Cuando la conspiración rebota contra los conspiradores

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Marco Fonseca

Esta advertencia adquiere una dimensión inquietantemente real en los tiempos apocalípticos que vivimos. El caso de Donald Trump en EE.UU., atrapado por la radicalización de su propio movimiento y la instrumentalización del Ministerio Público en Guatemala contra operadores de justicia, muestran dos facetas del mismo fenómeno: cómo la conspiración como herramienta de poder no solo corroe el Estado que ya tenía grandes dificultades simulando ser de derecho, sino que puede volverse en contra de quienes la promueven. Y eso, quizás, ya está ocurriendo.

El reportaje de El País del 13 de julio de 2025 narra un episodio paradójico: Donald Trump, líder simbólico del movimiento MAGA (“Make America Great Again”), intenta contener una rebelión dentro de su propia base. El detonante es el caso Epstein y las acusaciones sobre complicidad o encubrimiento. Lo irónico y peligroso es que el mismo Trump y sus aliados alimentaron durante años teorías conspirativas sobre las élites, el “Estado profundo” y redes de tráfico de menores, en parte para socavar a sus oponentes demócratas y ganar apoyo entre sectores ultraconservadores y los grupos subalternos menos preparados para resistir las incursiones del anti-iluminismo autoritario. Ahora, esa maquinaria simbólica ha escapado de su control.

Algunos seguidores de MAGA, formados políticamente en un entorno donde toda institución es sospechosa y donde el rumor vale más que la prueba, ahora vuelcan su ira contra el mismo Führer de la restauración trumpista que ayudó a instalar esa cosmovisión. No les importa que no haya pruebas fehacientes. No confían en jueces ni fiscales. En su lógica, todo puede ser parte del encubrimiento. La conspiración se volvió infinita, y sus bordes se desdibujaron. En este entorno, incluso el propio Trump puede pasar de ser el “salvador” al “traidor”.

Este fenómeno ilustra el concepto de la hidra conspirativa: cada vez que se corta una cabeza, ya sea una mentira o teoría refutada, surgen dos más. La dinámica no responde a la verdad sino a una lógica de emociones, identidad y resentimiento social. Podemos pensar en QAnon como, en el presente, la conspiración de todas las conspiraciones. Pero a medio año de haberse inaugurado un régimen teopolítico restaurador y neoimperial netamente conspirativo en EE. UU., la base más radicalizada del MAGA ya no necesita al Partido Republicano, ni siquiera tampoco a Trump. Lo que antes fue un vehículo para tomar el poder ahora se convierte en una amenaza para la gobernabilidad trumpista, incluso desde dentro. Y por ahora el blanco de la furia se ha transferido contra Pam Bondi, la fiscal general del imperio, por haber promovido la conspiración de la “lista de Epstein” y, ahora, por negarse a divulgar los documentos en manos del Departamento de Justicia.

La situación en Guatemala ofrece un espejo trágico, provincial, de este fenómeno, aunque en clave institucional. Desde hace años, fiscales y jueces que lucharon contra la corrupción durante el periodo de la CICIG (Comisión Internacional Contra la Impunidad en Guatemala) han sido víctimas de una campaña sistemática de criminalización. El Ministerio Público (MP), lejos de protegerlos, se ha convertido en instrumento de persecución.

Casos como los de Juan Francisco Sandoval, Virginia Laparra, Stuardo Campo, Claudia González o el juez Miguel Ángel Gálvez, representan una generación de operadores de justicia que, en lugar de ser reconocidos por su labor, fueron expulsados, encarcelados o forzados al exilio. Ahora, incluso cuando se desestiman los casos por falta de pruebas, como ocurrió con Gálvez recientemente, el daño ya está hecho. Se destruyeron carreras, se desarticuló una red judicial comprometida con la rendición de cuentas, y se envió un mensaje aterrador a quienes aún están en el sistema: “si te enfrentas al poder, pagarás caro”.

El MP ha intentado justificar su actuar con cifras espectaculares: “más de 2 mil funcionarios y exfuncionarios procesados por corrupción y otros delitos”. Sin embargo, como señalan organizaciones como Human Rights Watch, muchas de estas acusaciones son parte de una ofensiva autoritaria – una guerra jurídica – destinada a desmantelar la justicia transicional y proteger a actores corruptos y criminales.

La paradoja aquí es que el discurso corrupto de “lucha contra la corrupción” obviamente se invierte para encubrir la corrupción real. En este caso estamos hablando de la inversión de la teoría conspirativa misma: se toma el lenguaje de la justicia y la transparencia, pero se usa como arma de persecución política. Una teoría de la conspiración se vuelve doctrina institucional: los jueces probos se convierten en enemigos internos; el MP se convierte en cruzado de una cruzada oscura, reaccionaria y restauradora, en nada democrática, y todavía menos legal.

Uno de los aspectos más perversos de esta dinámica es el uso del sistema judicial como forma de tortura institucional. Aplazamientos arbitrarios, retrasos en audiencias, falta de jueces o “errores” administrativos se convierten en formas de castigo en sí mismas. Tal como reporta La Hora, en el caso contra Claudia González por las filtraciones de “Yes Master” (VaderGT), la audiencia para decidir si se reabre el caso fue suspendida sin explicación válida. Este patrón se repite: mantener a las personas en el limbo judicial, pudriéndose en la cárcel o el exilio, es tanto o más eficaz que una sentencia.

Se trata de una justicia instrumentalizada, no para sancionar crímenes, sino para destruir vidas. Aquí la conspiración no es solo un relato delirante difundido por redes sociales: es una estructura operativa, con jerarquías, firmas y sellos oficiales. Se convierte en política de Estado y, en parte, contra el Estado mismo. Todo esto trae al recuerdo a Francisco de Goya, con “Saturno devorando a su hijo”, que buscó plasmar una visión oscura, brutal y profundamente perturbadora del poder, el tiempo y la autodestrucción. Esta obra no es simplemente una ilustración mitológica; es un grito existencial y político. Goya trata de capturar la locura de un poder que se consume a sí mismo por miedo a ser destronado, y en el proceso, arrasa con todo lo que engendra.

En el contexto guatemalteco actual, el Ministerio Público (MP) también puede ser visto simbólicamente como una encarnación de Ah Puch, el dios de la muerte y señor de Xibalbá. Como esta deidad oscura de la mitología maya, el MP actúa no como guardián de la justicia, sino como su verdugo: persigue a quienes lucharon por la transparencia, mutila el tejido institucional y extiende el dominio del miedo sobre la sociedad. Su accionar refleja la estética misma de Ah Puch, es decir, esquelético, sin alma, adornado con los símbolos huecos del poder legal, y hoy incluso portando el casco ficticio de Darth Vader, pero guiado por el deseo de destrucción. Así como Ah Puch se alimentaba de cadáveres y rituales sangrientos, el MP transforma el aparato judicial en una maquinaria necrofílica de castigo, putrefacción y encierro, dejando en la sombra a los verdaderos responsables de la corrupción, mientras se ensaña con quienes representaron la vida democrática.

Frente a esa oscuridad, el alzamiento de los Cien Días en 2023 se inscribe como un nuevo episodio en las luchas cíclicas protagonizadas por los Héroes Gemelos, Hunahpú e Ixbalanqué. Como ellos descendieron al inframundo para enfrentar a los Señores de Xibalbá y vengar a su padre, así también esta generación de ciudadanos, campesinos, estudiantes y Pueblos Originarios se levanta contra un sistema corrupto que busca devorar la esperanza. Los Cien Días encarnan la audacia y la resistencia de los pueblos mayas: enfrentan la manipulación, la mentira y el poder disfrazado de legalidad con dignidad y creatividad. No es solo una protesta, es una gesta mítica: un eco moderno del eterno retorno entre opresión y liberación, donde la luz se abre paso en medio del inframundo.

¿Qué une estos dos contextos, el de EE. UU. y Guatemala, que hemos examinado brevemente? La lección es clara: la conspiración, como herramienta de poder, no tiene lealtades eternas. Puede usarse para escalar posiciones o aniquilar adversarios, pero una vez liberada, puede volverse contra sus autores. Lo que Trump enfrenta hoy con su movimiento MAGA es similar a lo que ocurre con el MP en Guatemala: una estructura que, al alimentar una lógica conspirativa, ya sea “anticorrupción” o “Estado profundo”, pierde control de la narrativa y termina siendo rehén de su propia ficción. Es como el mito de Uróboro, la serpiente o el dragón que se devora a sí mismo, en un ciclo de autodestrucción eterna.

En EE.UU., eso se traduce en una base subalterna, con todo y sus ideólogos como Steve Bannon y Tucker Carlson, que ya no obedece ni al partido ni a su líder y que demanda cabezas. En Guatemala, la maquinaria conspirativa está al borde de comenzar a devorar a los mismos sectores que la alimentaron, al institucionalizar la desconfianza en toda forma de legalidad e incluso de ilegalidad – como lo muestra el caso espurio y corrupto contra Gálvez. ¿Qué pasa cuando las próximas víctimas de este sistema sean sus propios/as sicarios de injusticia, pero que por alguna razón hayan cometido la herejía de ir por su propio camino? ¿Qué pasa cuando se agoten los enemigos externos y comience la cacería interna dentro del proyecto de la restauración conservadora? La próxima salida de la jefa del MP, incluyendo a sus más cercanos/as y allegados/as puede ser un parteaguas entre quienes le van a seguir siendo leales y quienes se le pueden rebelar.

Tanto en EE.UU. como en Guatemala, la justicia se ha convertido en el campo de batalla central. Pero no se trata solo de veredictos y sentencias, sino de narrativas e ideología. La conspiración actúa como una forma de guerra simbólica: redefine al enemigo, distorsiona la realidad, crea mártires y demonios y hace héroe o heroína de todo un títere o espantapájaros. Cuando esta lógica penetra en las instituciones, éstas dejan de ser árbitros para convertirse en actores. Así pasó con el ejército durante el mal llamado “conflicto armado interno”. Y así está pasando hoy con muchas de las criaturas y monstruos que dejó como secuelas sucias todo ese experimento macabro y ultraderechista de exterminación masiva y genocidio.

El problema es que, una vez cruzado ese umbral, es muy difícil salir del agujero negro. ¿Cómo reconstruir la confianza en la justicia cuando ha sido sistemáticamente utilizada como arma de venganza y persecución espuria por tanto tiempo y tanta gente? ¿Cómo reconstruir la confianza en un ejército que no solo se prestó para la represión masiva, sino que se convirtió en sí mismo en el vehículo más macabro del genocidio?

Lo que muestran estos dos contextos es que la conspiración no es solo una patología marginal, sino un arma de poder que puede ser institucionalizada con consecuencia desastrosas. Pero también que esa arma, como el Saturno de Goya, el mito de Uróboro o la historia de Ah Puch en la mitología Maya, no distingue entre amigos y enemigos si se sale de control. Su lógica emocional, su ideología paranoica devora toda forma de racionalidad y convierte a la política en guerra permanente.

En el caso de Trump, vemos cómo su propia criatura, su “gente preciosa”, empieza a girarse contra él. En Guatemala, el aparato judicial se transforma en un verdugo que persigue a quienes luchan por la justicia y la rendicion de cuentas extendiendo el dominio del miedo sobre la sociedad, erosionando el poder mismo de la conspiración. En ambos casos, se impone una verdad inquietante: quien de la conspiración vive, por la conspiracion puede morir.


Fuente #RefundaciónYa

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