Reflexiones críticas sobre el 15 de septiembre en Guatemala
Marco Fonseca
El 15 de septiembre, día de la Independencia en Guatemala, es celebrado oficialmente como un hito histórico que marca la ruptura con el dominio colonial español y el surgimiento de la nación guatemalteca. Sin embargo, la conmemoración de esta fecha republicana ha sido objeto de una creciente reflexión crítica por parte de diversos sectores, que cuestionan la narrativa tradicional de la Independencia y su significado real para los grupos históricamente marginados, excluidos y reprimidos. Desde las perspectivas indígena, feminista y gramsciana, el 15 de septiembre no se puede entender como una simple celebración patriótica del nacimiento de una república democrática, sino como un proceso político profundamente problemático, contradictorio y represor -el nacimiento de la república como un acto de represión originaria de la nación- que, al perpetuar muchas de las jerarquías y desigualdades que ya existían durante el período colonial, también las afianzó y profundizó en un acto y en un proceso histórico de represión continua y en cada ciclo histórico clave también expandida.
La perspectiva indígena: ¿De quién fue la Independencia?
Para los pueblos indígenas de Guatemala, que conforman una gran parte de la población del país, la Independencia del 15 de septiembre de 1821 tiene un significado ambiguo, e incluso negativo. El fin del dominio español y el nacimiento de la república no representó un cambio significativo en las estructuras y relaciones de poder que los mantenían subyugados. El nuevo proyecto republicano no estaba basado en el consenso, mucho menos en la democracia, sino que estaba basada en relaciones de coerción y represión que no dejaron ningún espacio para la diversidad cultural y étnica del nuevo Estado. De hecho, para muchas comunidades indígenas, la Independencia fue simplemente un cambio en la administración de un sistema colonial expropiador, discriminatorio y segregacionista, que mantuvo la explotación y la exclusión como pilares fundamentales de la nueva república criolla.
La Independencia fue un proceso liderado por las élites criollas, que buscaban mayor autonomía frente a la metrópoli española, pero no estaban interesadas en transformar las estructuras de poder que las beneficiaban. En teoría el republicanismo criollo fue un proyecto que, inspirado por los ideales del republicanismo latinoamericano y español, buscó evitar la tiranía y el despotismo de corte monárquico a través de la construcción de un sistema político basado en la participación ciudadana y el respeto por la ley. En su doctrina este republicanismo se basó en la idea de la libertad cívica, es decir, la idea de que los ciudadanos (hombres, españoles, católicos, con propiedad y educación) son libres cuando no están sujetos al dominio o control arbitrario de otro, lo que el historiador José Aguilar Rivera ha denominado “libertad como no dominación”.
Sin embargo, el republicanismo criollo se enfrentó al desafío de lo real, lo “negativo”, lo reprimido, es decir, lo indígena, debido a las condiciones socioeconómicas y políticas heredadas de la colonia y reproducidas tanto en las plantaciones como en los pueblos y las ciudades, que se caracterizaban por el mantenimiento de profundas desigualdades, segregaciones y regímenes laborales de trabajo servil y forzado. El fracaso real de la primera república liberal, por tanto, radica en la falta de un proyecto político -en el sentido de Josep Fontana- para establecer una ciudadanía inclusiva y efectiva que pudiera superar las estructuras coloniales de dominación. En este sentido, la Independencia no significó la liberación de los pueblos indígenas, no significó el arribo de la modernidad o la ilustración a Guatemala, en tanto que las mayorías indígenas continuaron sumidas en la oscuridad de la dominación criolla siendo excluidas, segregadas y explotadas por las élites terratenientes. Estas élites mantuvieron las relaciones de servidumbre y trabajo forzado, especialmente en el ámbito agrícola, donde los indígenas continuaron siendo la mano de obra barata en las todavía limitadas plantaciones de añil, cochinilla, cacao y otros cultivos que recibían su impulso externo por la demanda europea de tintes naturales. Cuando el declive del añil comienza a mediados del siglo XIX con la invención de tintes sintéticos y la economía de Guatemala empieza a reorientarse hacia la economía del café, esto da lugar a un nuevo ciclo de explotación y segregación de los Pueblos Originarios.
El colonialismo interno, un concepto desarrollado por autores como Pablo González Casanova en la década de los 1960, describe perfectamente la situación en la que los pueblos indígenas, a pesar de haber quedado “liberados” formalmente del colonialismo español, siguieron siendo sometidos -siguieron estando “sujetos”- a formas de opresión, segregación y explotación similares bajo el control de las élites criollas y ladinas. En este contexto, la Independencia se presenta como una narrativa hueca para los pueblos indígenas, que no solo siguieron siendo excluidos de la participación política y económica del país sin la protección formal de la corona española, sino que fueron recolonizados y sometidos a nuevos procesos de subsunción formal y real tanto a la dominación criolla como al naciente capitalismo agro-exportador del siglo XIX que solo echaría raíces estructurales profundas con la llegada de la Reforma Liberal autoritaria de fines del siglo XIX. El subalternismo indígena también tiene sus raíces en estas dinámicas, pero solo será afianzado bajo el Régimen Conservador de Rafael Carrera (1839-1871), es decir, la segunda república criollo-mestiza de Guatemala.
La narrativa de la Independencia también está profundamente vinculada a la construcción de una identidad nacional en cuyo centro simbólico encontramos palpitando lo real de una represión originaria, una exclusión, una ausencia, un acto violento, algo profundamente incompleto: la exclusión violenta y repetida de los pueblos indígenas. No hay que confundir esto: la identidad nacional sí contenía elementos indígenas, pero de modo prohibido, reprimido y eventualmente folklorizado, como sucedía con prácticas culturales y religiosas dominantes. El proyecto de “nación” guatemalteca promovido por las élites criollas y liberales se fundamentó, por un lado, en un acto originario de represión y violencia y en la asimilación cultural (pero solo donde ello fuera absolutamente necesario) y en la continua supresión de las identidades indígenas (en cualquier parte que ello fuera posible) y, por otro lado, en la lenta construcción de formas indigenistas y sus correspondientes formas subalternistas de indigenidad. Esto encontrará su primera manifestación clara en la segunda república criollo-mestiza de Carrera. Esto se refleja también en la política de ladinización que promovió la asimilación cultural, forzando a los indígenas a adoptar costumbres, idioma y formas de vida ladinas subalternizadas y que se intensifica solamente durante el régimen liberal guatemalteco de finales del siglo XIX. En lugar de reconocer y celebrar la diversidad cultural del país, la nueva nación criollo-ladina silenció y reprimió las voces y las identidades indígenas más autonomistas, las menos sujetas, en aras de un fetiche llamado la “unidad nacional”.
Hay un punto importante que notar, sin embargo, en cuando a la idea hoy muy en boga de que los Pueblos Originarios nunca han tenido un Estado propio en Guatemala. Aunque es una idea estrictamente correcta, en el devenir histórico de las repúblicas decimonónicas las cosas son más borrosas y complejas. Recordemos que la llamada “Revolución de la Montaña”, como se conoció el levantamiento que llevó a Rafael Carrera al poder, implica un proceso de incorporación subalterna de los Pueblos Originarios al primer proyecto de hegemonía criollo-mestiza de Guatemala, es decir, dominación pero ahora basada en cierto consentimiento y consenso de los/as de abajo. Este levantamiento fue una reacción a las políticas liberales de la década de 1830, lideradas por Mariano Gálvez, un gobernante liberal que impulsó una serie de reformas, incluyendo la privatización de tierras comunales indígenas y la secularización de las instituciones. Estas medidas afectaron profundamente a las comunidades indígenas, que dependían de las tierras comunales para su subsistencia y estaban estrechamente ligadas a la Iglesia Católica, que les brindaba cierto grado de protección. El resentimiento por estas reformas llevó a un levantamiento popular en las áreas rurales, particularmente en la región montañosa del altiplano. Los pueblos indígenas, que constituían la mayoría de la población rural de Guatemala, desempeñaron un papel crucial en esta rebelión pues vieron en las reformas liberales una amenaza directa a su forma de vida y sus derechos comunales, lo que los impulsó a apoyar la rebelión que acabaría con el régimen liberal.
Rafael Carrera, un líder mestizo de orígenes humildes, quien surgió como líder de esta rebelión, logró consolidar una alianza con las comunidades indígenas al prometer un proyecto de restauración conservadora: la protección de las tierras comunales y el restablecimiento del poder de la Iglesia a cambio del apoyo indígena para el proyecto restaurador. Esta alianza indígeno-mestiza fue esencial para el éxito de la Revolución de la Montaña, la caída del gobierno liberal de Gálvez en 1839 y el fin de la primera república criolla. Durante su gobierno, Carrera restableció muchas de las estructuras tradicionales que habían sido desmanteladas por los liberales, como la protección de las tierras comunales indígenas, y con ello la república conservadora se constituye en la primera formación estatal después de la Independencia que ofreció por lo menos protección mínima a los Pueblos Originales y, a su vez, creó una relación de subalternismo con los mismos. Porque, aunque Carrera adoptó políticas favorables hacia los pueblos indígenas en términos de la protección de las tierras comunales y la religión y logró ensamblar un consenso relativamente favorable de las autoridades indígenas en ese momento, esto por supuesto no significó una emancipación real ni, mucho menos, la fundación de un Estado pluriétnico, mucho menos indígena. Las comunidades indígenas siguieron siendo vistas como una fuerza laboral subordinada, y su participación en el sistema político siguió siendo limitada y segregada. En este sentido, aunque el gobierno conservador de Carrera logró ensamblar el primero proyecto de hegemonía indígeno-mestiza, el Régimen Conservador consolidó una estructura de poder que mantenía a los pueblos indígenas en un estado de exclusión social, dependencia económica y ahora también subalternismo político.
Mujeres invisibilizadas en la Independencia
No podemos de ninguna manera ignorar que la narrativa dominante de la Independencia guatemalteca también estuvo marcada por soslayar el papel de las mujeres y la exclusión sistemática de las mismas en los procesos políticos y sociales. En 1821, las mujeres no eran consideradas ciudadanas plenas ni tenían derechos políticos, una realidad que persistió durante gran parte de la historia republicana. Las mujeres en Guatemala solo obtuvieron el derecho al voto en 1945, bajo la Constitución de la República de Guatemala de 1945, promulgada durante el gobierno del presidente Juan José Arévalo. Esta Constitución marcó un hito en la historia del país al establecer principios democráticos más inclusivos y abrir el camino a derechos políticos que antes habían sido negados a las mujeres. Pero la Independencia, al igual que otros procesos políticos importantes, fue un proyecto masculino, profundamente excluyente, que dejó de lado las luchas de género.
La Independencia guatemalteca, como muchas otras revoluciones y procesos de cambio político, ha sido fundamentalmente narrada desde una perspectiva masculina. Las mujeres, si son mencionadas, lo son en un rol subordinado o de apoyo a los hombres, ya sea como madres, esposas o cuidadoras. Sin embargo, las luchas de las mujeres en Guatemala, aunque invisibilizadas, sí existieron en múltiples formas, tanto en el ámbito doméstico como en el social y político. Las mujeres indígenas, en particular, continuaron siendo explotadas tanto económica como sexualmente bajo el régimen independiente, sin acceso a derechos, educación o participación política. El papel de las mujeres indígenas en sus comunidades y movimientos, un tema que ha sido históricamente subestimado o invisibilizado en los relatos tradicionales, fue muy significativo sobre todo en la sostenibilidad de las economías locales, la preservación de las identidades culturales, y en algunos casos, en las resistencias indígenas contra las reformas coloniales y el dominio de las élites criollas que dominaron después de la Independencia.
A medida que las tierras comunales fueron amenazadas por la privatización o la confiscación, especialmente durante las reformas borbónicas en el siglo XVIII y las reformas liberales de la Independencia, las mujeres participaron en la resistencia contra estos procesos. Las tierras comunales eran esenciales para la subsistencia de las comunidades indígenas, y su pérdida representaba una amenaza directa a la seguridad alimentaria y la supervivencia cultural. Las mujeres indígenas también fueron explotadas como trabajadoras en las fincas y en las encomiendas durante el período colonial y las plantaciones criollas después de la Independencia. Participaron en lo que James C. Scott llama “formas cotidianas de resistencia”, como el sabotaje de las cosechas, la huida o la organización de protestas locales contra las condiciones de trabajo injustas impuestas por los colonizadores y luego por las élites criollas. Aunque no hay mucha documentación sobre la participación directa de las mujeres indígenas en las acciones militares o políticas durante el proceso de Independencia, su contribución se dio principalmente en las bases comunitarias, donde jugaban un papel crucial en la resistencia local y en la movilización comunitaria frente a los cambios que se avecinaban. Pero las narrativas dominantes de la Independencia y de la construcción de la nación guatemalteca, incluso las que nos han llegado hasta el presente y que siguen consagradas en los textos, relatos y conmemoraciones oficiales, han sido elaboradas desde una perspectiva masculina y ladina, en la que los aportes de las mujeres, especialmente de las indígenas, han sido marginados, eliminados y reprimidos.
Pero hoy resulta imposible pensar en el papel de la economía de subsistencia entre los Pueblos Originarios sin la presencia, trabajo y esfuerzos de las mujeres quienes trabajaban en la producción de alimentos, cultivando principalmente maíz, frijoles y otras hortalizas esenciales para la supervivencia. Además, desempeñaban roles clave en la recolección de productos del bosque, el cuidado del ganado menor y la producción de textiles. Además, las mujeres eran comerciantes activas en los mercados locales, donde vendían productos agrícolas, textiles, cerámica y otras mercancías. Este comercio les permitía establecer redes económicas tanto dentro como fuera de sus comunidades, en algunos casos intercambiando productos con ladinos y otras comunidades indígenas. Finalmente, las mujeres jugaron un papel esencial en la transmisión y preservación de la cultura indígena, especialmente en un contexto de dominación colonial y, posteriormente, de la imposición de una identidad nacional ladina durante la Independencia. Las mujeres desempeñaron un rol crucial como guardianas de los ritos y costumbres indígenas. A través de su participación en las ceremonias religiosas y en los rituales vinculados a la cosmovisión indígena, las mujeres contribuyeron a la preservación de la identidad comunitaria frente a las presiones de asimilación cultural.
Desde una perspectiva feminista, la Independencia no trajo cambios sustanciales en la estructura patriarcal de la sociedad guatemalteca. Las mujeres siguieron siendo excluidas de la ciudadanía plena, y el patriarcado permaneció como un pilar central en la construcción del nuevo Estado. El derecho al voto y a la participación política no fue concedido a las mujeres hasta mucho más tarde en la historia, en 1945, y aun cuando se les otorgó formalmente la ciudadanía, continuaron siendo excluidas en la práctica de los espacios de poder.
En este sentido, la lucha feminista en Guatemala ha sido una lucha doble: contra la opresión de clase y etnia, y contra el patriarcado. La Independencia no representó una ruptura con el sistema patriarcal colonial, sino que lo reprodujo dentro de las nuevas estructuras políticas y sociales de la república criolla. La invisibilización de las mujeres en las narrativas de Independencia y la falta de reconocimiento de sus luchas es un recordatorio de que la verdadera emancipación, tanto para mujeres como para los pueblos indígenas, no ha sido alcanzada.
Una perspectiva gramsciana
Desde una perspectiva gramsciana la Independencia guatemalteca debe ser analizada en términos de hegemonía (o, más bien, falta de un proyecto hegemónico criollo) y la relación entre las élites y los grupos subalternos. Para Gramsci, la hegemonía es el dominio que una clase social ejerce sobre otras no solo a través de la fuerza, sino fundamentalmente mediante la construcción de un consenso dominante, un sometimiento libre a la dominación, un proceso que debe invisibilizarse pero debe también vivirse como un hecho y como realidad objetiva. En el caso de Guatemala, la Independencia no fue un proceso hegemónico que involucró a las masas populares, a las mayorías indígenas o a las mujeres, sino que fue un proceso de dominación desnudamente controlado por las élites criollas, quienes consolidaron su poder a través de la creación de una narrativa nacional cuyo corazón palpitante estuvo marcado por una exclusión originaria, un acto de violencia fundante, que abría de marcar la subjetividad de los grupos subalternos, así como la dialéctica colonialista, segregacionista y violenta en la relación “siervo-amo” que ha definido al Estado para el resto de la historia republicana de Guatemala.
La dominación de las élites criollas después de la Independencia se estableció, por un lado, mediante la promoción de una narrativa de “unidad nacional” que, en realidad, beneficiaba únicamente a los sectores dominantes. Pero las élites criollas no lograron obtener el consentimiento de las clases subalternas, muchos menos de los Pueblos Originarios, a través de la construcción de un consenso dominante o una ideología nacionalista que invisibilizara la diversidad cultural y la realidad de la explotación económica. El control de la educación, los medios de comunicación y los espacios políticos, que en el periodo de la Independencia eran muy limitados y restringidos, permitió que el criollismo se siguiera entendiendo como el heredero natural del poder y perpetuara una estructura social similar a la del período colonial. Pero la exclusión de las mayorías sociales, sobre todo indígenas, de las instituciones dominantes significó que el criollismo no pudo convertirse en un proyecto hegemónico basado en el consentimiento y en la sujeción voluntaria. Así que cuando hablamos de dominación criolla estamos hablando de una relación de dominación marcada necesariamente por la coerción, la represión y la violencia.
Desde una perspectiva gramsciana, entonces, debemos preguntar acerca del momento en el cual las relaciones de poder en Guatemala empiezan a sustentarse en la construcción de consensos hegemónicos y los grupos sociales mayoritarios, sobre todo indígenas, empiezan a ser incorporados como grupos propiamente subalternos, es decir, lo que da lugar el fenómeno del subalternismo. Dentro de este nuevo contexto, que en Guatemals solo empieza a surgir bajo el Régimen Conservador, debemos pensar también cómo las clases subalternas tambien inician sus procesos de resistencia que, como procesos subalternos, buscan la restauración de balances y ventajas, aunque sean mínimas, como va a ocurrir solamente después de la Revolución de la Montaña. Es a partir de aquí que, con la incorporacion de las mayorías sociales e indígenas a los esquemas políticos de una naciente “sociedad civil”, ya no solamente criolla ni mestiza, que empezamos a ver el despliegue de una “guerra de posiciones” para desafiar el dominio irrestricto e ilimitado de las élites dominantes. En el caso de Guatemala, por supuesto, el desarrollo de la resistencia de los pueblos indígenas, los movimientos campesinos y las luchas feministas como una guerra de posiciones solo van a adquirir una carácter contrahegemónico en tiempos recientes, es decir, cuando las clases subalternas intentan articular un proyecto político y social que se contrapone a la hegemonía criolla y liberal.
La Independencia guatemalteca tampoco puede ser vista como ejemplo de “revolución pasiva”, es decir, como un proceso de cambio en el cual las élites logran absorber las demandas de transformación sin alterar radicalmente las estructuras de poder existentes. Esto solo va a evidenciarse durante el Régimen Conservador y, en este caso puntual, solo hasta cierto punto. La Independencia no fue un proceso de emancipación real ni tampoco formal para los sectores populares, sino más bien una reorganización del poder colonial dentro de la élite criolla. Por ello podemos legítimamente hablar de colonialismo interno. Los grupos subalternos no solo fueron excluidos de los beneficios de la Independencia, sino que se convirtieron en un acto fundante y violento de represión original. Hasta el presente Guatemala no ha logrado exorcizar este demonio.
Conclusión: Un análisis crítico del 15 de septiembre
Desde las perspectivas indígena, feminista y gramsciana que hemos propuesto en este ensayo, la conmemoración del 15 de septiembre en Guatemala no puede ser simplemente una celebración de la Independencia como ruptura con el dominio colonial español. Para los Pueblos Originarios, fue una continuidad del colonialismo bajo nuevas formas; para las mujeres, fue un proceso que perpetuó la opresión patriarcal; y desde una perspectiva gramsciana, fue un proyecto de dominación fundante que va a quedar marcado permanentemente por un acto de violencia y represión original de la nación que funda al Estado criollo y que consolidó el poder de las élites sin cambiar fundamentalmente las condiciones de las clases subalternas y los procesos de reconocimiento mutuo.
Estas reflexiones críticas nos invitan a repensar la Independencia, como un acto que se definió formalmente como expresión de ideas cívicas modernas e ilustradas, no como un logro finalizado, sino como un proceso incompleto y profundamente problemático, que requiere de renovadas luchas refundadoras por parte de los sectores históricamente marginados, excluidos y segregados para ensamblar un nuevo Estado democrático y plurinacional. La construcción de una nación plural, inclusiva y justa, social y ecológicamente viable, es hoy un desafío pendiente, una posibilidad, algo que requiere tanto de la articulación como de la creatividad y audacia política de los movimientos refundacionales, feministas, ambientalistas y juveniles contemporáneos en Guatemala.
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