Przeworski, la crisis de la democracia y la insuficiencia del análisis liberal

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Marco Fonseca

Las recientes entrevistas que Luciana Vázquez y Patrick Iber le han hecho a Adam Przeworski sobre Trump y los riesgos de la democracia publicadas en La Nación y Nueva Sociedad son representativas de una larga tradición de pensamiento que marcó las ciencias sociales desde los años 80 y 90: la llamada transitología. Este enfoque, centrado en las transiciones democráticas latinoamericanas (y las de Europa oriental) de aquella época, enfatizó el papel de las élites, las reglas electorales y las instituciones como los principales garantes de la estabilidad democrática.

Hoy, frente a la ola de figuras como Donald Trump, Javier Milei, Nayib Bukele, Víctor Orbán o Daniel Noboa, este marco muestra sus límites. No se trata únicamente de erosiones institucionales o de un backsliding (regresión) lento y gradual, como sugiere Przeworski y como ha sido repetido por tanto analista. Lo que enfrentamos son restauraciones autoritarias que surgen de crisis profundas de hegemonía, donde las viejas élites pierden legitimidad y emergen proyectos que buscan reconstruir el orden estatal desde arriba, apelando a la concentración de poder, la represión y la deslegitimación de la disidencia.

El prisma institucionalista y sus límites

Przeworski es conocido por su definición minimalista de democracia: un sistema en el que los gobernantes pueden ser reemplazados por medios electorales o en el que los partidos pierden elecciones. En consecuencia, sus diagnósticos sobre la crisis democrática giran en torno a:

  • La erosión de las normas institucionales.
  • La concentración de poder en el ejecutivo.
  • El debilitamiento de la independencia judicial o parlamentaria.
  • El backsliding (regresión) democrático entendido como un retroceso paulatino y legalista.

Sin embargo, este énfasis en las reglas y en la dimensión electoral deja en la penumbra fenómenos decisivos de la política contemporánea: el vaciamiento simbólico y normativo de la democracia, el papel de los aparatos represivos del Estado, y la recomposición de nuevas hegemonías autoritarias.

Más allá de la erosión: restauraciones autoritarias

Hablar únicamente de “regresión democrática” es quedarse corto. Los casos actuales no son simples retrocesos dentro de un orden institucional todavía legítimo: son movimientos de restauración autoritaria que buscan reconfigurar el orden político desde arriba, presentándose como respuestas al descrédito del sistema.

A diferencia de la visión gradualista de Przeworski, lo que observamos son saltos regresivos más abruptos:

  • Trump se niega a aceptar la legitimidad de la alternancia, moviliza la violencia como recurso político y plantea el retorno de la lógica supremacista y la “edad dorada” de fines del siglo XIX, al mismo tiempo que arrasa con todo el estado de seguridad social y la gobernanza multilateral instalado a partir de la Segunda Guerra Mundial. Hay razones claras que explican su primera y segunda elección a pesar de haber intentado un golpe de Estado.
  • Milei apuesta a destruir el tejido institucional y social en nombre de una refundación ultraliberal.
  • Noboa recurre al estado de excepción permanente como forma de gobierno.
  • Bukele utiliza la popularidad electoral para justificar la militarización del Estado, la eliminación de contrapesos y la reelección perpetua.

Estos no son simples “desgastes institucionales”, sino nuevos pactos autoritarios que reconfiguran la naturaleza y dinámica del Estado integral, es decir, la relación entre sociedad política (dominación) y sociedad civil (hegemonía). La posición de Przeworski, sin embargo, es que: “En Argentina ganó alguien que no me gusta, pero la democracia funciona muy bien.” En cuanto a Estados Unidos, dice: “No entiendo cómo la gente puede votar a alguien como Trump”. El análisis de Przeworski no le permite llegar al fondo de las cosas. Por ello se conforma con afirmar lo siguiente en cuanto a figuras como Trump:

“Toda mi vida pensé que uno no debe pensar que la gente está equivocada. Lo que pasó en esta elección me hace dudar. El señor Trump fue condenado por violación por un jurado. Es alguien a quien le cuesta formular una frase correcta en inglés. Es alguien que inventa mentiras cada vez que se desvía de su guión. Es alguien que probablemente no sabe en qué continente queda la Argentina. Y de todas formas, el 50 por ciento de los votantes lo votó: no lo entiendo. Tengo que admitir varios sesgos: sí, soy profesor de la universidad, vivo en Nueva York y no entiendo cómo la gente puede votar a alguien como Trump. No lo entiendo.”

Sin tomar en cuenta todos los factores hegemónicos de fondo, incluyendo la cooptación de los medios masivos de comunicación y las redes sociales, así como el financiamiento oligárquico de la campaña política (Elon Musk, el principal financista de la segunda elección de Trump, es también el dueño de X y utilizó la plataforma para hacer campaña y publicidad a favor del republicano), el pensador polaco puede afirmar sin tapujos: “El hecho de que la gente vote a Trump y él gane es totalmente democrático.”

El ángulo gramsciano: hegemonía, cultura y crisis

No basta con decir que “la gente está desesperada. Desesperada quiere decir que la gente vota, ve que los gobiernos cambian pero sus vidas no cambian. Eso los predispone y los hace vulnerables a soluciones mágicas, a lo que yo llamo “curanderos”, gente que sale de la nada, que no tiene experiencia política, que ofrece soluciones mágicas, nunca probadas, pero al menos son soluciones”. Para entender estas dinámicas necesitamos una mirada que vaya más allá de las instituciones y que incorpore por lo menos tres enfoques interdependientes:

  1. Un enfoque institucional / electoral rico y dinámico: sí, hay que observar cambios en reglas, reformas judiciales, concentración de poder.
  2. U enfoque hegemónico / cultural / moral: cómo se construye un nuevo sentido común autoritario, nuevas subjetividades, nuevas formas de sometimiento libre, que naturalizan la represión y redefine la idea misma de democracia, libertad y prosperidad.
  3. Y un enfoque estructural / crisis de legitimidad: cómo la dinámica interna y crisis del capitalismo neoliberal globalizado ha llevado a una creciente desigualdad, explotación y crisis climática con el consecuente descrédito de las élites que promovieron dichos modelos y la ruptura de pactos sociales que ahora abren el espacio para outsiders autoritarios que prometen orden y restauración. Como argumenta William I. Robinson en su libro Epochal Crisis: “Cada episodio importante de crisis estructural en el sistema capitalista mundial ha implicado el colapso de la legitimidad del Estado, la intensificación de las luchas sociales y de clase, y los conflictos militares que dan lugar a la reestructuración, lo que finalmente resulta en una reestabilización del sistema y una renovada expansión capitalista.”

Desde una lectura gramsciana, lo que enfrentamos no es entonces un simple backsliding (regresión), sino una crisis orgánica de hegemonía que da lugar a proyectos de restauración autoritaria, en algunos casos abiertamente neofascista, bajo envoltura democrática y populista. La postura de Przeworski, sin embargo, es la siguiente:

“La democracia funciona bastante bien como método de elegir gobierno pero sobre todo como método de procesamiento de conflictos en paz. No soy uno de estos que dice que hay una crisis de democracia en el mundo. [Pero], desde el comienzo, el problema de la democracia es que nuestras instituciones representativas reproducen desigualdad económica y lo hacen a través de un círculo vicioso. Tenemos una sociedad económicamente desigual; la desigualdad económica produce desigualdad política; la desigualdad política reproduce desigualdad económica. Esto es algo estructural en la democracia. ¿Cómo cambiarlo? No lo sé. Para volver al tema de la pregunta que no se puede responder: ¿por qué ahora la gente tiene este sentido intenso de insatisfacción? Porque esa desigualdad viene durando tanto como la democracia pero se expresa ahora.”

Una línea posible de desarrollo del enfoque hegemónico es la exploración de los cambios que están ocurriendo en las subjetividades dominantes en EE.UU. Ese es el tema central del presente blog.

La subjetividad “hegemónica” que el neoliberalismo moldeó desde los 80, incluyendo el yo-empresa competitivo, meritocrático y autogestionado, está mutando. El agotamiento de ese régimen económico-moral no trae, sin más, un retorno humanista, sino un cóctel de resentimiento, nihilismo y deseo de orden. Wendy Brown lo llama una libertad autoritaria: una gramática de “libertad” que se vive como licencia para castigar, excluir y desregular lazos sociales, mientras se anhelan jerarquías familiares, raciales y nacionales “restauradas” y reblanqueadas. Aquí reemerge, en clave contemporánea, la “desublimación represiva” de Marcuse: pulsiones liberadas (sexualidad, agresividad, consumo, expresión) no contra el orden, sino para reproducir su dominación, hoy reencauzadas hacia castigos, humillación pública y guerra cultural.

Esta mutación subjetiva no ocurre en el vacío. Un indicador de lo que está ocurriendo podemos encontrarlo en la rapidez con la que están mutando las infraestructuras de fe y pertenencia. Por ejemplo, dada la enorme preponderancia de este fenómeno en Estados Unidos, algunos analistas han dicho que el año 2025 puede cerrar con hasta 15,000 iglesias clausuradas, sobre todo protestantes históricas. Además, la gente que se dice cristiana en Estados Unidos han pasado de un 78% (2007) a un ~62% (2023-24) al mismo tiempo que ha crecido mucho el rubro de gente que se dice “no afiliada”, las megaiglesias no confesionales y el evangelicalismo político (incluyendo el nacionalismo cristiano) llenando el espacio con formatos de alta intensidad emocional y disciplina moral. Este crecimiento evangélico se está dando a pesar de que varios pastores de megaiglesias como Robert Morris, Naasón Joaquín García, Ryan Daniel Crawford, Mark Vega, Johnny Hunt y muchos otros se han visto implicados en escándalos de crimen organizado, tráfico sexual y abuso sexual infantil. La tendencia que observamos, por tanto, no indica tanto un “declive de religión” como un reacomodo del mercado espiritual-político hacia pertenencias fundamentalistas, mediáticas y militantes con raíces muy oscuras, incluso criminales, conspirativas y apocalípticas.

Paralelamente, en el terreno material, la transformación de la clase trabajadora profundiza el cambio subjetivo. La figura del proletario industrial, con cierta estabilidad laboral y vínculos sindicales, se ha visto desplazada por un universo fragmentado de trabajadores de servicios, freelancers, riders, repartidores, y empleados de plataformas. Como advierten Guy Standing y David Graeber, la expansión del precariado y de los “trabajos de mierda” (bullshit jobs) produce no solo desprotección económica, sino desarticulación simbólica y afectiva: pérdida de comunidad, de horizonte y de sentido del trabajo como forma de vida.

Esta precarización generalizada, que atraviesa no sólo lo económico sino también lo emocional y lo existencial, constituye la base material de la nueva subjetividad neoliberal tardía: individuos agotados, endeudados, fácilmente manipulables por discursos de culpa, resentimiento y salvación. Aquí la “libertad” se reduce a sobrevivir en la competencia y a gestionar el propio fracaso como responsabilidad personal. Cuando esa ilusión meritocrática se desploma, el malestar busca salida en dos direcciones complementarias: la fe autoritaria y la indignación política. De ahí el puente entre las megaiglesias, los movimientos conspirativos, las “comunidades” digitales y los populismos neofascistas.

En conjunto, estas transformaciones, culturales y laborales, muestran cómo el neoliberalismo, al derrumbar sus propias promesas, deja tras de sí una subjetividad ambivalente: deseosa de libertad pero hambrienta de autoridad, cansada pero moralmente militante, hiperconectada pero aislada.

Franz Hinkelammert, desde su crítica de la razón instrumental y las “ideologías del sometimiento”, mostró por qué estas no son compatibles ni siquiera con las formas más mínimas y liberales de democracia. Hinkelammert usa el concepto de ideologías del sometimiento para describir aquellas ideologías que naturalizan la subordinación humana bajo sistemas que se presentan como inevitables: el mercado, el progreso, la eficiencia, el crecimiento infinito, la seguridad nacional o incluso Dios. Son ideologías que convierten las mediaciones históricas (mercado, Estado, ley, deuda y religión) en fines absolutos. Su lógica sacrificial exige que la vida humana se subordine al sistema y sus valores y no al revés. Por eso Hinkelammert las llama también “idolatrías de la muerte”: exigen víctimas para sostener su orden. Incluso en su forma más restringida – la democracia liberal representativa – hay un principio irrenunciable: la autonomía del sujeto ciudadano y la igualdad formal de derechos. Aunque el liberalismo reduzca lo político a procedimientos e instituciones, ese mínimo todavía presupone que cada persona tiene valor y dignidad en sí, no porque sirva al mercado, al Estado o a una iglesia. Las ideologías del sometimiento, en cambio, niegan ese valor intrínseco de la humanidad y convierten a las personas en medios, nunca en fines.

La democracia genérica parte del demos como fuente de legitimidad. Las ideologías del sometimiento transfieren esa soberanía a una instancia trascendente o automática: el “mercado autorregulado”, la “voluntad divina”, la “seguridad nacional” o la “competitividad global”. En ese momento, el pueblo deja de ser sujeto (la fuente del poder) y se vuelve objeto de gestión (objetivo del poder). Donde hay culto a la personalidad, fe ciega en la “mano invisible” o en la “obediencia a Dios”, la deliberación (el poder del mejor argumento basado en conocimientos sólidos) se convierte en herejía y el uso de la inteligencia humana para resolver los problemas comunes se vuelve superfluo, innecesario, fuente de error o herramienta de trucos y engaño. Por eso negar el cambio climático o la efectividad de las vacunas se vuelve no solo posible, sino que necesario. Hinkelammert diría que aquí actúa la lógica del fetiche: el sistema no se discute, sólo se obedece y adora. Pero la democracia mínima, aunque sea genérica, necesita precisamente lo contrario: la posibilidad de impugnar el orden vigente – de ello se sigue la importancia de la libre expresión del pensamiento, la libertad de prensa, la libertad académica, etc. Toda democracia requiere un mínimo de igualdad para que la libertad sea real. Las ideologías del sometimiento legitiman la desigualdad como “natural” o “meritoria”: el pobre es pobre por no haber “sabido competir”, la mujer subordinada por “orden divino”, el inmigrante – esos que “comen gatos y perros” – excluido por “defensa nacional”. Así destruyen el terreno moral de la ciudadanía y humanidad igual o las formas de pensamiento que proponen dicha igualdad.

Hinkelammert insiste, finalmente, que el criterio de verdad ética es “la vida concreta del ser humano y de la naturaleza”. Cuando una ideología exige que vidas humanas se sacrifiquen para mantener la acumulación, la rentabilidad o la pureza nacional, entra en contradicción absoluta con la democracia, que aunque formal y genérica presupone la no sacrificialidad de la persona. Por eso Hinkelammert ve la democracia como una crítica permanente de las idolatrías del sistema y los sistemas morales, institucionales y políticos que las sostienen o las hacen posibles. Donde hay adoración del mercado, del capital o del Estado, y en muchos casos de alguna divinidad absoluta y arbitraria, incluso la democracia genérica muere, porque su principio vital más básico – el debate entre iguales incluso sobre la validez de los principios religiosos mismos – es reemplazado por la obediencia, el sacrificio y la persecución de quienes quieren debatir. Incluso en sus formas más liberales, la democracia exige que ningún orden sea incuestionable. Pero las ideologías del sometimiento hacen precisamente eso: convierten lo contingente en absoluto, y con ello destruyen el núcleo crítico de toda práctica democrática. Hoy esas ideologías reaparecen bajo nuevas máscaras: el neoliberalismo que proclama que “no hay alternativa”, el fundamentalismo religioso que impone jerarquías divinas, el populismo y el trumpismo que sacrifican libertades en nombre de la restauración de un orden tradicional y trascendental verdadero. Todas son, en el sentido hinkelammertiano, ontologías anti-democráticas: despojan al ser humano de su capacidad de decidir sobre las condiciones de su vida material y colectiva. Las ideologías del sometimiento son por tanto incompatibles con cualquier forma de democracia porque niegan la libertad, la igualdad y la historicidad básica del ser humano, sus productos y sus construcciones.

Byung-Chul Han también nos ayuda a entender cómo las ideologías del sometimiento, en el sentido de Franz Hinkelammert, se interiorizan como psicologías individuales, sociales y políticas. Del biopoder pasamos a la psicopolítica, donde la autovigilancia, el rendimiento y la exposición afectiva digital ya no son sólo mecanismos de control externo, sino modos de auto-sometimiento voluntario. El sujeto neoliberal, ese yo-empresa que se explota a sí mismo creyendo realizarse, encarna la conversión de la dominación sistémica en pulsión subjetiva, es decir, la hegemonía en su forma más profundamente subjetivada. El resultado es una subjetividad cansada, irritable y disponible para las economías de la indignación, que convierten el agravio en identidad y el resentimiento en comunidad emocional.

Durante cuatro décadas, el neoliberalismo produjo una subjetividad centrada en la autoexplotación y la competencia permanente. Era el “sujeto portfolio” del que habla Hinkelammert o el “yo-empresa” del que habla Han: autónomo, responsable de su destino, convencido de que su valor moral se mide en rendimiento. Pero ese modelo se derrumba cuando el sistema ya no puede cumplir sus promesas de prosperidad, movilidad y reconocimiento. El capital se mueve por todo el mundo buscando las mejores condiciones para su acumulación y, en el proceso, sacrifica vidas humanas, comunidades y ecosistemas ya sea al abandono o a la muerte. El fracaso estructural del neoliberalismo, su crisis ecológica, financiera y existencial, deja tras de sí una multitud de individuos arruinados, agotados, endeudados y moralmente frustrados. En ese vacío emerge una nueva figura: el yo agraviado del populismo o del neofascismo. Donde antes reinaba la meritocracia liberal, ahora domina el sentimiento de traición y el rechazo de todo lo que es “woke”: “yo cumplí las reglas, trabajé, creí en el sistema, pero el sistema me abandonó”. Wendy Brown lo formula como una mutación de la libertad neoliberal en libertad autoritaria: el derecho a desquitarse. La subjetividad del emprendedor de sí muta en la del castigador de los otros. Esto se expresa de modo más agresivo y perverso entre las masas subalternas, blancas, que pueblan los paisajes arruinados del postindustrialismo – los epicentros del trumpismo.

El neoliberalismo prometió liberación de los tabúes y límites del viejo orden moral, pero esa liberación se dio bajo condiciones de mercado y control. Cuando esa promesa se derrumba, lo que retorna, como diría Brown retomando a Marcuse, es la “desublimación represiva”: la descarga de pulsiones agresivas, sexuales, raciales o religiosas que antes fueron contenidas (incluso reprimidas) por la ética cívica o las luchas igualitarias. Hoy todo eso se vuelve “ideología de género”, “izquierdismo radical”, “cultura woke”. Hoy toda legislación en favor de la igualdad se vuelve acto criminal y sedicioso.

Así, el resentimiento se vuelve afecto político dominante. El trumpismo, el bolsonarismo, el mileísmo, armados con los conceptos de Karl Popper y Friedrich Hayek, canalizan esa energía bajo una retórica de “rebeldía” contra las élites globalistas, pero en realidad la reintegran al orden del sometimiento restaurado: una rebelión sin emancipación, un goce autoritario. Hinkelammert ya había advertido cómo las ideologías del sometimiento funcionan perfectamente cuando convierten la dominación estructural en necesidad moral o natural. Ese es, en esencia, el concepto de hegemonía en Gramsci. En la era digital-neoliberal, ese proceso se interioriza todavía más: el control se hace psicológico y biopolítico. La psicopolítica de Han muestra cómo la lógica del rendimiento y la exposición emocional reemplaza la coacción por la auto-vigilancia. El sujeto se gobierna a sí mismo como si su fracaso fuera culpa suya. Pero cuando el sistema colapsa, esa auto-culpa se revierte en culpa hacia otros: feministas, migrantes, ambientalistas, negros, minorías sexuales, etc. Comienza la represión y así se proclaman los “días de liberación”.

Enzo Traverso sugiere el nombre para el vector político que se beneficia de este clima: post-fascismo. No reproduce el fascismo clásico, pero hereda su estructura afectiva. Se sostiene en el miedo al desarraigo, la nostalgia de una comunidad homogénea y la promesa de un renacimiento purificador. No copia el siglo XX, pero recicla su matriz: culto al líder, mito de decadencia-renacimiento, enemigo interno y promesa de orden punitivo. No necesita abolir por completo la democracia formal; le basta vaciarla con plebiscitarismo mediático (como las encuestas de Elon Musk en X), estado de excepción administrativo y cruzadas morales y burocráticas de depuración, recorte y disciplina fiscal y social. El resultado es una subjetividad anfibia: individualista y gregaria, consumista y puritana, creyente y nihilista. Busca pertenencia, pero sólo a través de exclusión. Encuentra placer en la humillación ajena porque ahí se siente “viva”. Es una nueva subjetividad dominante que oscila entre libertad-consumo y orden-castigo y se vuelve combustible de una derecha que privatiza la vida y colectiviza el resentimiento. Se trata hoy de un totalitarismo de algoritmos, pantallas y comunidades virtuales que proveen identidad y enemigo.

En las ruinas del neoliberalismo, la subjetividad hegemónica en EE. UU. se reconfigura como yo performativo, agotado y agraviado, que busca pertenencia intensa y castigo ejemplar – surge el movimiento MAGA, el trumpismo. Este giro, acicateado por psicopolítica digital y reconfiguración religiosa, ayuda a explicar la plasticidad con la que proyectos autoritarios logran hablar el lenguaje de la “libertad” mientras reinstalan jerarquías, exclusiones y restauraciones morales y políticas. Entenderlo exige, por lo menos, combinar a Hinkelammert (ideologías del sometimiento), Brown (libertad autoritaria y desublimación represiva), Han (psicopolítica y economía del rendimiento) y Traverso (post-fascismo) con evidencia empírica sobre la recomposición religiosa que altera los circuitos de socialización y autoridad moral.

Un nuevo marco analítico

El desafío teórico y político es claro: necesitamos superar el estrecho institucionalismo metodológico y enfoque liberal heredado de la transitología. Si seguimos atrapados en ese lente teórico e ideológico, lo máximo que podremos decir es que las democracias “se erosionan” o “retroceden” y eventualmente se reconstituyen. Pero con ello dejamos de ver la magnitud, la dimensión cualitativa y más crítica, de la transformación política en curso.

Las restauraciones autoritarias de nuestro tiempo combinan por lo menos tres niveles complejos y dinámicos:

  • Instituciones capturadas.
  • Hegemonías simbólicas autoritarias que reordenan el sentido común.
  • Crisis estructurales que deslegitiman el orden previo y sientan las bases para uno posterior más brutal y autoritario: el tecnofascismo.

Przeworski, con todo su aporte histórico, se queda solo en el primer nivel. Przeworski entiende con claridad el peligro que representa el proyecto de Trump, Milei, Orbán y otros. Él mismo lo dice: su programa apunta a desmantelar el Estado regulador y de bienestar, eliminar toda política climática, expulsar a millones de inmigrantes y tomar venganza contra sus oponentes. No son simples bravatas: como confirma un reporte de Axios, gran parte de este plan está ya cristalizado en el Projecto 2025, diseñado por Russ Vought y otros estrategas de la ultraderecha trumpista. El problema no es, entonces, que Przeworski no vea la amenaza: el problema es que su explicación es insuficiente. Al reducir la política al marco electoralista e institucional, su disciplina académica – una “ciencia política” anclada en las categorías de la vieja transitología – y sus límites filosóficos lo obligan a encasillar el fenómeno en categorías demasiado estrechas: “erosión”, “backsliding” (regresión), “instituciones debilitadas”. Frente a la magnitud de lo que ocurre – un proyecto de restauración autoritaria articulado globalmente –, ese marco resulta pobre, casi complaciente.

Para comprender la política de hoy necesitamos una teoría crítica de la democracia que conecte lo institucional con lo hegemónico y lo estructural (sin caer en ontologías sociales ni lógicas de “última instancia”), que pueda nombrar lo que sucede: no erosión, sino restauración autoritaria en tiempos de crisis global. Es es, precisamente, lo que he propuesto en mi trabajo titulado La articulación democrática.

En resumen: lo que Przeworski llama “regresión democrática” es apenas la superficie de un fenómeno más profundo. Para entender a Trump, Milei, Bukele o Noboa no basta con contar instituciones deterioradas; hay que leer estas experiencias como proyectos de refundación autoritaria, síntomas de una crisis de hegemonía que las viejas teorías no alcanzan a explicar.


Fuente Blog #RefundaciónYa

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