Catástrofe electoral en Bolivia. ¿Algo que podamos aprender?

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Marco Fonseca

Antonio Gramsci postuló que la hegemonía no solo se impone por la coerción estatal o del capital, sino por medio de la construcción de nuevas subjetividades que creen ser libres incluso al momento de su propia sumisión, dentro de un consenso cultural y moral amplio y profundo, que naturaliza y estabiliza el orden político aunque haya divisiones y pugnas sociales que el sistema mismo no para de generar y tampoco puede superar. De hecho, entre más amplias son esas divisiones y entre más conflictivas son las pugnas, mayor es el trabajo que tiene que hacer el proceso hegemónico para suturar los clivajes sociales, culturales y políticos que siempre amenazan con generar una catástrofe. Y cuando ese proceso falla entonces entramos en lo que se conoce como una crisis de hegemonía de donde siempre salen las morbosidades más grotescas de la política.

El MAS accedió al poder en 2006 con Evo Morales como primer presidente indígena, representando una ruptura simbólica con la élite neoliberal del pasado y dejando en claro cierto reordenamiento de poder hacia los sectores populares. Todo esto fue amplia y merecidamente celebrado por movimientos rupturistas, progresistas y contrahegemónicos del subcontinente. Sin embargo, a pesar de las transformaciones simbólicas y sociales, el proyecto del MAS mantuvo elementos fundamentales del proceso hegemónico neoliberal y del extractivismo estatal, incluso vínculos depurados y transformados con el capital transnacional, basado en hidrocarburos y materias primas (como el litio), reforzando una forma de acumulación que replicaba, aunque con rostro estatal (nunca, realmente, socialista), estructuras de dependencia económicas.

Gramsci insiste en que para desafiar realmente un proceso hegemónico históricamente particular es imperativo desplegar un proceso profundo de reforma intelectual y moral, luchas amplias y profundas por transformar la subalternidad en autonomía integral, así como catalizar y articular esas autonomías en una guerra de posiciones que desnaturalice las subjetividades y ensamblajes de la dominación. En todo este proceso resulta imperativo resignificar valores y prácticas de autonomía integral que partan desde los grupos más excluidos y subalternos de la estructura social, particularmente en la intelectualidad, educación y medios. El MAS, sin embargo, concentró su proyecto político en construir una nueva hegemonía (con todo y sus trucos) en el aparato institucional y simbólico, erigiendo a Evo Morales como un nuevo caudillo indígena, en lugar de una transformación profunda del sentido común neoliberal dominante y una cultura política de autonomías articuladas capaz de prescindir, precisamente, tanto de caudillos como de clientelismos.

El “extractivismo de Estado” que caracterizó a la llamada “Marea Rosada” y que sacralizó los recursos naturales como forma de soberanía no logró, sin embargo, reconfigurar ni desmantelar el consenso neoliberal hegemonizante: solo lo subvirtió parcialmente, distribuyendo rentas a sectores populares a cambio de legitimidad, pero sin articular autonomías capaces de ensamblar un marco ideológico alternativo que trascendiera el modelo de mercantilización, dependencia y subalternidad. El proceso descansó en subjetividades y moralidades ya formadas (y altamente subalternistas) y confió en que eso sería suficiente para avanzar el reloj de la historia. Lamentablemente, como lo ilustra el reloj que marcha al revés en el frontispicio del Palacio Legislativo de Bolivia en la Plaza Murillo, La Paz, y que una vez significó ir contra el colonialismo occidental de la modernidad capitalista, es la fuerza política dominante en las últimas dos décadas la que ha preparado el camino para una restauración del pasado y un retroceso en su reloj histórico.

Desde luego, los logros de Evos Morales son innegables:

Al llegar a la presidencia, Evo Morales refundó Bolivia como Estado Plurinacional, reconociendo así la identidad de los pueblos indígenas, tradicionalmente apartados de la vida pública por las élites blancas. Los sectores campesinos y populares vieron en él a alguien que, por fin, se ocupaba de sus necesidades. En su primer mandato, nacionalizó recursos naturales estratégicos como el gas o el petróleo, y recuperó el control de los tratos con las empresas extranjeras para evitar la fuga de capitales. Para 2013, había sextuplicado el gasto público, a través del fomento de sectores como el de la construcción. Durante sus mandatos, Bolivia alcanzó un empleo casi pleno. Otorgó bonos a sectores sociales desfavorecidos, impuso el control de precios en productos básicos y congeló la tarifa de la electricidad. Con todo, logró reducir la pobreza extrema urbana del 24% al 14%, y la rural del 63% al 43%, lo que supuso una extensión de una clase media que alteró la clásica relación entre etnia y clase. Bolivia se transformó con Evo.

Pero Gramsci alertaba sobre cómo el capitalismo puede incorporar demandas populares para luego neutralizarlas: es la lógica del “neoliberalismo desde abajo”. En Bolivia, el MAS distribuyó rentas y apeló a símbolos indígenas, pero preservó el extractivismo estatal: litio, gas y minerales como ejes económicos. Morales y el MAS no rompieron con esa lógica neoliberal, sino que la implementaron de una nueva manera. Si bien se redistribuyeron recursos, se redujo la pobreza urbana y rural, se extendió la clase medio y se alteró en cierta medida la relación entre etnia y clase, el modelo económico no superó las lógicas extractivas de acumulación por desposesión; sindicatos y cooperativas cocaleras fueron actores subalternos y funcionales al Estado extractivista sin subvertir su base o su lógica interna. Bolivia sí se transformó con Evo, pero no lo suficiente y la transformación misma pronto entró en una nueva crisis de hegemonía.

El consenso neoliberal siguió permeando desde arriba hasta abajo: la economía dependiente, la mercantilización de la naturaleza, la ausencia de una cultura política capaz de romper con la lógica profunda del capital y la subalternidad. Las élites culturales y económicas adaptaron su narrativa para incluir al MAS: ya no es Bolsonaro el enemigo, es “el mal manejo estatal”, la corrupción y la deuda externa, narrativa que abre paso a la normalización del ajuste neoliberal con rostro político indígena.

Aparte de todo esto, las ambiciones de un nuevo caudillo, aunque sea un caudillo indígena con mucho apoyo de sus bases subalternas, tampoco pueden ser ocultadas. Si lo que ha hecho Bukele en El Salvador al eliminar toda restricción para su reelección indefinida es muy problemático, también lo fue para el caso de Morales y con costos políticos muy elevados:

En 2019, [Morales] buscó su cuarto mandato después de que el Tribunal Constitucional Plurinacional hubiera habilitado la reelección indefinida en 2017 pese a que, en una consulta popular en 2016, el 51,3% de la población votó “no” a la posibilidad de ampliar las reelecciones. Tras unos comicios en los que obtuvo el 47% del apoyo y que fueron tildados de fraude por la Organización de Estados Americanos (OEA), se desató una profunda convulsión social en las calles, con un saldo de más de 30 muertos. Evo renunció a la presidencia y se exilió a México; dos días después, Jeanine Áñez, vicepresidenta segunda del Senado, se proclamó presidenta interina. Volvió a Bolivia en 2020, un día después de que su aliado y sucesor, Luis Arce, asumiera la presidencia. En 2023, el máximo órgano judicial anuló la reelección indefinida; y, en mayo de 2025, Evo Morales fue definitivamente inhabilitado.

La fuerza política, moral y discursiva del MAS se fracturó irreparablemente con la división entre Morales y Arce. Aparecieron así dos facciones antagonistas bajo un mismo nombre: los “Evistas” (radicales, leales a Morales) y los “Arcistas” (bloque renovador, más tecnocráticos y moderados, con David Choquehuanca). Esta fisura debilitó cualquier posibilidad de ensamblar un bloque cultural articulado capaz de desmantelar la hegemonía neoliberal que se estaba revitalizando desde abajo.

La expulsión de Arce y Choquehuanca del MAS por parte de la dirigencia evista profundizó la crisis interna. Arce fue luego obligado a renunciar a su candidatura, y el MAS presentó candidatos diferentes lo cual evidenció la falta de articulación orgánica, ideológica y discursiva dentro de las izquierdas – o que se creen izquierdas.

El resultado: una izquierda fragmentada, incapaz de ampliar y profundizar un proyecto realmente contrahegemónico, incapaz de articular consensos amplios y duraderos más allá de un MAS dividido y mucho menos de desmantelar el amplio neoliberalismo subalterno y clasemediero que se fue revitalizando a medida que se fue ampliando la desilusión o el cinismo después de 20 años del MAS. Se deslegitimó así la capacidad de representar a las masas indígenas y no indígenas y se acentuó la desilusión y el rechazo por el proyecto del pueblo.

La erosión del poder (todavía no) hegemónico del MAS se vio evidenciada en las elecciones del domingo 17 de agosto de 2025. Económicamente golpeado, con la inflación en ascenso (entre el 19 % y 24 %) y escasez de combustible, el MAS ya agonizaba electoralmente. El presidente Luis Arce, profundamente impopular, decidió no buscar la reelección y en su lugar presentó a su ministro del Interior, Eduardo del Castillo, de 36 años, quien obtuvo apenas el 3,15% de los votos. Morales, mientras tanto, había pasado las últimas semanas montando un triste y desesperado espectáculo entre sus partidarios llamando a emitir votos nulos en protesta contra los fallos de los tribunales constitucionales y electorales que le impedían buscar un cuarto mandato. En otras palabras, en lugar de haberle cedido el paso a nuevas dirigencias, jóvenes, autónomas y articuladas desde hace años, Morales se consolidó en su propio laberinto caudillista y, después de haberse encontrado excluido del proceso, optó por comportarse intransigentemente, presentarse como irreemplazable y repetir las acusaciones de siempre sin reconocer su propia responsabilidad en la catástrofe que estaba por llegar. Morales tildó la contienda de ilegítima y acusó al sucesor Arce de pertenecer a una “nueva derecha” y de incluso haber “robado” las siglas del MAS. El bajísimo nivel de estas acusaciones evidencia el bajísimo nivel al que ha llegado el nuevo caudillismo boliviano. Veremos cómo analiza críticamente este proceso alguien como Álvaro García Linera.

El resultado ha sido catastrófico: por primera vez en casi 20 años, el MAS quedó fuera de una posible segunda vuelta. El senador Andrónico Rodríguez (8%), quien se esperaba fuera el sucesor de Evo Morales y resultó siendo una sorpresa electoral, tampoco obtuvo el apoyo de un Morales que fue incapaz de renunciar a su propio protagonismo. En su lugar, comprobando una vez el gran fallo de las encuestas de opinión que daban como favorito a Doria Medina, del Frente Unidad Nacional, llegaron a la próxima fase Rodrigo Paz Pereira (centrista del Partido Demócrata Cristiano y el más votado de los candidatos) y Jorge “Tuto” Quiroga, del partido Libre (extrema derecha). Como lo pone El País: “Nadie esperó que, comenzando quinto, terminaría primero sobre los viejos zorros de la política local”. Quedó claro que los discursos neoliberales, incluyendo la idea del “capitalismo popular”, así como la alianza con organismos como el FMI y una nueva apertura a la inversión privada, incluida la explotación del litio, han ganado terreno que parecía haberse superado. Como lo reporta El Salto Diario, Evo Morales calificó las elecciones de agosto de 2025 como ilegítimas, instando al voto nulo: “Estas elecciones son sin el pueblo”. Este rechazo simboliza la ruptura entre el liderazgo evista y la base popular, evidencia de que la hegemonía simbólica no fue reforzada y más bien resultó erosionada.

Desde la perspectiva gramsciana, sin embargo, esta elección refleja la restauración hegemónica neoliberal, pero esta vez con legitimidad electoral renovada. No se impone por la fuerza: se hace creer que el cambio es inevitable, que el Estado debe retirarse, reacomodando la dominación cultural en una nueva etapa.

¿Qué podemos aprender de esta debacle histórica en Bolivia? Se pueden destacar algunos elementos.

Por muy significativos que fueron sus logros históricos iniciales, Morales y el MAS no rompieron la hegemonía neoliberal porque no articularon una contra-hegemonía moral, cultural e ideológica con profundidad; en cambio, instauraron un extractivismo estatal que cooptó sectores populares subalternos, pero sin transformar las subjetividades de la gente ni el imaginario neoliberal colectivo.

La fractura interna con la división entre evistas y arcistas destruyó la emergente articulación necesaria dentro de las izquierdas y entre los grupos subalternos indígenas y no indígeneas para ensamblar y sostener un proyecto contrahegemónico colectivo. La izquierda quedó fragmentada y deslegitimada cultural y políticamente.

La restauración neoliberal extrema ha avanzado no desde la coerción sino desde el desgaste moral y cultural del proyecto de refundación del Estado plurinacional de Bolivia. Las elecciones de 2025 representan un momento de reconfiguración de hegemonía: los significantes populares ya no se organizan en torno al Estado redistributivo, sino una vez más en torno a la estabilización, el mercado, y al “ajuste estructural”.

Esta crisis plantea una pregunta central para las izquierdas del subcontinente: ¿cómo iniciar una “guerra cultural” capaz de disputar sentido común, articular autonomía integral y contrahegemonía amplia en medios, educación y comunidades, sin recostarse en aparatos estatales extractivistas y clientelares? Esa es la tarea vital para poder ofrecer una alternativa moral, cultural y política verdadera.


Fuente Blog #RefundaciónYa

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