Un brillante manual de economía de izquierdas
Pratinav Anil
Capitalism and Its Critics [El capitalismo y sus críticos], de John Cassidy (Allen Lane, 2025).
El capitalismo tiene formas de confundir a sus críticos. Como uno de esos sacos de boxeo de feria, vuelve a levantarse cada vez que una crisis lo derriba. Friedrich Engels lo aprendió por las malas. «El crack americano es magnífico», se entusiasmó en una carta a Karl Marx en 1857: era la gran oportunidad del comunismo. Bueno, no del todo. Intervino el Tesoro de Estados Unidos, recapitalizando los bancos con sus reservas de oro; en Gran Bretaña se suspendió la Ley de Estatutos Bancarios para permitir la impresión de dinero. Se rompieron las reglas del juego y se salvó el capitalismo.
Así ha sido siempre. Cada vez que nos hemos acercado al precipicio, el todopoderoso gobierno se ha abalanzado para salvar la situación. El nombre del juego es «capitalismo gestionado» y ha sido un negocio en marcha durante más de 200 años. Este es el tema del nuevo libro de John Cassidy, una visión maravillosamente lúcida de los críticos del capitalismo, escrita en una prosa expositiva a la vieja usanza, aunque a veces un poco pesada comparado algunos que forman parte de sus temas, estimulantes estilistas como Marx y Carlyle.
La mitad del libro está dedicada a Mitteleuropa (donde nos encontramos con Karl Polanyi y Rosa Luxemburgo, ambos de gran actualidad en estos tiempos), India (J. C. Kumarappa, amigo de Gandhi y pionero de la economía ecológica) y América Latina (cuyos teóricos de la dependencia argumentaron que el mundo desarrollado estaba recogiendo los beneficios del aumento de la productividad a expensas del mundo en desarrollo). Cassidy se mantiene alejado de los matorrales de la teoría de György Lukács y Louis Althusser, así como de los caminos anticapitalistas más idiosincrásicos de Milovan Djilas y José Carlos Mariátegui. Aun así, sería de mal gusto quejarse de las omisiones en un libro que da cabida a 50 biografías abreviadas. Este es, con mucho, el mejor manual que he leído sobre las luminarias de la izquierda económica.
Los primeros socialistas, tal como muestra Cassidy, tenían poca fe en el gobierno y equiparaban el Estado con la corrupción de la clase alta. Muchos de ellos eran sentimentales o bichos raros. El socialista utilitarista William Thompson, por ejemplo, pensaba que era posible acabar con la «pasión por la acumulación individual» substituyendo sencillamente la competencia por la cooperación; los seres humanos que describe se parecen sospechosamente a los personajes de los Sims. El anticapitalismo de Carlyle («La adoración de Mammónn es un credo melancólico»), por su parte, le llevó a una posición favorable a la esclavitud.
La izquierda, tal y como la conocemos, se la debemos a Marx y Engels, que arremetieron contra la financiarización y la monopolización -la «concentración del capital»- y defendieron la planificación y la propiedad pública. Sin embargo, el derrumbe del capitalismo que preveían nunca llegó a producirse. Desde su punto de vista de 1840, los salarios se habían estancado a pesar de que los beneficios se habían disparado en los 50 años anteriores. Esta pauperización iba a acabar provocando a buen seguro la caída del sistema. Sin embargo, el siglo siguiente invirtió la tendencia: los salarios aumentaron más rápidamente que los beneficios y el capitalismo encontró nuevos campeones entre los trabajadores.
A diferencia del Engels propietario de fabricas, Keynes no era un traidor a su clase: «La guerra de clases me encontrará del lado de la burguesía cultivada». Su fórmula mágica de mediados de siglo, tipos de interés bajos e impuestos y gastos, condujo a un crecimiento y una estabilidad asombrosos a corto plazo. Rachel Reeves podría beneficiarse de su consejo para el gasto anticíclico: «el motor que mueve la empresa no es el ahorro, sino el beneficio».
Pero Keynes, tal como se quejaba Paul Sweezy, trataba la economía como si fuera una máquina que se podía mandar a reparar. Había «aspectos políticos del pleno empleo» que Keynes había ignorado, explicaba Michał Kalecki, camarada marxista de Sweezy. Bajo desempleo significaba una mayor fuerza de trabajo, y por tanto, más huelgas y mayores salarios e inflación. Predijo que se produciría una reacción capitalista.
Eso es precisamente lo que ocurrió en los años 70 del siglo XX. Milton Friedman defendió la existencia de una «tasa natural de desempleo», con lo que quería decir que se necesitaba más desempleo para destruir la fuerza de trabajo y presionar a la baja los salarios. Esto confirmó la observación de Marx de que un «ejército de reserva» de trabajadores desesperados sin empleo era la mejor arma que tenía el capital para paralizar el sindicalismo. Mientras que podía llamarse keynesiano a Nixon, sus sucesores, Carter y luego Reagan, se pasaron al neoliberalismo.
Continuaron los tipos de interés elevados y la legislación antisindical. Tras un breve paréntesis igualitario a mediados de siglo en el que el crecimiento económico superó la tasa de rendimiento del capital, lo contrario ha vuelto a ser cierto en nuestra propia edad dorada. Esta fue la intuición de Thomas Piketty, demostrada con la sofisticación de las estadísticas, en su obra El capital en el siglo XXI.
Cassidy, redactor del New Yorker, es generoso en sus juicios, y hasta en sus acusaciones. No hay un solo comentario sarcástico en estas páginas. No oculta sus cartas, pero sospecho que podría confesarse keynesiano. Hay una pista en su conclusión – «el capitalismo puede reformarse» – que me recordó la ocurrencia de Fredric Jameson de que es más fácil imaginar el fin del mundo que imaginar el fin del capitalismo.
Capitalism and Its Critics, de John Cassidy, ha sido publicado por Allen Lane (35 libras). Para apoyar a The Guardian, pida su ejemplar en guardianbookshop.com. Pueden aplicarse gastos de envío.
profesor de Historia en el St. Edmund Hall, Universidad de Oxford. Fuente:
The Guardian
