El Misterio de la Colina Encantada y su paso misterioso.

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Por Luis Armando Ruiz

Hace mucho tiempo, en las tierras verdes y montañosas de Guatemala, cerca de un pueblo Tz’utujil donde los ríos murmuraban y los árboles susurraban secretos antiguos, existía un lugar mágico que hoy conocemos como el «Paso Misterioso». Pero este no siempre fue un sitio de maravillas. Hace siglos, ocurrió allí una historia que los ancianos aún relatan bajo el resplandor de la luna.

En aquellos días, llegaron al valle unos hombres extraños, vestidos con armaduras que brillaban como espejos y montados en bestias de cuatro patas nunca antes vistas. Eran los conquistadores españoles, venidos de tierras lejanas con corazones llenos de codicia. Querían apoderarse de las riquezas de los pueblos mayas, cuyas aldeas estaban repletas de maíz dorado, esperaban mucho oro que con mucha tristeza no encontraron. Su llegada trajo una gran tristeza: destruyeron aldeas, robaron el tesoro más preciado, hicieron encomiendas y repartimientos, la población maya fue esclavizada y para llamarles siervos.

Entre esos conquistadores, había una pequeña escuadra de cinco o más hombres, liderados por un capitán cruel, el primero de los Arzú, ese era su nombre. Esta escuadra, cegada por su ambición, cometió actos terribles contra el pueblo Tz’utujil, dejando tras de sí un rastro de dolor. Pero la tierra, sabia y antigua cambio de dueño, pero no olvida. Una noche oscura, mientras huían con su botín, los hombres se extraviaron en el denso bosque. Sus armaduras pesadas los hacían torpes, y el canto de los grillos parecía burlarse de ellos, los delataban.

Los Tz’utujiles, guardianes valientes de estas tierras, los encontraron. Liderados por el sabio anciano Tz’iquin, cuyo nombre evocaba al «Señor de la Casa del Pájaro» y cuya mirada era tan profunda como el lago Atitlán, los capturaron sin derramar una gota de sangre. Tz’iquin habló con voz firme pero tranquila:


Han herido nuestra tierra y a nuestro pueblo. No los castigaremos con violencia, pues los espíritus del bosque nos enseñan que la justicia debe sanar, no destruir. Desde hoy y hasta el fin de sus días, trabajarán para reparar el daño que causaron. Jalarán las carretas con los bienes de nuestras comunidades y aprenderán el valor del esfuerzo y la humildad.

Los cinco conquistadores, temblando de miedo, aceptaron su destino. Día tras día, bajo el sol ardiente y la lluvia suave, jalaban pesadas carretas llenas de maíz, telas y vasijas para las aldeas sobrevivientes. Sus manos, antes acostumbradas a empuñar espadas, se llenaron de ampollas. Pero el verdadero castigo llegó después. Tz’iquin, guiado por los espíritus de la tierra, los llevó a una colina encantada, un lugar donde el mundo parecía torcerse. Allí, les ordenó empujar las carretas hacia arriba, una y otra vez, sin descanso.

Lo más insólito aconteció entonces. Al soltar las carretas, estas no se deslizaban hacia abajo, como toda carreta debería. ¡No! Ascendían solas por la pendiente, como si un susurro invisible las atrajera hacia el cielo. Eran sus propios espíritus, aún anclados a la vida, los que empujaban con jadeos de angustia. Los conquistadores, exhaustos y desconcertados, forcejeaban con todas sus fuerzas, pero las carretas, como si danzaran con burlona ligereza, subían sin precisar su esfuerzo, ciegas al verdadero peso de su castigo. Desde las alturas, los Tz’utujiles contemplaban, sus rostros serenos iluminados por una sonrisa sabia. «Este es el espíritu de nuestra tierra, su magia indomable», proclamaban. «La colina sentencia a quienes osan romper su sagrado equilibrio».

Los años pasaron, y los cinco conquistadores envejecieron empujando las carretas, hasta que uno a uno dejaron este mundo. La colina, guardiana implacable, no olvidó jamás. Los espíritus de la tierra, encendidos por la furia ante el daño infligido, tejieron un castigo que trasciende la vida misma. Desde entonces, los espectros de aquellos cinco hombres, atrapados en el «Paso Misterioso», vagan sin reposo. Día y noche, invisibles pero eternos, empujan con sus sombras las carretas de antaño y los carros modernos que cruzan su sendero. Hasta las botellas de aguardiente o el agua derramada, danzando en la pendiente, son movidas por estos «los sin gracia«, condenados a un esfuerzo inútil bajo el susurro vigilante de la tierra, como si la tierra misma los rechazara.

Los Tz’utujiles contaron esta historia a sus hijos, y estos a los suyos. Dicen que el espíritu de la colina sigue vigilando, asegurándose de que nadie olvide la lección: quien lastima a otros debe trabajar para sanar, y la naturaleza siempre guardara sorpresas para los que no la escuchan. Hoy, si vas por el «Paso Misterioso» de Patulul a San Lucas Tolimán, puedes para y probarlo por ti mismo la presencia de estos seres. Detén un carro en la subida a la colina, aférrate al timón, el freno suéltalo, y verás cómo sube solo, verás como los fantasmas de aquellos cinco conquistadores aún empujaran, atrapados en su castigo eterno. Y si aguzas el oído en la quietud, tal vez sientas la brisa cargada del sudor de los espíritus, un eco frío de su eterno afán, mientras el viento susurra la leyenda del Señor de la Casa de los Pájaros. Sus voces fantasmales, apenas audibles, claman «¡Empujen, empujen!» en un lamento sin fin, entrelazado con los trinos vibrantes de las aves que custodian la colina encantada, donde la justicia de la tierra resuena eternamente.

El cuento dedicado a mijo a sus 6 pequeños años, hoy ya un hombre, merece conocer la verdad…

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