¿Por qué Estados Unidos invadiría Venezuela?

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Marcelo Colussi

Controla el petróleo y controlarás las naciones; controla los alimentos y controlarás a los pueblos.

Henri Kissinger. (¡Premio Nobel de la paz!)

Nicolás Maduro puede correr la misma suerte que Mohamed Khadaffi.

Marco Rubio, actual secretario de Estado de Estados Unidos

Estados Unidos: gendarme del mundo

¿Por qué nos odian?”, se preguntaba alguna vez George Bush hijo, presidente de Estados Unidos. ¿Todavía tenía el descaro de preguntárselo? Porque es una potencia violentamente sanguinaria, arrogante, impositiva como no hubo otra en la historia de la humanidad. ¿Por qué algunas décadas atrás era común quemar banderas estadounidenses como muestra de visceral repudio a su atrozmente brutal política exterior? Porque ese país nunca se ha ganado el respeto de nadie sino, en todo caso, el temor. Sus acciones de hiper violencia crean temor, asustan (recuérdese la carita de total terror de la niña vietnamita que corre luego de ser bombardeada por el ejército del “paladín de la democracia y la libertad”). No merecen premios Nobel a la Paz (Theodore Roosevelt, Barak Obama, Henry Kissinger, Ronald Reagan nominado en su momento, Donald Trump con la enfermiza esperanza de conseguirlo) sino enérgicas condenas, por asesinos.

A lo largo del siglo XX y en lo que va del XXI Estados Unidos ha intervenido en alrededor de 70 países. Esas intolerables injerencias se han dado de diversas maneras, desde operaciones militares abiertas, realizadas a gran escala, en muchos casos con letales bombardeos aéreos, hasta el apoyo a golpes de Estado para instalar en el poder a sangrientos dictadores que pasaron a ser sus títeres. O, en otros casos, apoyando indirectamente guerras locales o regionales, como es el caso de la Contra nicaragüense, o el Estado de Israel en Medio Oriente, o la actual guerra en Ucrania. Hoy día ha optado por golpes de Estado “suaves”, promoviendo las técnicas de guerra jurídica o manipulación mediática de las poblaciones, para crear climas favorables a sus políticas. Ahí está, entonces, la preconizada “lucha contra la corrupción”, con lo que se asegura deponer gobernantes díscolos a sus intereses (empezando con el exitoso experimento de Guatemala destituyendo a alguien funcional en su momento, cercano a la CIA, pero que ya no era necesario para su proyecto, el general Otto Pérez Molina, llevado luego como estrategia a Brasil -encarcelando a Lula y Dilma Rousseff-, a Argentina -encarcelando a Cristina Fernández-, a Ecuador -cerrándole el paso a Rafael Correa-).

La perfidia de la clase dominante de Estados Unidos, ensoberbecida de poder como nadie, permitió que se sintiera dueña de un presunto “destino manifiesto”, arrogándose el papel de “defensora” de una supuesta libertad, que en realidad no existe. La única libertad que hay en ese país es la estatua de origen francés ubicada en la entrada del puerto de Nueva York. Esta megalomanía le permitió arrojar bombas atómicas sobre población civil, justificándolo desvergonzadamente: “Le damos gracias a Dios porque esto [la bomba atómica] haya llegado a nosotros antes que a nuestros enemigos, y rezamos para que Él nos pueda guiar para usarlo según Su forma y Sus propósitos”, tal como declarara el presidente Harry Truman. O arrojar 400 mil toneladas de armas químicas (napalm y agente naranja) sobre Vietnam, en un conflicto que dejó un millón de vietnamitas muertos y un territorio devastado en términos de sostenibilidad medioambiental.

¿Cómo no odiar esas intervenciones si son una muestra descabellada y sangrienta del supremacismo? Sin hablar de “raza superior”, tal como hacía el nazismo, ese espíritu eugenésico anida en los WASP estadounidenses. Como la potencia americana fue triunfadora en la Segunda Guerra Mundial, se permitió juzgar por crímenes de guerra a los jerarcas nazis en los históricos juicios de Núremberg, pero jamás aceptó, ni aceptaría, ser juzgada por sus interminables crímenes de lesa humanidad -que se pueden contar muy largamente-.

El costo humano de todos estos conflictos es altísimo. Para graficarlo: en solo siete de estas guerras impulsadas por Washington en lo que va del siglo XXI (Afganistán, Irak, Siria, Sudán, Libia, Yemen, Palestina) pueden contabilizarse aproximadamente tres millones de muertes. La actual “lucha contra el narcotráfico” es otra forma más de poder intervenir impunemente en los países que desea, atribuyéndose el papel de fiscalizador de las acciones antinarcóticos. Con esa excusa tiene montadas bases militares en toda Latinoamérica, y en estos momentos prepara una posible intervención en Venezuela.

Hiperconsumo furioso

¿Por qué ahora Estados Unidos invadiría al país caribeño? Hay que entender el contexto y la historia. Con solo el 4% de la población mundial, hoy día consume un cuarto de la riqueza planetaria. Esa asimétrica situación contiene el germen de lo que ahora está sufriendo, y que podría hacer sufrir enormemente a la población venezolana que, por supuesto, no se lo merece. El país del Norte, en su desarrollo, consumió cada vez más, en forma voraz, desenfrenada, con rapacidad, a lo largo del siglo pasado, y continúa haciéndolo en el actual. Se podría decir que consume codiciosamente. Y, sin dudas, como dice el refrán popular: “la codicia rompe el saco”. El hiperconsumo desmedido comenzó a cavarle su propia fosa: no hay forma de pagar todo lo consumido sin límites. Ello hizo ir endeudando crecientemente su economía: a) la doméstica de cada familia (105,056 dólares en promedio durante 2024, según un informe de la publicación The Motley Fool, lo que incluye hipotecas, préstamos para automóviles, tarjetas de crédito y préstamos estudiantiles), o b) la nacional (36,2 billones de dólares, equivalente al 124% de su PIB, superando los niveles posteriores a la Segunda Guerra Mundial). En los últimos 50 años la proporción de deuda estadounidense en manos de entidades extranjeras se ha quintuplicado. En 1970 solo el 5% pertenecía a inversores extranjeros; hoy esa cifra ha ascendido al 25%. La economía norteamericana no está sana, dependiendo en buena medida de la inversión externa, pero ello se maquilla y se tapa a base de bombas.

El modelo de vida que generó el capitalismo más desarrollado, del que Estados Unidos es su principal exponente, dio como resultado un sujeto y una ética insostenibles. El nuevo dios pasó a ser ese loco consumo, la adoración de los oropeles, la veneración cuasi religiosa del “poseer” cosas materiales. En nombre del “progreso”, medido siempre en términos de posesión de “cosas” (vehículos, casas, electrodomésticos, indumentaria, la cantidad interminable de productos que ofrece la industria moderna, servicios de los más variados, y un largo etcétera -hoy día también estupefacientes, siendo el país el primer consumidor mundial-), Estados Unidos sacrificó pueblos enteros, los originarios de esa tierra, como hicieron los anglosajones invasores, y los de otras latitudes, transformando el planeta Tierra en una cantera para explotar sin límites, sin medir consecuencias a futuro, solo a su servicio. Valga decir que si toda la humanidad consumiera como lo hace la población estadounidense, en unos días se acabarían los recursos naturales del globo terráqueo. En esa gran potencia todo es consumir y botar a la basura, dejarse llevar por la novedad, buscar con voracidad el poseer cosas nuevas. Su gente está manipulada hasta el hartazgo para eso. Fue el magnate Rockefeller quien dijo que si le quedaran 10 dólares en el bolsillo, invertiría uno en la fabricación de un determinado producto y 9 en su promoción. ¡Creación de necesidades! ¡Promoción del consumo!

Andando el tiempo, ese gigantismo consumista obligó a basar su nunca detenida “prosperidad” (¿eso es prosperidad?) en una medida artificial: hizo depender la economía mundial de su moneda, el dólar. Pero ese hiperconsumo generó una deuda impagable, que obliga a ser financiada por el resto de países, a los que domina financiera, política, culturalmente, y si ello no fuera suficiente, también militarmente, con alrededor de 800 bases instaladas en toda la faz del planeta. El dólar, en definitiva, no tiene respaldo real; se basa en circuitos financieros, tan mafiosos como Al Capone, pero legalizados. Aunque la prensa oficial no lo dice, los principales paraísos fiscales -para lavar dinero sucio- no están en las Islas Caimán, las Bermudas o Panamá; están dentro del propio Estados Unidos: Delaware, Nevada, Wyoming, Dakota del Sur, con increíbles exenciones fiscales. La supremacía del país hoy se basa en la imposición de esa moneda como patrón universal, obligando al resto de países a comercializar con ella, estableciendo el vínculo interbancario global, el SWIFT, solo en dólares.

Ahora bien: el petróleo, elemento vital para la economía de todas las naciones, es una clave para entender este fenómeno y la posibilidad de una invasión a Venezuela, donde se encuentran justamente las reservas probadas más grandes de oro negro. Su comercialización, al menos hasta la fecha, durante décadas se ha manejado en dólares, los llamados “petrodólares”. Esa moneda, impuesta por el imperialismo estadounidense, es la que rige las petrotransacciones internacionales. Cuando algunos países (Irán, Irak -que nunca tuvo armas de destrucción masiva-, Corea del Norte -que sí posee armas nucleares de largo alcance, por lo que Washington lo respeta-, Libia, Siria) manifestaron su alejamiento de la zona dólar para pasar a otras monedas (euro, yuan, rublo, yen, cesta combinada de divisas) en su comercio internacional, básicamente el petróleo, fueron declarados miembros del “eje del mal”, supuestamente por apoyar al siempre impreciso y nunca bien definido “terrorismo”. Y ahí vinieron las infames invasiones a Irak y a Libia, asesinando a sus líderes: Saddam Hussein y Mohamed Khadaffi, fomentando la interminable guerra de Siria y el continuo intento de desestabilización contra Irán.

Caída del petrodólar: guerra para evitarlo

Está claro: Washington tiembla (¡y tiembla muchísimo!) cuando ve que su moneda puede perder valor. O, dicho en otros términos, cuando ve que su reinado puede empezar a caer. Para la geoestrategia de la Casa Blanca perder la hegemonía del dólar para las transacciones petroleras marca el principio del fin de su supremacía. Es por eso que quiere asegurarse a toda costa las reservas petroleras mundiales (al menos la mayor cantidad) para no verse sujeta a un comercio donde no es Washington el que pone las condiciones. Pero esa caída, mal que les pese a su clase dominante y a su gobierno de turno, ya comenzó: para el 2000, el 71% de las reservas mundiales de todos los bancos centrales estaban expresadas en dólares; 20 años después bajaron a 58%. Su reinado comienza a resquebrajarse, apareciendo en el horizonte los BRICS+, con China y Rusia a la cabeza, impulsando una economía global no dolarizada.

Estados Unidos necesita asegurarse las reservas petroleras del mundo, no solo para seguir saciando su consumo -el más alto de todos los países en este momento: 20 millones de barriles diarios (China, el segundo consumidor: casi 17 millones)- sino también para seguir asegurando el reinado del dólar. Si los petrodólares dejan de ser la única moneda utilizada para las transacciones petroleras, el poder norteamericano mengua. O simplemente: cae.

La región de Medio Oriente y el Golfo Pérsico produce alrededor de un tercio de todo el petróleo mundial, mientras que el subsuelo de los países del Golfo Pérsico (Arabia Saudita, Kuwait, Emiratos Árabes Unidos, Qatar, Omán, Baréin, todas medievales y misóginas petromonarquías alineadas con la Casa Blanca, salvo Irak, ahora un virtual protectorado norteamericano) alberga el 55% de las reservas mundiales probadas de petróleo. De ahí que el virtual estado 51 de la potencia americana sea Israel, justamente para defender esas riquezas de la “intrusión” de otros: Unión Soviética en su momento; China y Rusia en la actualidad.

Hoy el Estado de Israel es una delegación del poder estadounidense -secundado también, en alguna medida, por la Unión Europea- en una zona particularmente rica en petróleo, riqueza que Occidente -o, mejor dicho: sus enormes multinacionales (ExxonMobil, Chevron, Halliburton, Phillips 66 -de Estados Unidos-, Shell -de Gran Bretaña y Holanda-, British Petroleum -de Gran Bretaña-, TotalEnergies -de Francia-) no quieren perder en absoluto. Esto explica que Tel Aviv se constituya en una formidable potencia militar, el único país de la región con armamento nuclear, no declarado oficialmente pero tampoco nunca negado (alrededor de entre 90 y 100 bombas atómicas, o quizá más), listo para defender esos intereses empresariales. Además, apoyado totalmente por la Casa Blanca, en lo militar por un lado, y dándole continuamente todas las facilidades para que siga siendo el matón de la región, vetando cualquier moción de condena en la ONU, aplaudiendo sus agresiones.

Cuidar esas reservas de petróleo es indispensable para la geoestrategia actual y futura de la oligarquía dominante de Estados Unidos. Así como cuida el tesoro de esta incendiaria zona, también pretende “cuidar” -eufemismo por decir más claramente: robar– las reservas del país caribeño.

La cantidad interminable de ataques de Estados Unidos contra Venezuela desde que comenzó la Revolución Bolivariana no tiene, en lo más mínimo, la intención de defender un sistema de democracia occidental -que supuestamente, según su antojadizo parecer, faltaría en la patria de Bolívar- ni ir contra una pretendida “dictadura autoritaria y castro-comunista”; tiene como único objetivo manejar las reservas de oro negro que se encuentran en ese país caribeño, las más grandes del mundo, con 305,000 millones de barriles. Eso le aseguraría la posibilidad de seguir manteniendo a flote el dólar, y por tanto, su hegemonía. Atacó el proceso abierto por Hugo Chávez de infinitas maneras: intento de golpe de Estado, paro patronal, paro petrolero, infiltraciones, violencia callejeras -las tristemente famosas “guarimbas”-, acciones encubiertas varias, y según algunas interpretaciones: magnicidio (cáncer inducido al comandante Chávez). Pero el proceso popular siguió adelante. Muerto Chávez, con Nicolás Maduro al frente.

La excusa esgrimida ahora por el gobierno estadounidense es realmente risible: la misma DEA desconoce ese presunto “Cartel de los Soles”, dizque liderado por el primer mandatario venezolano. Todas las fuentes confiables indican que el tránsito de drogas ilegales hacia Estados Unidos procedentes de Sudamérica, en un 85 a 90% lo hace por el Océano Pacífico. Solo una cantidad muy menor viaja por el Mar Caribe. La presencia en esa cuenca marítima de navíos de guerra con 1,200 misiles, un submarino nuclear y 4,500 marines listos para un desembarco no tienen nada que ver con el control del trasiego de estupefacientes. Lo único que busca la Casa Blanca en Venezuela es el oro negro. Pero aquí lo único negro, lo único realmente oscuro, opaco e inconfesable, es el proyecto geohegemónico de un grupo de oligarcas super ricos, con gobiernos que le son absolutamente funcionales, independientemente de ser republicanos o demócratas, buscando garantizarles la continuidad de su predominio. ¿Hasta cuándo esa infame injusticia?

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