Honduras elige en 2025: entre el retorno de la narcopolítica, el vacío centrista y la oportunidad perdida de una refundación
Marco Fonseca
Los resultados preliminares de las elecciones hondureñas del 2025 son un espejo roto donde se reflejan, con dureza, las fracturas estructurales del país. No importa a quién favorezca finalmente el escrutinio – ya sea Nasry Asfura o Salvador Nasralla: ambos escenarios son políticamente desoladores. Que el Partido Nacional esté nuevamente a las puertas del poder es indignante; que Salvador Nasralla también tenga posibilidades reales de gobernar es igualmente alarmante, aunque por razones distintas. Ambas rutas representan, en esencia, un retroceso histórico, una restauración neoliberal y la interrupción abrupta de un proceso de cambio modesto iniciado bajo el gobierno de Xiomara Castro.
El hecho central, sin embargo, es que una parte importante del electorado votó sin memoria, sin criterio y sin vergüenza: votó idiotizada por los mismos aparatos que destruyeron al país. Esto no se explica únicamente por ignorancia o manipulación: revela una crisis profunda de la subjetividad política hondureña, moldeada durante décadas por clientelismo, precariedad, miedo y una poderosa maquinaria mediática al servicio de élites que nunca han renunciado a su poder.
El horror de un posible retorno del Partido Nacional
Que Nasry Asfura, heredero directo de la estructura que produjo al corrupto, narco y convicto Juan Orlando Hernández (JOH), haya alcanzado la primera plaza en los conteos preliminares no es solo sorprendente: es trágico. Representa una negación y un olvido absoluto de la experiencia histórica del país. Honduras vivió más de una década bajo un narco-Estado, donde el crimen organizado se entrelazó con las élites económicas y sectores militares para capturar completamente el aparato estatal. Las condenas en Nueva York contra JOH y su hermano Tony no dejaron margen para la duda: el Estado hondureño fue gobernado como una franquicia criminal.
El apoyo explícito de Donald Trump a Asfura, acompañado de su promesa grotesca de indultar a JOH, refuerza el carácter tóxico de este escenario. Que la política hondureña quede tan expuesta al humor y los intereses de un gobernante autoritario extranjero, particularmente el gran primate anaranjado del imperio, muestra hasta qué punto la soberanía y la dignidad nacional han sido vulneradas.
Un retorno del Partido Nacional tendría, como mínimo, cinco implicaciones. Primero, la restauración y reactivación de redes de corrupción ya incrustadas en todos los niveles estatales; segundo, la continuidad del modelo extractivista que destruye territorios indígenas, bosques, ríos y áreas protegidas; tercero, la criminalización renovada de defensores ambientales y movimientos comunitarios; cuarto, la restauración de pactos oligárquicos-empresariales que han bloqueado por décadas cualquier reforma profunda; y, quinto, el cierre definitivo de la ventana refundacional abierta en 2022.
Es, en resumen, la reinstalación del viejo orden oligárquico-narcopolítico.
Por qué un triunfo de Salvador Nasralla también es profundamente peligroso
Puede parecer contraintuitivo, pero un eventual gobierno de Nasralla, aun siendo “opositor” al Partido Nacional, no representa una alternativa real. Durante años, Nasralla ha encarnado la política-espectáculo: populismo televisivo, moralismo superficial (“los buenos contra los malos”), inconsistencia programática y una volatilidad que convierte cualquier intento de gobernabilidad en un salto al vacío.
Un gobierno suyo sería desastroso por razones distintas. Un partido liberal fragmentado que se ha “fundido” en torno a una personalidad sin estructura, ni cuadros democráticos; una visión política cafeinada por los discursos de la posverdad que dominan las redes sociales en un país repleto de teléfonos móviles; un político que no posee visión económica, social o ambiental coherente o más allá del neoliberalismo; un proyecto repleto de oportunistas y tecnócratas sin arraigo social; un modo de política que no confronta a los poderes reales y coquetea perpetuamente con las elites en el poder. Nasralla es un político que ha demostrado inmadurez y caprichosidad política extrema. Todo esto sin mencionar que colectivos feministas y de derechos humanos han denunciado a Nasralla por su discurso consesvador.
Nasralla no representa la ruptura del modelo; representa el vacío que permite que el modelo se regenere una y otra vez. Su triunfo sería la política como improvisación, espectáculo y deriva neoliberal. Y esa deriva no es neutra: en un país frágil, abre las puertas al retorno reforzado del viejo orden.
Cuatro años con Xiomara Castro: demasiado poco para romper un sistema diseñado para no cambiar
Aquí es donde aparece un punto crucial: cuatro años de gobierno progresista no bastaron para romper el modelo de hegemonía neoliberal (y el subalternismo neoliberal) en Honduras. Y no por falta de voluntad política, sino porque el sistema electoral y político hondureño, como muchos en América Latina, está diseñado precisamente para que nada estructural cambie.
Ese diseño asegura que las cuatro P (propiedad, producción, poder y placer) permanezcan intactas: la propiedad concentrada en élites históricas, la producción subordinada a intereses transnacionales y extractivos, el poder controlado por redes político-empresariales, y el placer (o el deseo social) moldeado por iglesias, medios y plataformas de entretenimiento. Todo un coctel depresivo.
En un sistema así, cualquier gobierno progresista tiene que gobernar contra el Estado realmente existente, contra una cultura política neolibealizada y contra las expectativas inmediatas generadas por la precariedad.
La administración de Xiomara Castro intentó abrir grietas: reformas judiciales, políticas sociales, agendas de derechos, nuevos vínculos internacionales, debates sobre soberanía y territorio. Pero las condiciones estructurales sumado a la inercia institucional, el poder económico, la violencia organizada y el bombardeo mediático conservador limitaron la profundidad de esas transformaciones.
Lo que la elección de 2025 muestra es que el péndulo político funciona tal como fue diseñado: para impedir rupturas y asegurar que el neoliberalismo, con o sin narcopolítica, se reproduzca casi automáticamente.
La catástrofe ética y la lección política
Los resultados son, en muchos sentidos, suficientes para perder la fe en la capacidad humana de aprender. Honduras parece haber olvidado su propia historia reciente con una rapidez desconcertante. Pero esta sensación de desesperanza y de repetición trágica revela algo más profundo: cuando no existe articulación democrática y rupturista, los procesos hegemónicos no se rompen, se reciclan.
Sin organización territorial, sin pedagogía política emancipadora, sin movimientos articulados desde abajo en torno a un proyecto democrático de país, las conquistas se vuelven frágiles, la memoria se disuelve, la hegemonía neoliberal recupera terreno con facilidad y el péndulo vuelve a su estado natural: hacia las élites que llevan un siglo gobernando. La elección 2025 lo confirma con brutal claridad: la hegemonía no se derrota con moralismos, improvisaciones ni nostalgias; solo se derrota con articulación democrática, radical y sostenida y, cuando hay oportunidad de gobernar, con una refundación que transforme las cuatro P – las relaciones de propiedad, producción, poder y placer.
Lo que el viento todavía no se ha llevado
Honduras enfrenta una catástrofe múltiple – política, ética, ecológica y geopolítica, pero también un punto de inflexión. El reto es monumental: reconstruir la memoria popular, reorganizar el tejido social y defender los territorios frente a la restauración oligárquica o el vacío centrista.
El futuro hondureño dependerá de la capacidad del pueblo para reconocer que la alternativa no está en volver al pasado ni en entregarse al espectáculo, sino en construir desde abajo, con paciencia y radicalidad una nueva imaginación democrática y ecosocialista capaz de romper la normalidad neoliberal que aprisiona al país desde hace décadas.
Fuente #RefundaciónYa
