La apuesta de Trump no saldrá bien.

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Michael Roberts

Donald Trump quiere revitalizar el capitalismo estadounidense con su política arancelaria. Pero ni siquiera un «Napoleón del proteccionismo» puede hacer frente a la crisis de base del sistema, opina el economista marxista Michael Roberts.

Cuando se intenta describir la situación mundial actual, cada vez es más difícil evitar los superlativos. La guerra económica desatada por Donald Trump, la creciente confianza de China, que ya no está dispuesta a aguantar lo que sea, y la guerra en curso en Ucrania han llevado a una incertidumbre sistémica que no se veía desde el periodo de entreguerras o incluso tiempo atrás. El temor a otra gran crisis o incluso a otra gran guerra está comprensiblemente muy extendido, quizás más en Europa que en ningún otro lugar, la región que más tiene que perder con la nueva guerra fría.

¿Cuánta de esta inquietud cabe imputarla a un presidente estadounidense impredecible y cuánta es el resultado de cambios estructurales más profundos? ¿El surgimiento de potencias que pueden competir con Estados Unidos apunta a la posibilidad de un orden mundial más justo, o simplemente se trata de la sustitución de una potencia hegemónica por otra? Y, sobre todo, ¿qué significa todo esto para la vida y las perspectivas políticas de la población trabajadora? Arman Spéth habló para Jacobin con el economista marxista Michael Roberts, autor de los libros The Great Recession: A Marxist View y The Long Depression, para conocer su opinión sobre la economía mundial cada vez más fragmentada.

-Las convulsiones geopolíticas que observamos actualmente serían impensables sin el segundo mandato de Donald Trump. Desde su regreso a la Casa Blanca, tanto la política interior como la exterior de Estados Unidos han cambiado de forma indiscutible, lo que, a la vista del papel del país como potencia hegemónica mundial, tiene inevitablemente repercusiones en el resto del mundo. Si damos un paso atrás y observamos con cierta distancia el caos cotidiano de la política estadounidense, ¿ves en la política económica de Trump algo que se acerque a una estrategia consistente? ¿Hay un «método en la locura» y, si es así, en qué consiste exactamente?

En primer lugar, Donald Trump es una persona profundamente disfuncional, cuya arrogancia, una hybris extrema y una falta de empatía humana son evidentes para cualquier persona racional. Sus declaraciones públicas y sus constantes cambios de rumbo político, ya sea en materia de aranceles, conflictos internacionales o cuestiones culturales y sociales, lo prueban de manera impresionante. Pero esta locura esconde un método. La estrategia de Trump tiene como objetivo restaurar la base industrial de Estados Unidos, reducir el déficit comercial de bienes y reafirmar la hegemonía global de Estados Unidos, especialmente frente a China.

Trump y sus MAGA-seguidores están convencidos de que Estados Unidos ha sido despojado de su poderío económico y su estatus hegemónico porque otras grandes economías le han «robado» su base industrial y luego habrían erigido numerosos obstáculos que dificultan a las empresas estadounidenses (especialmente a las del sector manufacturero) mantener su supremacía. Para Trump, esto se manifiesta en el déficit comercial que Estados Unidos tiene con el resto del mundo.

Donald Trump suele aludir al presidente estadounidense William McKinley cuando anuncia sus aranceles. En 1890, McKinley, entonces miembro de la Cámara de Representantes, propuso una serie de medidas arancelarias para proteger la industria estadounidense que posteriormente fueron aprobadas por el Congreso. Sin embargo, estas medidas resultaron ser un fracaso: no pudieron evitar la grave crisis económica que comenzó en 1893 y se prolongó hasta 1897. En 1896, McKinley se convirtió en presidente y llevó a cabo una nueva ley arancelaria, la llamada Dingley Tariff Act de 1897. Dado que esto coincidió con una fase de auge económico, McKinley afirmó que los aranceles ayudarían a reactivar la economía.

Se le denominó «el Napoleón del proteccionismo» y vinculó su política arancelaria con la ocupación militar de Puerto Rico, Cuba y Filipinas para ampliar la «esfera de influencia» estadounidense, algo que Trump retoma hoy en día de manera análoga con sus comentarios sobre Canadá, Groenlandia o Gaza. Al principio de su segundo mandato, McKinley fue asesinado por un anarquista indignado por el sufrimiento de los trabajadores agrícolas durante la recesión de 1893 a 1897, de la que responsabilizaba a McKinley.

Ahora tenemos otro «Napoleón del proteccionismo» en Donald Trump, quien afirma que sus aranceles ayudarían a los fabricantes estadounidenses. El objetivo de Trump es claro: quiere restaurar la base industrial de los Estados Unidos. Una gran parte de las importaciones estadounidenses procedentes de países como China, Vietnam, Europa, Canadá o México proviene de empresas estadounidenses que producen allí y revenden los productos en Estados Unidos a un coste menor que el que tendrían si se produjeran en el país.

En los últimos cuarenta años de «globalización», las multinacionales de Estados Unidos, Europa y Japón han trasladado su producción al sur global para beneficiarse de los bajos salarios, la ausencia de sindicatos y regulaciones, y el acceso a la tecnología moderna. Como resultado, estos países asiáticos industrializaron masivamente sus economías y ganaron cuota de mercado en la producción y las exportaciones, mientras que los Estados Unidos se desplazaron cada vez más hacia el marketing, las finanzas y los servicios.

¿Tiene eso alguna importancia? Trump y su entorno creen firmemente que sí. Su objetivo estratégico principal consiste en debilitar a China, estrangularla y, finalmente, provocar un «cambio de régimen», al tiempo que se ampliaría el control hegemónico sobre América Latina y la región del Pacífico. En consecuencia, la producción industrial debe volver a trasladarse a Estados Unidos. Biden quería alcanzar este objetivo mediante una «política industrial» que subvencionara a las empresas tecnológicas y las infraestructuras industriales, pero esto condujo a un aumento masivo del gasto público y, en consecuencia, déficits de récord en el presupuesto.

Trump considera que este no es el camino correcto: está convencido de que el objetivo se puede alcanzar mejor mediante aumentos de los aranceles, que deberían obligar a las empresas estadounidenses a repatriar su producción y motivar a las empresas extranjeras a invertir en Estados Unidos. Cree que solo con el aumento de los aranceles podrá impulsar la producción, gastar más en armamento y reducir los impuestos a las empresas, al tiempo que recorta el gasto social y mantiene así la estabilidad del presupuesto federal y del dólar.

¿Qué probabilidades hay de que su apuesta salga bien?

Esta apuesta no va a acabar bien. En la década de 1930, el intento de Estados Unidos de «proteger» su base industrial mediante los aranceles Smoot-Hawley únicamente provocó una nueva caída de la producción, mientras la Gran Depresión se extendía por Norteamérica, Europa y Japón. La gran industria y sus economistas condenaron enérgicamente las medidas Smoot-Hawley y lucharon con fuerza contra ellas. Henry Ford, por ejemplo, intentó convencer al entonces presidente Herbert Hoover de que bloqueara la ley, calificándola de «estupidez económica».

Hoy en día se escuchan palabras similares en los círculos económicos y financieros, como por ejemplo en el Wall Street Journal, que calificó los aranceles de Trump como «la guerra comercial más estúpida de la historia». Es cierto que la crisis económica mundial de la década de 1930 no se desencadenó por esta guerra comercial proteccionista que Estados Unidos provocó en 1930, pero los aranceles agravaron la contracción global, ya que el lema fue entonces «cada país por su cuenta». Entre 1929 y 1934, el comercio mundial se redujo en aproximadamente un 66 % porque los estados de todo el mundo respondieron con contramedidas.

Aunque Trump ha roto con la política neoliberal de la «globalización» y el libre comercio para hacer «America great again» a costa del resto del mundo, sigue comprometido con la lógica del neoliberalismo en el ámbito interno. Se pretende bajar los impuestos a las grandes empresas y a los ricos, pero al mismo tiempo se reducirá la deuda pública y el gasto público se verá recortado (excepto el gasto en defensa, se entiende). El déficit presupuestario de Estados Unidos ascenderá este año a casi 2 billones de dólares, de los cuales más de la mitad corresponderá al pago de intereses, casi tanto como lo que Estados Unidos gasta en su ejército. La deuda pública pendiente total asciende ahora a más de 30 billones de dólares, es decir, alrededor del 100 % del producto interior bruto. La proporción de la deuda en el PIB pronto superará el máximo alcanzado en el período de la Segunda Guerra Mundial. La Oficina Presupuestaria del Congreso estima que la deuda pública estadounidense superará los 50 billones de dólares en 2034, es decir el 122,4 % del PIB. Solo los pagos de intereses ascenderán entonces a 1,7 billones de dólares al año.

Para evitar este escenario, Trump planea «privatizar» tanto como sea posible del Estado. «Le recomendamos que busque un puesto en el sector privado lo antes posible», declaró la Oficina de Gestión de Personal de su administración. En la concepción de Trump, el sector público es improductivo, a diferencia del sector financiero, se entiende. «El camino hacia una mayor prosperidad estadounidense consiste en incentivar a las personas a cambiar de puestos de trabajo menos productivos en el sector público a puestos más productivos en el sector privado». Sin embargo, estos «magníficos puestos de trabajo» no se han especificado con más detalle. A esto se suma que esos puestos supuestamente más productivos no pueden crearse si el crecimiento económico se estanca o se contrae como consecuencia de la guerra comercial.

-Pero, ¿por qué Trump concede tanta importancia a la reactivación del sector industrial y a la reducción del déficit comercial de bienes? ¿Cómo debería esto, según su concepción, fortalecer el capitalismo estadounidense y por qué sigue impulsando esta política, a pesar de que contraviene directamente los intereses de la mayor parte de la burguesía estadounidense?

La política declarada de Trump de restaurar la industria estadounidense se basa en la idea de que proteger la producción nacional de la competencia extranjera revitalizará el capitalismo estadounidense. Sin embargo, irónicamente, Estados Unidos obtiene un considerable superávit comercial en el sector de los servicios, por ejemplo, en áreas como las finanzas, los medios de comunicación, la consultoría empresarial y el desarrollo de software. El déficit de productos industriales se compensa en parte con las exportaciones de servicios.

La imposición de aranceles a las importaciones de bienes socava aún más el potencial de crecimiento de la industria manufacturera estadounidense, así como del sector servicios, ya que de este modo aumentan los costes de los componentes que llegan para la producción final. Esto se traduce o en un aumento de los precios, si estos costes se repercuten, o en una menor rentabilidad, si no se repercuten, o en ambas cosas.

Las contradicciones en la política arancelaria y de deportación de Trump quedaron patentes recientemente, cuando más de 500 técnicos coreanos que trabajaban en un proyecto de baterías de Hyundai en el estado de Georgia fueron detenidos y expulsados de Estados Unidos. Trump quiere atraer a empresas extranjeras para crear puestos de trabajo en Estados Unidos, pero al mismo tiempo hace detener a los trabajadores extranjeros. Además, afirma que los ingresos procedentes del aumento de los aranceles contribuirían a reducir el déficit presupuestario y la deuda pública, pero estos ingresos adicionales son insignificantes en comparación con la pérdida de ingresos causada por sus grandes recortes fiscales para las empresas y los súper ricos, su «gran y hermosa ley».

Trump ha retirado o atenuado en ocasiones sus aumentos arancelarios cuando los mercados financieros han reaccionado negativamente. Sin embargo, el sector financiero parece reaccionar cada vez con más serenidad a las medidas de Trump. Por lo tanto, por el momento mantendrá su rumbo.

-Si miramos más allá de la política arancelaria, se nos muestra un contexto más amplio de estancamiento económico global. Desde el inicio de la crisis financiera mundial en 2007, el capitalismo mundial se encuentra en lo que tú denominas «larga depresión», caracterizada por bajas tasas de beneficio, crecimiento estancado, crisis recurrentes y fases de recuperación débiles. Como consecuencia, los gobiernos de los países occidentales, en particular el de Estados Unidos, intervienen cada vez más directamente en los procesos económicos y protegen determinados intereses. Al mismo tiempo, destacas que el neoliberalismo, como antes, sigue muy vivo en Estados Unidos. Esto contradice las afirmaciones de algunos expertos de que el neoliberalismo ha muerto. ¿Has cambiado tu valoración al respecto?

Las grandes economías capitalistas han registrado un crecimiento significativamente menor desde la crisis financiera de 2008 y la gran recesión que le siguió. En este contexto, la economía estadounidense fue la que salió mejor parada: el crecimiento real del PIB no superó el 2 % anual de media en los últimos diecisiete años en comparación al más del 3 % anterior a 2008. El resto de los países del G7 evolucionaron peor, con un crecimiento real medio del 1% anual en el mejor de los casos. Alemania, Francia y el Reino Unido se encuentran en gran medida estancados, mientras que Japón, Canadá e Italia solo han obtenido resultados ligeramente mejores.

Estas tasas de crecimiento nacional estancadas se deben a la disminución de las tasas de inversión en la economía productiva, ya que la tasa media de beneficio del capital ha alcanzado mínimos históricos en todo el mundo. ¿Cómo puede ser esto así si las grandes empresas estadounidenses de los sectores tecnológico, energético y farmacéutico obtienen enormes beneficios? Estas empresas forman una excepción en comparación con la inmensa mayoría de las empresas de Estados Unidos, Europa y Japón. Se estima que entre el 20 % y el 30 % de las empresas de todo el mundo no obtienen beneficios suficientes para pagar sus deudas y tienen que seguir endeudándose para sobrevivir. Como consecuencia, en el siglo XXI los beneficios se invierten cada vez menos en innovación y tecnología y más en inmuebles y especulación financiera. Wall Street está en auge, mientras que Main Street lucha por sobrevivir.

Las políticas neoliberales se apoyaban en la hegemonía de Estados Unidos. Desde una perspectiva internacional, siempre fueron una tapadera para lo que antes se denominaba el Consenso de Washington, es decir, el consenso por el que Estados Unidos y sus socios menores en Europa y en el espacio pacífico-asiático establecían las normas del libre comercio y los flujos de capital en interés de los bancos y las multinacionales del llamado norte global. Trump ha cambiado todo esto. Hoy en día, el gobierno estadounidense traza su propio camino, no solo a costa de los países más pobres del sur global, sino también a costa de sus propios socios menores dentro de la «alianza» liderada por Estados Unidos.

El Estado trumpista interfiere mientras tanto también en la economía y la estructura social estadounidenses. El sector público y muchas de sus instituciones han sido diezmados. Trump incluso aspira a tomar el control de la Reserva Federal. Gobierna por decreto, elude al Congreso y menosprecia los tribunales. El libre comercio ha sido sustituido por el proteccionismo, y la inmigración, por la deportación. Y, sin embargo, el neoliberalismo sigue fuerte bajo Trump, entendido como la desregulación de las normas medioambientales y sanitarias, de los riesgos financieros, así como la reducción del gasto público y de los impuestos para los ricos.

-Pasemos ahora a los «socios menores» de Estados Unidos. La Unión Europea está viviendo una humillación sin precedentes al aceptar de hecho una subordinación total a Estados Unidos. Esto es una clara muestra de debilidad económica y política. Al mismo tiempo, la UE intenta contrarrestar su declive reforzando industrias clave mediante iniciativas proteccionistas y dirigidas por el Estado, como la Ley de Chips o el Pacto Verde. ¿Ves alguna posibilidad realista de que Europa pueda detener su menguante importancia en el mercado mundial?

Los jefes de Estado y de gobierno de los principales países de la UE se han perjudicado a sí mismos. La crisis financiera mundial de 2008 provocó una enorme carga de deuda para los países más débiles de la UE. Para cumplir con las exigencias de los bancos y de las instituciones de la UE —el Banco Central Europeo (BCE) y la Comisión Europea—, impusieron a sus poblaciones programas de austeridad draconianos. Las tasas de crecimiento de la productividad laboral, las inversiones y los ingresos reales en las grandes economías se redujeron drásticamente y los países europeos centrales (incluido el Reino Unido) se quedaron atrás en los últimos avances tecnológicos.

Luego vino la guerra en Ucrania. La política de sanciones contra Rusia y la suspensión de las importaciones de petróleo y gas rusos elevaron los precios de la energía a niveles récord. Esto ha desestabilizado a la industria alemana y europea. En poco tiempo, Alemania pasó de ser la «locomotora industrial de Europa» a una fase de estancamiento y recesión que ya dura tres años consecutivos. Francia e Italia apenas obtuvieron mejores resultados y la economía británica está claramente por los suelos, sin signos de recuperación.

Para complicar aún más las cosas, las élites europeas están cada vez más obsesionadas con la idea de que la Rusia de Putin está a punto de invadir Europa y «acabar con la democracia». Es difícil decir si realmente lo creen, pero su respuesta consiste, en cualquier caso, en presionar para que haya una presencia militar estadounidense permanente en Europa. Al mismo tiempo, bajo la presión de Estados Unidos, los Estados miembros de la UE imponen sanciones y aranceles a los productos chinos, lo que constituye un ejemplo más de su papel de vasallo sumiso a Washington.

Mientras tanto, el gasto público en Europa está aumentando rápidamente, sobre todo debido al fuerte incremento del gasto militar, cuya proporción del PIB es probable que aumente a más del doble a finales de esta década. Esto se hace a expensas de las inversiones productivas, las medidas de protección del clima, los servicios públicos y las prestaciones sociales. No es de extrañar, pues, que las fuerzas reaccionarias, con su programa racista, antiinmigración, escéptico con respecto al cambio climático y «radicalmente liberal», estén ganando terreno rápidamente en casi todos los países europeos. En este contexto, y ante la falta de cualquier rumbo político corrector, el relativo declive de Europa no puede sino acelerarse. De Gaulle en Francia, Kohl en Alemania e incluso Thatcher en Gran Bretaña se revolverían en sus tumbas.

-El declive de la UE y su subordinación a los intereses estadounidenses no pueden entenderse desligados de los cambios más amplios en el equilibrio de poder mundial. Trump no solo sigue una política arancelaria, sino que altera las condiciones de fondo por las que Estados Unidos ejerce su papel de potencia hegemónica mundial. Intenta deshacerse de las cargas y obligaciones del liderazgo hegemónico y sustituirlas por un sistema de dominio sin tapujos. Sin embargo, al hacerlo, ha intensificado un proceso que ya estaba en marcha: el declive relativo de la hegemonía estadounidense, cuyas bases económicas se han ido erosionando desde hace tiempo. ¿Conducirá esto a un orden multipolar más estable o nos estamos moviendo más bien hacia una fase caótica de rivalidades entre grandes potencias?

Trump se considera a sí mismo un «negociador» (Dealmaker) par excellence. En su forma de pensar, las reglas e instituciones establecidas son más bien obstáculos que puntos de referencia. Está convencido de que puede cerrar acuerdos comerciales internacionales en interés de los Estados Unidos mediante negociaciones directas con los jefes de Estado y de gobierno de Europa, Japón, etc. Del mismo modo, cree que puede poner fin a las guerras en Ucrania, Oriente Medio, África y el sur de Asia mediante tratos directos, es decir, mediante un juego de incentivos y amenazas. Este es el enfoque general de Trump para todas las cuestiones políticas.

Sin embargo, detrás de sus arrebatos hay una percepción racional: que Estados Unidos está perdiendo rápidamente su papel hegemónico global. Desde un punto de vista histórico, esto señala un desplazamiento en el orden mundial. Sí, hoy vivimos efectivamente en un mundo multipolar, como no se había visto desde la década de 1930. Después de 1945, surgió un orden mundial bipolar en el que el imperialismo estadounidense dominaba el mundo, pero se enfrentaba a un adversario ideológico, la Unión Soviética. El imperialismo estadounidense ganó finalmente esta «guerra fría» con el colapso de la Unión Soviética y sus estados satélites en Europa. A partir de entonces dominó la Pax Americana, aunque sin mucha paz real, ya que Estados Unidos siguió librando guerras, invasiones e intervenciones para «pacificar» el mundo en su propio interés y en el de sus «cómplices» en Europa, Oriente Medio, América Latina y en el Este asiático.

Pero nada dura para siempre y el capitalismo estadounidense se encuentra ahora en una fase de declive irreversible. La industria y las exportaciones estadounidenses perdieron su supremacía en los mercados mundiales, primero frente a Europa en la década de 1960, luego frente a Japón en la década de 1970, pero de manera decisiva frente a China en el siglo XXI. Sin embargo, esto no significa que se deba sobreestimar el declive relativo de la hegemonía estadounidense. Estados Unidos sigue disponiendo del sector financiero más grande y penetrante del mundo. Sus existencias de activos en el extranjero superan a los de cualquier otro país. El dólar estadounidense sigue siendo la moneda de referencia para el comercio, los flujos de capital y las reservas de divisas nacionales. Y el ejército estadounidense sigue siendo superpoderoso, con más de 700 bases en todo el mundo y un presupuesto superior al gasto militar total del resto del mundo en su conjunto. Los cómplices de Estados Unidos se aferran desesperadamente a su escudo protector para preservar la llamada «democracia liberal», es decir, a los intereses de sus élites capitalistas.

Sin embargo, ahora hay potencias rebeldes importantes que se sustraen a las reglas de Estados Unidos. Algunas de ellas, como Rusia, querían inicialmente formar parte de Occidente; Rusia incluso fue miembro del llamado G8 durante un tiempo. La India forma parte del Quad-4, una alianza liderada por Estados Unidos cuyo objetivo pretende frenar el ascenso de China en Asia. Cuando el pueblo iraní derrocó al corrupto y brutal Sha en 1979, incluso los mulás buscaron inicialmente un compromiso con Estados Unidos y Occidente.

A pesar de décadas de apoyo a los gobiernos opresores del apartheid por parte de Estados Unidos y sus aliados, la Sudáfrica posterior al apartheid también estaba muy interesada en unirse al Occidente democrático. Sin embargo, todos los Estados que hoy forman parte del llamado grupo BRICS fueron rechazados por el sistema de alianzas liderado por Estados Unidos. El llamado Consenso de Washington, la plataforma ideológica de los sucesivos gobiernos estadounidenses, apuntaba en cambio a un cambio de régimen en Rusia, Irán y, sobre todo, China. De este modo, se trazaba en cierta manera el camino hacia un mundo multipolar.

Sin embargo, los BRICS no representan una alternativa coherente al dominio estadounidense. Por lo tanto, la idea de que un orden mundial multipolar pueda reemplazar a la hegemonía estadounidense es prematura. Es cierto que la Pax Americana, tal y como existió después de la Segunda Guerra Mundial y de nuevo tras el colapso de la Unión Soviética en la década de 1990, ya no existe hoy en día. Pero el llamado grupo BRICS es una asociación heterogénea y organizativamente floja de potencias regionales, ubicadas principalmente en las regiones más pobladas, pero a menudo también más pobres del mundo, y con pocos intereses comunes. No es el grupo de los BRICS como tal el que representa el verdadero desafío para la hegemonía estadounidense, sino la emergente potencia económica de China, un adversario potencialmente mucho más fuerte y resistente de lo que jamás fue la Unión Soviética.

-El declive de la hegemonía estadounidense también plantea la cuestión de las alternativas progresistas. Destacan tres tendencias: en primer lugar, el apoyo al nacionalismo económico, la idea de que aislando la economía nacional se pueden proteger los puestos de trabajo y los salarios frente a la competencia global. En segundo lugar, un lamento sorprendentemente nostálgico por el fin del libre comercio, expresión de un temor al fortalecimiento del nacionalismo. Y, en tercer lugar, la orientación hacia la idea de la multipolaridad y los BRICS, vistos como una alternativa progresista al imperialismo estadounidense. Ninguna de estas tres orientaciones estratégicas parece convincente. Entonces, ¿qué aspecto podría tener una perspectiva de izquierda que no se vea atrapada ni en el nacionalismo, ni en la nostalgia del libre comercio, ni en la orientación hacia una multipolaridad capitalista fragmentada y sin efecto?

La «izquierda» que describes es lo que yo llamaría izquierda reformista, liberal o socialdemócrata. Esta izquierda parte de la premisa de que no hay alternativa al sistema capitalista, porque cualquier idea de socialismo se ha desvanecido hace tiempo. Según su concepción, su tarea consiste en configurar el capitalismo para que sea más justo para la mayoría, sin tocar de forma esencial los intereses del capital, ya que, al fin y al cabo, eso sería matar a la gallina de los huevos de oro. Sin embargo, esta izquierda ha perdido influencia porque la gallina capitalista hace tiempo que pone muy pocos huevos y estos benefician cada vez más solo a la minoría dominante.

Durante la «gran moderación» que se inició en la década de 1990, la izquierda liberal alabó el éxito de la globalización y el libre comercio. Sin embargo, la crisis financiera mundial, la gran recesión que le siguió, la larga depresión de la década de 2010, el desplome económico provocado por la pandemia de 2020 y la consiguiente espiral inflacionista del coste de la vida han dejado una cosa clara: el capitalismo del siglo XXI es incapaz de satisfacer las necesidades sociales de la mayoría de la población de Estados Unidos, Europa y el resto del mundo.

El liberalismo y la idea de reformas graduales, que en su día encarnó con éxito la izquierda liberal, están hoy en día desacreditados. En su lugar, se ha impuesto una amplia aceptación en torno a un nacionalismo burdo que se manifiesta en actitudes hostiles hacia las grandes empresas y en un racismo contrario a la inmigración en Estados Unidos y Europa (por ejemplo, alrededor del 70 % de las personas detenidas en los campos de internamiento del ICE en Estados Unidos no tenían condenas penales y, entre el resto, muchas estaban detenidas únicamente por delitos menores, como infracciones de tráfico). Trump y sus seguidores del MAGA, Farage en el Reino Unido y movimientos similares en otros países europeos están a favor de un retorno a los sombríos años del fascismo de la década de 1930, una evolución que finalmente desembocó en una devastadora guerra mundial. Para enfrentar esto, la verdadera izquierda debe partir de la premisa de que el sistema capitalista que domina hoy en día a nivel mundial se encuentra en una crisis irreversible.

-La cuestión de la multipolaridad me parece más compleja. Para algunos, significa simplemente el fortalecimiento de los Estados capitalistas del Sur global. Para otros, y esta es la perspectiva más interesante, se trata de romper el dominio occidental y crear más margen de maniobra para proyectos progresistas que, de otro modo, se verían asfixiados bajo la hegemonía de los Estados Unidos.

¿Pueden los BRICS constituir una fuerza contraria decisiva al imperialismo liderado por Estados Unidos y su cada vez más ambiciosa alianza con la OTAN? No lo creo. Desde el punto de vista económico, los BRICS —incluso en su forma ampliada BRICS+, que también incluye a Indonesia, Egipto y posiblemente Arabia Saudí— no son más que una agrupación informal en la que China es la potencia económica dominante. Los demás miembros son comparativamente débiles o dependen en gran medida de un único sector, en su mayoría de la energía y las materias primas.

El atractivo financiero de los BRICS, incluido su Nuevo Banco de Desarrollo, sigue siendo escaso en comparación con las instituciones del capital occidental. Políticamente, los líderes de los países BRICS persiguen intereses e ideologías muy diferentes. Rusia es una autocracia clientelista; Irán está dominado por una élite religiosa islamista; China, a pesar de su enorme éxito económico, es un Estado unipartidista; la India está gobernada por un partido hindú nacionalista, anteriormente fascista, que reprime cualquier tipo de oposición. Estos gobiernos no defienden ni el internacionalismo ni la democracia obrera. Dentro de estos países, por utilizar tu propia expresión, no hay margen de maniobra. Lo que se necesitaría, más bien, sería el derrocamiento de estos regímenes por parte de los movimientos obreros para establecer verdaderas democracias socialistas capaces de impulsar el cambio internacional.

El surgimiento de un orden mundial multipolar en el siglo XXI es una consecuencia del relativo declive del capitalismo estadounidense, especialmente desde la crisis financiera mundial y la Gran Recesión que le siguió. Pero es una peligrosa ilusión creer que las potencias resistentes son una fuerza del internacionalismo, que reducirían la desigualdad y la pobreza globales o que detendrían el calentamiento global y la inminente catástrofe ecológica. Para ello se necesita una internacional de gobiernos socialistas. Si un gobierno socialista llegara al poder en una gran economía, esto abriría un espacio para que otros países se opusieran al imperialismo. Un gobierno de este tipo podría cooperar con Estados fuera de la zona de influencia de Estados Unidos, como Venezuela o Cuba, que hoy en día disponen de un margen de maniobra muy limitado. Pero, sobre todo, podría inspirar el movimiento por gobiernos socialistas democráticos en todo el mundo.

Michael Roberts

habitual colaborador de Sin Permiso, es un economista marxista británico que ha trabajado 30 años en la City londinense como analista económico y publica el blog The Next Recession. Fuente:

https://jacobin.de/artikel/zoll-handelskrieg-weltwirtschaft-brics-krise-usa-protektionismus-inflation-kapitalismus

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