terminó el machismo. Estamos ante procesos complicados, a largo plazo, difíciles.
Como les dije, yo vengo del monte. Me crié en una zona rural de extrema pobreza. Recién a los catorce años, cuando marché a la ciudad, usé zapatos por primera vez. Empecé trabajando como empleada doméstica en una casa de ricos. El señor era militar; coronel creo, o general, y luego se jubiló y puso una empresa de seguridad. Entre él y su hijo mayor, que por ese entonces tenía veinte años, me hacían la vida imposible. Yo ya era una mujer hecha y derecha, bien desarrolladita. Sé que era muy bonita, muy atractiva; no tengo la culpa de haber nacido con ese cuerpo. Otras mujeres me decían que me envidiaban. Veo que llamaba mucho la atención de los hombres. Estos dos imbéciles para quienes trabaja me vivían toqueteando. Yo me defendía escapándome, pero siempre estaban acosando. La señora de la casa -una vieja insufrible, que siempre me trataba mal, a los gritos, casi insultándome- se daba cuenta de este acoso, pero se hacía la desentendida. Sé que sabía que su esposo tenía varias amantes, pero ella prefería hacerse la tonta. Su comodidad económica parece que le interesaba más que su dignidad como mujer. Y como toda mujer, aunque tenía un muy buen pasar, también era víctima del patriarcado.
Yo trabajaba seis días a la semana, sin horario, desde las cinco de la mañana hasta las diez de la noche. Y a veces, de madrugada, llegaba alguno de los hijos con su automóvil, y a los bocinazos me despertaba para que le abriera el portón de entrada. El señor y la señora, por supuesto no se iban a levantar. Los domingos, que era mi día libre, pero cada dos semanas, no tenía dónde ir. Todavía no había hecho amigas en la ciudad el primer tiempo en que llegué, por lo que me quedaba en la casa, y si bien era mi día de descanso, siempre me hacían trabajar algo. Los domingos iba a misa toda la familia: padre, madre y los tres hijos. No sé para qué. Eso de golpearse el pecho haciéndose los buenos y luego maltratar en forma inmisericorde a la empleada y andar acosándola en cada rincón de la casa no me parece muy cristiano. Pero así son las religiones: siempre tienen algo -o mucho- de engañosas. Los curas hablan del amor al prójimo, y muchas veces se terminan agarrando a un muchachito como objeto sexual. ¡Qué vil mentira! Una vez escuché una canción que me pareció genial -no sé quién es el autor, pero me gustó mucho-: “¿Que dios vela por los pobres? Tal vez sí y tal vez no. Pero es seguro que almuerza en la mesa del patrón”.
Otra vez escuché algo que me espantó, y fue lo que me llevó a salir de ese trabajo de doméstica. Mientras estaba planchando toneladas de ropa, en la habitación contigua hablaban el hijo mayor con un par de amigos. Uno de ellos recuerdo que le preguntaba: “¿qué harían en tu familia si la empleada sale embarazada, siendo tuyo o de tu viejo?” Y muy fresco el hijo de puta este contestó: “¡la echamos! ¡Qué vergüenza para la familia si se enteraran!”. Al día de hoy todavía me sigue dando escozor eso. ¿Se imaginan? Yo sería la culpable, no los violadores.
Bueno, así es nuestra situación como mujeres: el poder masculino siempre nos pone como lo peor, las diabólicas, las que tentamos a los pobres varones. ¡Hasta en la Biblia dice eso! Y en el Corán también. Nosotras somos la fuente del pecado. ¡Qué ironía! Nos violan, nos usan, nos maltratan…, y nosotras somos las responsables. Bueno, cortándole el miembro a algún machito por allí, no se arregla la situación. Cambiar todo eso implica un arduo trabajo político e ideológico. Pero no me quiero extraviar en lo que les estaba contando.
Salí aterrorizada de esa casa, donde me hacían usar siempre uniforme y me maltrataban. No tenía muchos lugares donde ir, y siendo todavía una adolescente -tenía entre dieciséis y diecisiete años para ese entonces- ni sabría decir con precisión cómo, terminé con un tipo que fue lo peor que me pasó en mi vida. Dado que me vio perdida, extraviada en la ciudad, sin saber dónde ir, se acercó. Me prometió lo mejor de lo mejor, y me llevó a una casa muy lujosa. Para mí era todo novedoso eso, y dada mi ingenuidad, me creía todo. Pero rápidamente desperté. Sucede que cuando lo hice, ya era demasiado tarde: estaba prostituida en un burdel de lujo.
Insisto: ese fue el peor momento de mi vida, lo más execrable que pasé, horrendo, abominable. Como me sobraba juventud y belleza, me pusieron como la número uno del grupo. Era un prostíbulo VIP. Al principio no sabía qué significaba eso, pero después me fui enterando: en inglés, quiere decir “Persona Muy Importante”. Saber eso me espantó. Yo me preguntaba: ¿cómo?, ¿hay personas muy importantes y otras que no importan tanto? ¿Quién decide las que son importantes? Después, saliendo de mi ingenuidad -por jovencita y por venir de una aldea- fui entendiendo. El mundo está hecho así: están los “importantes” -que siempre son muy pocos, un puñadito- y nosotras y nosotros, los “comunes”, quienes parece que no somos tan importantes. Las mujeres, por supuesto, llevan la peor parte en esto, porque somos las menos importantes, las que recibimos los agravios, los embarazos muchas veces no deseados, las ofensas, cuyos cuerpos están sexualizados, convertidos en objeto para el solaz masculino, condenadas a sufrir. En general, todas las mujeres hacen el oficio doméstico; pero es tremendamente injusto la forma en que se ven esas labores. A veces se pregunta: “¿trabaja tal fulana?” “No, es ama de casa”, es la respuesta. ¿Acaso eso no es trabajo? ¿Por qué estamos tan desvalorizadas? En nuestros países, que llamamos occidentales, los hombres pueden tener legalmente una mujer, las otras que tienen son aventuritas, amantes, travesuras. En otras latitudes, los musulmanes -los ricos, claro está- pueden tener hasta cuatro esposas simultáneas. Pero si una mujer se mete con varios hombres al mismo tiempo, por el contrario, es una puta.
Hasta en los improperios rige el patriarcado, el machismo más visceral y repugnante: el peor insulto que se le pueda dar a una persona es “hijo de puta”. Es decir: hijo de una mujer que tiene varios hombres. ¿Por qué a los hombres se les tolera, o se les permite oficialmente, hacer lo que para las mujeres es un escarnio, la conducta más reprobable, una mácula imperdonable? Ser hijo de un mujeriego no es, en principio, desvalorizante. Pero ser hijo de una mujer con muchos hombres, lo que llamamos una puta -trabajadora sexual, más correctamente dicho- es terrible, una ofensa imperdonable, un agravio sin par. ¿Hasta cuándo todo esto?
Como venía contándoles: la cuestión es que yo quedé esclavizada en este lugar, en ese infame lupanar de lujo, y tenía que atender clientes “de alta gama”, como me decían. Estaba vigilada todo el tiempo; solo podía salir a la calle acompañada de una o dos personas, que me cuidaban como si fuera una presidiaria peligrosa. Entre esos clientes, recuerdo que había de todo un poco: empresarios de mucho dinero, narcos que venían con muchos escoltas, y también recuerdo que llegaba un obispo. Era un gordo asqueroso que me hacía hacerle sexo anal con un juguete sexual. ¡Qué viejo repugnante! Y entre tantos clientes “importantes” que llegaban, una vez vino la esposa del coronel. Cuando me vio, se hizo la tonta y se ocupó con otra muchacha.
En ese horrible lugar estuve más de dos años. Sufría como condenada, siempre buscando la manera de escapar. Hasta que lo logré. Me da un poco de vergüenza contarlo, pero ya es hora de hacerlo. Seduje al guardia que me acompañó un día, y con ardides lo fui llevando a una escena seductora. Aprovechando el momento, lo empujé por unas escaleras. No sé qué le habrá sucedido; puede que haya muerto, porque cayó estrepitosamente y, al terminar de caer, golpeó contra una mampara de vidrio, que se rompió en mil pedazos. Yo aproveché para salir huyendo.
Fue difícil, porque salí corriendo y no llevaba más que la ropa puesta. Estaba sin dinero y sin documentos de identidad, así que la cosa estuvo bien complicada. No me pregunten cómo lo logré, pero a partir de allí comencé una vida nueva y con otro nombre. Las vueltas de la vida, ya con cerca de veinte años, me llevaron a conocer a un grupo de mujeres que luchan por la equidad de género. Ahí me preparé, intelectual, política y éticamente, y empecé a ver un mundo nuevo, a conocer cosas que nunca antes había siquiera sospechado.
Ustedes dirán cómo lo hice; pues bien: yo misma sigo asombrada de mi cambio, pero aquí estoy. No me voy a detener a contarles en detalle qué pasó en estas dos décadas desde que pude escaparme de aquel infierno del prostíbulo. Tuve varias parejas -ahora estoy soltera-, pude estudiar y terminar la escuela secundaria en modalidad para adultos. Luego ingresé a la universidad, vinculada siempre a grupos de derechos de la mujer, como activista. Al mismo tiempo trabajaba para ganarme la vida. Estuve en una fábrica textil, en una empacadora de carne, en un supermercado como cajera. Ningún trabajo es indigno, por supuesto; pero en todos, velada o no tan veladamente, estaba el acoso masculino. Ahí fui creciendo, sobreviviendo, aprendiendo de la vida -“aprendiendo a vivir se va la vida”, dijo alguien- y apoyada por muy buenas compañeras en muchos casos. No me quejo de mis parejas, pero todos, de un modo u otro, tenían sus infaltables rasgos machistas. Al final, me gradué en la carrera de Trabajo Social, y ahora estoy a punto de graduarme de abogada. Una sola vez salí embarazada, y decidí -o decidimos, mejor dicho, junto con mi pareja de entonces- abortar. No me arrepiento, porque la maternidad nunca fue algo que me sedujera.
No puedo decir que soy una mujer feliz, porque con el solo hecho de ser mujer, así se tengan todos los recursos económicos, siempre se lleva la peor parte. Y ni se diga si una es mujer pobre, proviniendo de una aldea atrasada, a la que siempre se la ve como “primitiva” y “salvaje”. Además, lo que ha sido mi vida personal, tan llena de golpes y amarguras, no me permite decir que soy feliz. Pero el haberme podido superar adquiriendo conciencia de mi situación como mujer y como pobre, me hace ver las cosas de un modo muy distinto. No soy feliz, porque las marcas indelebles de la vida ahí están, y duelen. Nunca fui con una psicóloga; quizá algún día lo haga Muchas veces no quiero recordar esas heridas, porque duelen mucho. Ahora fue necesario hacerlo, para transmitir a cabalidad el mensaje que deseo. Pero tampoco puedo decir que soy enteramente infeliz, porque en este momento tengo muchas más herramientas para afrontar la vida, y entiendo más a cabalidad las cosas. Puedo desenvolverme con más altura, con más solvencia, y eso no tiene precio.
Yo en particular -e insisto con esto: no quiero pasar por víctima- sufrí mucho, quizá más que otras mujeres. Con todas mis cuitas al hombro -semi analfabeta hasta mi adolescencia, empleada doméstica super explotada, trabajadora sexual esclavizada, obrera en una fábrica, en mayor o menor medida siempre explotada como asalariada, piropeada todo el tiempo por la calle, denigrada por mucha gente por el solo hecho de ser mujer y pobre-, puedo decir que nunca recibí violencia física, nunca nadie me puso una mano encima para dañarme. Los clientes que atendí sexualmente nunca me pegaron; tocaban mi cuerpo, sin pegarme, pero no llegaron a tocar mi dignidad, porque aquí estoy viendo con ojos críticos todo eso. Esos hombres eran también, a su modo, víctimas del patriarcado. Pero son innumerables las mujeres que reciben golpes de sus parejas, en la mayoría de los casos sin poder reaccionar. Yo, felizmente, con el paso del tiempo pude llegar a tener estos instrumentos que me permiten saber defenderme y defender a otras mujeres. Y tal como dije al inicio de esta carta, también para tratar de incidir en la cultura dominante, para que los mismos hombres sean los que empiecen a cambiar, comenzando un trabajo de auto revisión crítica.
Cambiar las cosas -el patriarcado, por ejemplo, o la injusta y abominable sociedad capitalista- implica procesos espinosos, muy complejos, plagados de obstáculos. En todo eso, que no son meros cambios parciales, tiene que involucrarse toda la sociedad, toda completa: hombres, mujeres y toda la diversidad que se quiera, rurales y urbanos, trabajadoras y trabajadores manuales e intelectuales, artistas, desocupados, hippies, jóvenes y no tan jóvenes, etc. Son tareas colectivas. Si no, seguimos peleando por parcelitas pequeñas: yo por aquí con mis reivindicaciones, por allá otros u otras con sus luchas sectoriales, más allá otro grupito, todos desconectados y, en general, dependiendo de ese engendro repulsivo que llaman cooperación internacional -pero que lo que menos hace es cooperar- que es quien pone los financiamientos y, lo peor de todo, las agendas.
Si aguantaron leer esto hasta el final, lo agradezco. Para mí es muy importante dar a conocer todas estas cosas, porque es una muestra -quizá pequeña- de los indecibles sufrimientos que pasamos las mujeres. No pretendo en lo más mínimo ser melodramática, lacrimosa, dejar una sensación de “pobrecita sufrida”, llamando a la conmiseración. Esta humilde y mal redactada carta es, ante todo, un llamado a la lucha. Gracias por leerme, y ¡a seguir luchando!
