La triste situación de los guatemaltecos

JAIRO3

Autor: Jairo Alarcón Rodas

Si nos cruzamos de brazos seremos cómplices de un sistema que ha legitimado la muerte silenciosa.

Ernesto Sábato

Lo habitual de vivir en un país como Guatemala es que, peligrosamente, provoca, en muchas personas, insensibilidad ante hechos y situaciones lacerantes que humanamente no deberían ser aceptadas, pasadas por alto y, por el contrario, debieran inquietar y conmover a los que toman conciencia de ello, alzar la voz y protestar enérgicamente ante cualquier acto de injusticia y corrupción.

Un país en donde el pensamiento crítico se mantiene ausente, en el que una oligarquía retrógrada e intransigente ha impedido que el país se democratice y se modernice, en donde las ideologías religiosas imperan impidiendo la trascendencia del pensamiento, en una sociedad plagada de miedos y los gobiernos de turno superan al anterior en corrupción y despotismo, los antivalores se instalan con virulenta complacencia e impunidad. Con ello el desinterés, la apatía, la displicencia también se hacen presente.

Un país en el que no se protege a la niñez ni a la vejez, en un sistema en donde las asimetrías sociales son tan grandes y condena a muchos a la miseria, un Estado dentro del cual impera una derecha intransigente que no se inmuta que los más vulnerables sean sacrificados para calmar la gula y glotonería de los gobernantes a su servicio a cambio de mantener sus privilegios y excesos; una oligarquía a la que no le importa la corrupción en la que está sumido el país, pues son parte de ella, se benefician y mientras aseguren sus ganancias, cualquier sacrificio de otros, por abominable que sea, no les importa.

No obstante, muchos indiferentes a la crisis social del país piensan que lo que ocurre es parte de la cotidianidad que se ha venido gestando desde hace muchos años y se ha convertido en norma, estableciendo un triste escenario del folclore, de una sociedad en crisis que se niega a transformarse y a democratizarse. Así, constituyéndose para ellos en algo normal, de lo que no hay que extrañarse pues es parte de la dinámica social del país y que es muy difícil cambiar, es preferible no intentar modificar la situación, es mejor sumergirse en el silencio.

La indiferencia quizás sea motivada por el creciente individualismo, fomentado en el capitalismo, que da lugar al egoísmo y al incumplimiento de las normas que deberían regir a una sociedad. De ahí que, ante una situación que afecte a un sector de la sociedad o persona en particular, si eso no perturba directamente, perjudica a los demás, estos no reaccionan. Si se ven en peligro, no habrá forma de que muestren su solidaridad ante las desgracias de otros.

Es más, si algo no los afecta, no les representa ningún problema personal inmediato y, por el contrario, un riesgo, consideraran que es mejor cerrar los ojos a tales hechos que involucrarse en ellos. No comprenden los indiferentes que, a la larga, el impacto será en contra de la sociedad, lo que indudablemente tendrá repercusiones negativas para todos.

El ceder ante una situación, por aciaga que esta sea, constituye una forma de adaptabilidad de aquellos que rehúsan luchar en contra de una circunstancia por hostil que se presente dado que ven en riesgo su seguridad. Actitud que es el resultado de verse impotentes para resolver dichas situaciones de forma individual, dado que no han podido construir una actitud solidaria como resultado de los valores que han aprendido en un sistema que pone más atención al dinero que a las personas.

Así, se mantienen al margen de lo que sucede, por decisión personal, en función de su estabilidad, por lo que se convierten en presa fácil y sucumben a los evasores y distractores que inhiben su pensamiento o bien, porque se ven favorecidos, obtienen beneficios de tal crisis. Sin embargo, sea cual fuere las motivaciones de estos, al final, todos resultan perjudicados. Una sociedad con problemas sociales que genera discordia no puede tener paz ni tranquilidad.

Paulatinamente, valores como la solidaridad, la fraternidad, la generosidad son sustituidos por criterios individualistas, egocentristas, que se imponen haciendo a un lado cualquier intención que pretenda el rescate de la sociedad sobre la base de la justicia y la equidad. De ahí que la sociedad se convierte en una jungla, en donde cada uno se salva como pueda a través de todo tipo de recursos, sean legales o ilícitos, lo que redunda en detrimento para la propia existencia social, en perjuicio de los demás.

No importa que el país se desangre, que la niñez esté condenada a la desnutrición, que los ancianos tengan que recurrir a pedir en las calles o a vender dulces para sobrevivir, que Guatemala se hunda en la corrupción, en la miseria, ya que este país apesta a indolencia y los que callan ante tales desgracias también son cómplices de esa maldad. Es claro que este país se encuentra inmerso en una de las peores crisis de su historia y, desde luego, bajo el control del crimen organizado, consecuentemente, la sociedad continúa con la perversa sinergia de la indiferencia.  

Sin embargo, la situación que se vive en Guatemala enardece a aquellos que se niegan aceptar la vía del emprendimiento, del individualismo y de la competencia, consecuentemente, del egoísmo, como el proceder apropiado para lograr el bienestar pues en ello se antepone el éxito, en donde el fin justifica los medios, a un accionar responsable y honesto en sociedad. Con ello se incuban valores disociadores como lo son la corrupción y el engaño.

Cerrar los ojos ante los males que aquejan a este país, no solo muestra la insensibilidad ante el dolor ajeno por parte de sus habitantes, sino deja entrever la irresponsabilidad política, la ausencia de una conciencia social en Guatemala. Profundizando en el asunto, puede decirse que todo el deterioro del tejido social es debido a la decadente condición de un sistema que persiste en imponer una ideología a todas luces inhumana para mantener su vigencia. No obstante, la cruel realidad de los guatemaltecos, con sus miserias, tristezas y desengaños, merece un despertar.

Así, un país en el que se privilegia a las mercancías sobre el valor y condición humana no puede llamarse democrático, constituye un Estado fallido, al servicio del crimen organizado, de las mafias y debe ser denunciado públicamente y combatido lícitamente. Hacer conciencia de las atrocidades que comete el gobierno es una obligación de todo aquel que posea conciencia social y ciudadana, que se sienta y asuma su condición humana.

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