Ni el Nobel de la Guerra, pero tampoco la corrupción de Maduro

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Marco Fonseca

La concesión del Premio Nobel de la Paz 2025 a María Corina Machado ha sido presentada por los grandes medios como una apoteosis democrática. La BBC la describe como “la dama de hierro venezolana” y símbolo de la libertad frente al autoritarismo. El País, por su parte, celebra el galardón citando al Comité del Nobel que habla de “su incansable trabajo promoviendo los derechos democráticos para el pueblo de Venezuela”, inscribiendo el premio en una narrativa liberal que equipara a toda Venezuela como si estuviera en oposición a Maduro y equiparando a la oposición derechista con democracia sin matices.

Sin embargo, la propia Machado aprovechó el escenario del Nobel para emitir una amenaza política en un momento de máxima tensión: con barcos de guerra estadounidenses apostados frente a las costas de Venezuela y con los primeros bombardeos de lanchas venezolanas, bajo la excusa del combate al narcotráfico. “Maduro decide si lo toma o lo deja —pero va a salir con o sin negociación”, declaró, dejando claro que su noción de “paz” se asienta sobre la lógica de la imposición y la amenaza militar.

En este contexto, las palabras del periodista Ignacio Ramonet resuenan con precisión quirúrgica:

“NECROSIS DE UN NOBEL. Otorgarle el premio de la paz a quien no ha cesado de reclamar invasiones militares, golpes de Estado, guarimbas y guerras es una aberración más del actual desorden internacional. Es el mundo al revés. Es hacer realidad la distopía de Orwell en 1984 en la que la verdad es la mentira y la paz es la guerra. Triste Nobel putrefacto.”

La crítica se amplifica en diversas voces latinoamericanas que recuerdan el historial golpista de Machado: su apoyo a la intentona de 2002, sus llamados públicos a la intervención estadounidense, su cercanía con regímenes de extrema derecha en la región y su papel divisivo incluso dentro del campo opositor. Como señala un reportaje de TeleSUR, su figura no representa la paz ni la unidad, sino una continuidad de la guerra interna, el fraccionamiento de las derechas y la clausura de toda alternativa no neoliberal.

Ahora bien, se equivocan quienes piensan que cuestionar el Nobel a Machado equivale a defender a Maduro sin calificaciones. El régimen venezolano, lejos de encarnar el espíritu transformador del chavismo original, ha profundizado las deformaciones de un modelo basado en el rentismo petrolero y en una burocracia militarizada y corrupta.

Como bien recuerda un análisis publicado en La Izquierda Diario:

“Ante la crisis estructural del rentismo petrolero (que el chavismo exacerbó en estos años), Maduro impone un rumbo económico regresivo, con sus secuelas de inflación, desabastecimiento, colapso de servicios públicos y desempleo, pagando la usurera deuda externa a costa de importaciones vitales de alimentos y medicinas, con más apertura a las transnacionales en el petróleo (nuevas empresas mixtas) y la minería (Arco Minero del Orinoco). Todo esto, en medio de un festival de corrupción, especulación y fuga de capitales del que participan empresarios, funcionarios chavistas y jefes militares a costa de las penurias del pueblo.”

En los últimos años el debate regional sobre Venezuela entre intelectuales progresistas sigue derivando en binarismos paralizantes que pierden de vista la complejidad dialéctica de las luchas en marcha. Algunos intelectuales como Atilio Borón y Claudio Katz representan esa tendencia: o se apoya al proceso bolivariano sin fisuras, cuestiones o dudas sobre los problemas y las contradicciones del bolivarismo madurista, o se le hace eco a la derecha neoliberal y al imperialismo y se es un traidor. No hay ningún espacio para la solidaridad crítica, inteligente y comprometida con los/as de abajo. Esa lógica simplista ignora toda posibilidad de un apoyo crítico, fiel al espíritu de Chávez quien, más allá del mito, soñó con un “Estado comunal” participativo y democrático, no con el Estado burocrático, rentista y extractivista como el que hoy domina al país.

La crisis del madurismo es ahora más evidente que nunca y pone en cuestión las posiciones puritanas del progresismo dogmático. Un reportaje publicado por The New York Times el 10 de octubre de 2025, firmado por Anatoly Kurmanaev, Julian E. Barnes y Julie Turkewitz, revela con una precisión poco común uno de los episodios más significativos de la política hemisférica reciente: las negociaciones secretas entre el gobierno de Nicolás Maduro y la administración de Donald Trump.

Durante meses, emisarios venezolanos y estadounidenses exploraron un pacto que habría modificado por completo el mapa geopolítico de América Latina. La moneda de cambio no era ideológica, sino material: petróleo, oro, gas, hierro, bauxita y coltán, es decir, la columna vertebral económica de Venezuela.

El contexto era explosivo. Estados Unidos había desplegado buques de guerra en el Caribe, destruido embarcaciones que, según sus informes, transportaban drogas desde Venezuela, y endurecido las sanciones contra Caracas. En Washington, el nuevo secretario de Estado y asesor de seguridad nacional, Marco Rubio, lideraba la línea dura: calificaba al gobierno venezolano de “cártel narcoterrorista” y defendía abiertamente su “remoción”. Sin embargo, en los márgenes de esa retórica amarillista de confrontación, el enviado especial Richard Grenell impulsaba un canal secreto de diálogo. Según el Times, Maduro – acostumbrado a sobrevivir entre asfixias – apostó por la diplomacia de recursos: ofrecer lo único que podía tener valor para Trump, un presidente de mentalidad empresarial y visión mercantilista del mundo.

Lo que se puso sobre la mesa fue de una magnitud sin precedentes. El gobierno venezolano propuso:

· Abrir todos los proyectos petroleros y mineros existentes y futuros a empresas estadounidenses.

· Conceder contratos preferenciales y redirigir las exportaciones de crudo desde China hacia el mercado norteamericano.

· Reducir drásticamente o eliminar acuerdos con China, Rusia e Irán.

· Suspender el envío de petróleo a Cuba, su aliado histórico, profundizando la crisis energética de la isla.

· Y, de facto, desmantelar el nacionalismo de recursos que había sido el núcleo ideológico del chavismo desde Hugo Chávez.

Detrás de los discursos revolucionarios y belicosos de “soberanía” y “resistencia antiimperialista”, ha sido revelaba una rendición estratégica encubierta. Maduro estaba dispuesto a revertir la arquitectura económica del proyecto bolivariano con tal de evitar una intervención militar o nuevas sanciones devastadoras.

El movimiento de Maduro debe leerse como un intento desesperado de asegurar la supervivencia del régimen bajo condiciones extremas y el desplome del apoyo popular. La economía venezolana apenas produce un millón de barriles diarios, un tercio de lo que producía bajo Chávez, y las sanciones estadounidenses bloquean el acceso a financiamiento, repuestos y tecnología. El cálculo, por tanto, era doble: por un lado, ofrecer a Trump un negocio “mutuamente rentable” que desactivara la amenaza militar; por otro, reconstruir la legitimidad internacional de Caracas mediante la participación de corporaciones estadounidenses como Chevron, ConocoPhillips o Shell. Y, de hecho, hubo avances parciales: Chevron obtuvo en julio una licencia del Tesoro para operar nuevamente en Venezuela; y Shell recibió otra en octubre, que le permitirá producir gas del yacimiento Dragón junto a Trinidad y Tobago. Maduro incluso firmó una cláusula según la cual Shell invertiría en proyectos sociales en lugar de pagar directamente al Estado. Era una forma de mostrar que Venezuela seguía “abierta a los negocios”.

Sin embargo, la apuesta fracasó. El gobierno de Trump rechazó las concesiones, suspendió el canal diplomático y ha optado una vez por su apoyo irrestricto a la oposición neoliberal ultraderechista que ha sido ahora galardonada y legitimada con el Premio Nobel de la Paz. ¿Por qué? Tres factores se combinaron para bloquear el acuerdo. Primero, la negativa de Maduro a discutir su salida del poder. Washington consideraba que cualquier acuerdo debía incluir su dimisión o una transición supervisada. Segundo, la resistencia del ala dura encabezada por Marco Rubio. Para Rubio, un acercamiento equivalía a legitimar una dictadura; su objetivo era la “caída” del régimen, no su reciclaje. Y tercero, la histórica falta de confianza mutua. En el Departamento de Estado existía la percepción de que Maduro no podía cumplir ni garantizar estabilidad política ni jurídica a largo plazo.

Mientras tanto, la oposición venezolana cabildeaba por su cuenta. María Corina Machado, líder de la Plataforma Unitaria y ganadora del Nobel, presentó en Washington su propio plan económico: prometía que una Venezuela democrática podría generar “1,7 billones de dólares en quince años” si se liberaba el mercado y se garantizaban los derechos de propiedad. Su asesora, Sary Levy, sintetizó el dilema: “Lo que Maduro ofrece a los inversores no es estabilidad, es control, un control mantenido mediante el terror”. Trump entonces optó por la opción neoliberal extrema ofrecida por Machado y hoy respaldada por Oslo.

Mientras la diplomacia secreta de Maduro colapsaba, su régimen ha seguido reprimiendo protestas populares y encarcelando opositores de la extrema derecha. El informe del Times cita fuentes del Carter Center que documentan fraude electoral en 2024 y el uso sistemático de la violencia para sostener el poder. La combinación de coerción interna y negociación externa define lo que podríamos llamar la “realpolitik bolivariana”: negociar desde la fuerza, no desde la legitimidad. Sin embargo, la apuesta tiene costos internos. Diosdado Cabello, uno de los principales ideólogos del chavismo duro, ya advirtió: “Nosotros no vivimos de Chevron.” La frase refleja las tensiones dentro de los grupos dominantes del bolivarismo: ¿hasta qué punto se puede abrir el país al capital extranjero sin destruir el mito fundacional del chavismo?

Tenemos que ser muy claros en cuanto a lo siguiente: la diplomacia secreta de Maduro y su apertura a los chantajes del imperialismo mismo muestra que Venezuela ya no se mueve en el eje tradicional “socialismo versus capitalismo” o “bolivarismo versus imperialismo”, sino en una red fluida de alianzas y pragmatismos cruzados que sacrifican, principalmente, a los de abajo. Mientras se estrechan los vínculos con las corporaciones occidentales, se ofrecen enfriar los acuerdos con China, Rusia e Irán y se diluyen los compromisos sociales. El resultado no es tanto un giro ideológico, por lo menos no en público, sino una reconfiguración y comercialización de dependencias de la economía venezolana.

El explosivo reportaje del Times también ilustra la transformación del orden internacional: las grandes potencias ya no buscan “cambios de régimen” por razones morales o democráticas, sino por simple y descarado acceso privilegiado a recursos estratégicos de la nueva economía digital y de alta tecnología. La “diplomacia de los derechos humanos” ha sido sustituida por la diplomacia del petróleo y las “tierras raras”.

El artículo del New York Times desnuda una verdad incómoda para intelectuales y militantes progresistas que demandan fidelidad absoluta para el madurismo: Maduro ofreció desmantelar el núcleo ideológico del chavismo a cambio de permanecer en el poder. La Revolución Bolivariana se transformó, en su fase terminal, en una economía de supervivencia autoritaria sustentada en la exportación de concesiones.

Hacer una crítica seria al Nobel de Machado es, por tanto, tomar partido por el espíritu democrático y socialista del chavismo original, denunciar el bonapartismo, la incompetencia y corrupción del madurismo, y rechazar, al mismo tiempo, la derecha neoliberal venezolana junto a la red de derechas transnacionales que conspiran contra todo lo que no es neoliberalismo en la región. Es tomar partido, también, contra las amenazas imperiales y el intervencionismo en sus nuevas modalidades.

El Nobel otorgado a Machado no celebra la paz, sino que premia la obediencia geopolítica al neoimperialismo trumpista. En un momento en que Washington avanza con bloqueos, sanciones y despliegues militares, la elección de una figura que ha pedido explícitamente la intervención extranjera en su país equivale a un espaldarazo a la guerra, no a la diplomacia y mucho menos a la democracia desde abajo. Bajo estas condiciones, sin olvidar que Machado fue nominada en 2024 por Marco Rubio, bien le pudieron haber dado el Nobel a Trump mismo.

Por eso, más allá de posicionamientos simplistas, rechazar este Nobel es defender una idea distinta de paz: una paz con justicia social, soberanía y autodeterminación democrática de los pueblos. Una paz que no se enuncia desde Oslo ni se impone desde Washington, sino que se construye desde abajo, entre quienes resisten tanto la dominación imperial como el autoritarismo local.


Fuente #RefundaciónYa

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