El fútbol como cohesionador social
Omar Marroquín Pacheco
La felicidad de Guatemala: una nación que vibró al eliminar a Canadá.
La tarde en que Guatemala eliminó a Canadá no fue solo una victoria deportiva: fue una explosión de alegría nacional, un abrazo colectivo que recorrió aldeas, ciudades, volcanes y costas.
Fue una de esas páginas doradas que el pueblo atesora con fervor, porque por un instante, todos fuimos uno: una sola voz, una sola bandera, un solo corazón latiendo al ritmo de un balón.
En el verde del césped se jugaba más que un partido. Se jugaba el sueño de una nación que ha aprendido a resistir, a levantarse una y otra vez. Y cuando ese gol llegó, cuando la victoria se hizo cierta y Canadá quedó atrás, el país entero se levantó de su silla, salió a las calles, ondeó su bandera con lágrimas en los ojos y una sonrisa que decía: ¡Sí se puede!
Fue una tarde de tambores y cohetes, de abrazos entre desconocidos, de orgullo por nuestros jugadores que dieron todo con entrega y dignidad.
Jóvenes que crecieron en canchas de tierra, que soñaron con representar a su país, y que hoy nos regalaron un momento de unidad en medio de tantos desafíos.
No importaron las diferencias. Esa noche no hubo clases sociales, ideologías ni divisiones: hubo guatemaltecos celebrando juntos, con el alma llena, con la convicción de que el fútbol puede ser más que un juego: puede ser patria, memoria, resistencia y esperanza.
Ganarle a Canadá —una potencia con estructura, recursos y tradición— fue más que una hazaña: fue un grito al mundo y a nosotros mismos de que cuando Guatemala cree en sí misma, cuando juega con el corazón, es invencible.
Y mientras las luces se apagaban en el estadio, las de todo un país seguían encendidas en cada rostro alegre, en cada calle celebrando, en cada niño que esa noche soñó con vestir la azul y blanco.
Porque esa victoria nos recordó algo fundamental: que la felicidad también se construye con goles, y que Guatemala, cuando juega unida, no tiene límites
