A propósito de la muerte de Mario Vargas Llosa

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Marco Fonseca

Ha muerto Mario Vargas Llosa. Lo supe esta mañana, mientras el día apenas se desperezaba, con una luz gris filtrándose por la ventana como una noticia que no termina de asentarse. No me sorprendió, por supuesto pues ya era un anciano, ya había cruzado hace tiempo el umbral de la posteridad, pero igual sentí esa punzada íntima, como si al irse él se apagara también una parte de aquellos años en que leí sus novelas por primera vez, con el entusiasmo de quien descubre en la literatura no sólo un espejo del mundo, sino también una forma de intervenir en él.

Conocí a Vargas Llosa cuando ingresé a la Escuela de Historia en la Universidad de San Carlos de Guatemala. Fue gracias a Edeliberto, maestro de oficio y querido amigo, que sus libros llegaron a mis manos. Recuerdo claramente ese ejemplar ajado de Conversación en La Catedral, con las hojas ya un poco arrugadas, el lomo cuarteado por la repetida lectura, que me prestó con un gesto entre solemne y cómplice. “Este libro —me dijo— te va a marcar. Pero cuidado: no todo lo que brilla es revolución.” No entendí del todo esa advertencia hasta mucho después.

Leí también La ciudad y los perros, La tía Julia y el escribidor, y la descomunal La guerra del fin del mundo, que por entonces acababa de publicarse. Ese último libro, con su ambición épica y su mirada desgarradora sobre los fanatismos y las utopías, me dejó en un estado febril. Era literatura en estado de asedio. Vargas Llosa narraba como si el destino de América Latina se jugara en cada página, y acaso era así.

En aquellos años, principios de los ochenta, Vargas Llosa todavía era un autor que circulaba con naturalidad en los círculos de lectura de la izquierda. Su nombre se pronunciaba junto al de García Márquez, junto al de Cortázar y Carlos Fuentes, Mario Beneditti y Juan Rulfo, Jorge Luis Borges y Pablo Neruda. Era parte del “Boom”, sí, pero más que eso: era parte de un imaginario común, de un continente que buscaba, con desesperación, un relato que lo contuviera, lo explicara, lo salvara. En nuestras tertulias estudiantiles, entre huelgas y manifestaciones, entre lecturas de Marx y discusiones sobre la insurgencia guatemalteca, Vargas Llosa era lectura obligatoria. Nadie cuestionaba su lugar. Y si alguien lo hacía, era para leerlo con más atención, con más sospecha, no para dejarlo de lado.

Por eso su giro político e ideológico dolió tanto. Aquel tránsito, que ahora los obituarios y artículos recuerdan como un “viaje”, no fue para nosotros un recorrido luminoso hacia la libertad liberal, sino más bien una renuncia, un gesto de claudicación ante el avance arrasador del neoliberalismo. En el contexto del ascenso de Margaret Thatcher y Ronald Reagan, con la Revolución cubana entrando en su “período especial” y los proyectos emancipadores latinoamericanos cercados por dictaduras y ajustes estructurales, Vargas Llosa comenzó a mutar. Pasó de ser el narrador incómodo del autoritarismo a convertirse, poco a poco, en su aliado retórico, en su justificador ilustrado. De Castro a Thatcher, como lo titula El País. El viaje de Vargas Llosa fue también el reflejo de una época en que muchos intelectuales latinoamericanos abandonaron la utopía por el mercado, la revolución por el reformismo, la rabia por el premio Nobel. Uno de los mejores ejemplos es “La utopía desarmada” de Jorge Castañeda.

Y sin embargo, incluso en su disidencia, o quizás precisamente por ella, Vargas Llosa nos obligó a pensar, a no confiar ciegamente en nuestras certezas. Había algo en su estilo, en su manera de construir los dilemas morales de sus personajes, que nos recordaba que la historia de América Latina es también una historia de contradicciones, de derrotas interiores, de ambiciones rotas. Vargas Llosa, con toda su incomodidad política, sigue siendo parte de nuestra educación sentimental.

Hoy, al releer rápidamente las primeras páginas de Conversación en La Catedral, me descubro murmurando con Zavalita aquella pregunta que ya es parte del canon de nuestra desolación: ¿En qué momento se jodió el Perú? Y me atrevo a pensar que esa pregunta, con ligeras variaciones, es también la nuestra, la de tantos países de Latinoamérica y de todo el Sur Global que soñaron con otra historia. ¿En qué momento se jodió Guatemala? ¿En qué momento se jodió América Latina?

La muerte de Vargas Llosa no borra su obra, pero acaso le pone un punto final a ese largo capítulo en el que creímos que la literatura podía, si no cambiar el mundo, al menos sostenerlo por un instante.

Descansa, Mario Vargas Llosa. Con todas tus contradicciones, fuiste parte de lo mejor y lo peor de nuestra historia.

Fuente www.marcofonseca.substack.com/

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