Una grieta en el muro de la anomia

-José García Noval | PUERTAS ABIERTAS–
Un día después de las elecciones generales de julio, al obtener los resultados que indicaban que se había escapado del pelotón un candidato inesperado, el doctor Bernardo Arévalo, todavía tímidamente y entre otras reflexiones, comuniqué a un grupo con el que compartimos distintos tipos de ideas, que el resultado me parecía que, como fenómeno social, era más importante que los acontecimientos de 2015 (sin menospreciar la importancia de estos). Unas semanas después pensé que la afirmación era correcta. Tal afirmación, por evidente que sea (o por discutible que sea), abre un espacio al diálogo político, y de manera notable, al psicosocial, en el que propongo preguntas con velos de afirmaciones a los expertos en esos temas.
La figura de una grieta como una oportunidad en una sociedad como la nuestra, la planteo ante una convicción que vengo remolcando en mi mente desde hace muchos años; y es la de que los pobladores de este país vivimos un deprimente estado de anomia. Como el concepto de anomia, inventado por Émile Durkheim, y la discusión continuada por sociólogos talentosos es bastante discutido en su contenido y hasta sobre su existencia, trasladaré mi idea de una manera más simple. En Guatemala vivimos un estado de ausencia, o de vigencia y cumplimiento, de normas para regular el comportamiento social y de colectividades (anomia), del que forma parte un estado psicológico social y moral, generado durante la última fase del conflicto armado interno, por una monstruosa violencia contra la población. Esa situación extrema desencadenó un fenómeno de autoalienación (o alienación subjetiva) en el cual sus formas están determinadas por las condiciones sociales y que lleva a las personas «a desinteresarse por el funcionamiento de lo que determina esa vida y, sobre todo, de la esfera política…» (Shaff). También podemos recurrir para la comprensión de lo que pasa en nuestra sociedad, quizás formando parte del mismo fenómeno, lo que en psicología denominan inhibición aprendida.
Para explicarlo de otra manera, sintetizada en frases cortas: las atrocidades provocadas por el statu quo en este país provocó lo que en otros textos ha sido llamado, astenia moral (por el mismo Durkheim), huida a la pasividad (Greg Grandin), letargo ciudadano, etcétera. Es decir, se trata de explicar cómo un individuo, o una población, puede caer en un foso de inacción en cuestiones importantes de su vida, porque internalizó el terror que se metaboliza a temor, desencanto y astenia o, justificación racionalizada.
Observar el fenómeno de la apatía ciudadana como derivado del grave acontecimiento histórico de violencia extrema resulta ser fundamental, pero a mi juicio es insuficiente. La apatía ciudadana tiene su gran determinante en esa historia represiva, pero no es ajena a otras de significativo calibre. Después de los Acuerdos de Paz se esperaba que las políticas de Estado, y con las lecciones aprendidas de la guerra, se encaminarían a solventar las carencias urgentes de la sociedad. Sin embargo, en general, las propuestas se orientaron a aceptar como el ideal de nueva sociedad los vientos de las políticas neoliberales y, con ello, los graciosos favores a los privilegios oligárquicos. Aunque no totalmente aparte de ese camino tortuoso los antecedentes y condiciones propiciaron otro tipo de degradación: la colosal y cínica corrupción que azota a la sociedad, aunque no necesariamente se perciban siempre con claridad los nexos directos con la formación histórica de la horda de políticos inescrupulosos y sus financistas de origen diverso.
El triunfo del candidato imprevisto, pero sobre todo el potente auge posterior es inédito, con una extensión fundamentalmente horizontal, especialmente en la juventud y en otros sectores antes olvidados que ahora emergen con personalidad.
Lo anterior tiene un significado y muy potente, y las hipótesis expuestas por analistas serios son, en mi opinión, acertadas. La más común es la del hartazgo (algo más que el cansancio) de cinismo depredador e impune de una banda de ladrones, a los que no se les puede beneficiar asignándoles solo ese calificativo por ser muy parcial. La magnitud del latrocinio de los recursos del Estado, más la magnitud de las prebendas a sectores que les garantizan su permanencia por interpenetración de intereses, tienen una secuela añadida de pobreza y miseria de la población; pero ese señalamiento es aún muy limitado, pues a nadie con un conteo normal de neuronas se le podrá escapar que provocan un significativo número de muertes de personas de edad diversa (y no solamente niños).
De este contexto de ideas se desprende que el despertar de la conciencia colectiva es el proceso fundamental de la liberación del estado opresivo que vivimos. Porque opresión es la ausencia de libertad de expresión, pero no es solo eso. Opresión es el hambre de quienes trabajan hasta el agotamiento sin espacios para su plena realización humana, opresión es la desnutrición con sus secuelas, como las centenarias y hasta hace muy poco reconocidas en voz baja en Guatemala, como el caso del déficit mental en niños malnutridos, pero sabidas desde hace muchas décadas por salubristas y pediatras (recordando el artículo Malnutrition and Mental Development in Rural Guatemala de Robert Klein y col. de 1977). Pero también existen otras consecuencias como las secuelas físicas, psicológicas y sociales que afectan a la clase media, derivadas de una administración pública ineficiente, en declive profesional y altamente viciosa. En esa línea debemos preguntarnos ¿qué efecto tiene en los niños de clase media subirse al bus escolar a las 5 de la mañana? ¿Qué efecto tiene en los padres levantarse a las cuatro de la mañana para poder cumplir con sus tareas cotidianas? ¿Qué efecto tiene la tortura del tráfico en su estado emocional y su relación intrafamiliar? ¿Qué impacto tiene la progresiva carencia de agua? Y para no continuar con la lista interminable, ¿cuál ha sido el papel del Estado en ese monumental deterioro? El etcétera será enorme y variado.
En este contexto, la sociedad necesita resolver un problema complejo, comprender lo que pasa (los grandes hechos), sus conexiones y sus principios; a partir de eso, despertar el gigante dormido, la decisión para reaccionar. Eso es lo que identifico en la actualidad como un paso hacia la ruptura de un letargo que tiene explicación histórica, actitud colectiva que esperamos que mantenga un paso firme, muy responsable y al margen las fiebres derivadas de esa pandemia crónica denominada saturación ideológica. En otras palabras, hacer el esfuerzo de propiciar diálogos que nos acerquen a la ética política de la responsabilidad. Pero ese es otro tema que hay que pensar y discutir con serenidad.
José García Noval

Médico graduado en la USAC. Medicina Interna Hospital San Juan de Dios y hospitales de Francia. Maestría en Medicina Tropical, Liverpool. Profesor e investigador en la Facultad de Ciencias Médicas de la USAC, actualmente jubilado. Artículos científicos en revistas nacionales e internacionales y dos libros: Para entender la violencia: falsas rutas y caminos truncados (Editorial Universitaria, USAC) y Tras el sentido perdido de la medicina (Avancso).
Fuente https://www.gazeta.gt/una-grieta-en-el-muro-de-la-anomia/