Perdió Marine Le Pen: ¿Quién ganó?
MANOLO MORENEO, ANALISTA ESPAÑOL
El proyecto de Macron parece claro: crear una amplia alianza de centro aislando, como él dice, a los extremos. La base sería construir una convergencia entre una parte del actual Frente Popular; es decir, socialistas, verdes e independientes y la bancada macroniana sostenidos por los republicanos.
Hay, en los medios y en la clase política, una sensación generalizada de alivio, de que los franceses han impedido un mal gobierno para su país, con consecuencias negativas para la Unión Europea y, derivadamente, para la OTAN. Todo va en el mismo paquete y así se vende. Los acentos se ponen en uno u otro elemento, dependiendo de la posición política.
Es una señal de los tiempos: se crean coaliciones electorales negativas, bien contra los gobiernos existentes o bien para impedir que tal o cual partido llegue al gobierno. Dicho de otra forma, hay alternancias, lo que no hay es alternativas y, si las hay, ya no vienen desde la izquierda, sino desde la extrema derecha o la derecha extrema. También en esto Francia sigue siendo una excepción. La durísima campaña contra Mélenchon tiene mucho que ver con esto.
En Francia se ha evitado que el partido de Marine Le Pen alcance la mayoría suficiente para cohabitar con el presidente Macrón. Conviene subrayarlo. El llamado Frente Republicano ha vuelto a funcionar más como “coalición en negativo” que como una defensa firme y clara de la República y sus libertades.
Analizando los datos se observa que se ha producido una gran movilización del electorado que, al final, se ha traducido en una participación superior a la habitual. Estamos hablando del 66,6%.
La desafección política sigue funcionando como tendencia de fondo, a pesar de la polarización y la importancia de estas elecciones. El sistema electoral es un aspecto que siempre hay que tener en cuenta cuando se habla de elecciones; en Francia mucho más.
Como es conocido, fue cuidadosamente diseñado para debilitar al Partido Comunista e imponer un sistema férreamente bipartidista; votos y escaños se desconectan artificiosamente, creando barreras que limitan el pluralismo, fomentan el voto útil y favorece a los partidos del sistema.
El mensaje que las elecciones transmiten parece claro: oposición neta al populismo de derechas y apuesta por una salida hacia la izquierda de la crisis política, social y cultural de Francia. Se podría decir que la orientación real a la que apuntan los resultados está en gran medida por definirse; puede terminar siendo un fiasco más o el inicio de un cambio político que regenere la vida pública, refunde la República y garantice los derechos sociales de las clases populares.
Antes hablé de alivio; ahora conviene poner el acento en el factor tiempo. Hablar de última oportunidad puede parecer excesivo, pero no habrá muchas más. No hay que olvidar que el partido de Le Pen se ha convertido en la primera fuerza política del país, con la bancada más numerosa y con una cultura política sólidamente asentada en los territorios; a lo que hay añadir que el bloque pro Macrón ha resistido mejor de lo que se esperaba y que el Frente Popular es más la expresión de una respuesta defensiva a la convocatoria anticipada de elecciones que un proyecto social y programáticamente consolidado. La situación está muy abierta y las dificultades son grandes.
En los discursos predominantes los resultados electores se interpretan de modo autorreferencial como si se tratase de un espacio acotado y limitado donde juegan políticos, ciudadanos, medios y consultoras electorales.
Lo político es más amplio que el sistema institucional-electoral y actúan otros sujetos que tienen y que son poder. Para decirlo de modo comprensible, la clave siempre es preguntarse cómo mandan los que no se presentan a las elecciones; hablar de las complejas relaciones entre capitalismo y democracia basadas en una asimetría de poder estructuralmente organizado y contrarrestadas por la lucha social, la capacidad de movilización y organización de las fuerzas populares.
Si algo caracteriza a esta Unión Europea y los Estados que lo componen es un predominio creciente de los grandes grupos económicos, financieros y mediáticos que concentran cada vez más renta, riqueza y poder político directo e indirecto.
Ferrajoli los llamó “poderes salvajes”, en tanto que tales, incontrolados, con una enorme capacidad para condicionar la vida pública, determinar la agenda e influir decisivamente sobre las decisiones.
Lo que hay en todas partes es una crisis de las democracias realmente existentes y su progresiva conversión en regímenes políticos electorales, sometidos a la lógica del mercado capitalista y con una clase política cooptada por los grandes poderes.
El “no nos representan”, la creciente abstención, la crítica de los políticos y de la política; la percepción de la corrupción como el modo normal de gobernar la cosa pública, son la otra cara de una crisis que desconecta el sistema democrático de las necesidades de las familias trabajadoras; la soberanía popular sustituida por democracias limitadas al servicio de lógicas de poder opacas y crecientemente oligárquicas.
La tarea que han defendido y defienden los grandes poderes lo ha definido, como siempre, con precisión Macrón: impedir el gobierno Le Pen y aislar a La Francia Insumisa. Lo de la extrema derecha hay que verlo siempre con distancia, los que mandan y no se presentan a las elecciones saben que son ya el recambio normalizado de las derechas y que su tiempo llegará. Ahora hace falta debilitar a la izquierda, poner fin a la excepcionalidad francesa.
En la nueva Unión Europea, fortaleza y superpotencia, en guerra contra Rusia, no caben veleidades izquierdistas. Hace falta centralizar el poder y, a la vez, aprovecharse de los nacionalismos para crear un complejo militar-industrial desarrollado y una base social para impulsar la militarización de las relaciones sociales.
Mélenchon es un problema precisamente por esto, porque defiende un patriotismo republicano, democrático y socialmente avanzado, fuertemente crítico con la Europa del euro y con la OTAN.
Lo que viene ahora es un terreno minado donde se oponen dos proyectos, uno el defendido por Macrón con el apoyo de los grandes poderes y el otro el que representa La Francia Insumisa.
El proyecto del actual presidente parece claro: crear una amplia alianza de centro aislando, como él dice, a los extremos. La base sería construir una convergencia entre una parte del actual Frente Popular; es decir, socialistas, verdes e independientes y la bancada macroniana sostenidos por los republicanos.
El “efecto Glucksmann” es precisamente este: hacer de ariete para dividir al Frente Popular y propiciar una salida moderada y centrista a la crisis. El otro proyecto es el de Mélenchon que consiste -él lo ha dicho- en asumir con audacia la tarea de gobernar movilizando, dando coherencia y programa a unas bases sociales que esperan desde hace años un cambio real que regenere la vida pública, mejore las condiciones de vida de las mayorías sociales y, sobre todo, genere esperanza, compromiso, pertenencia.
Macron lleva años bloqueando el cambio en Francia. Ha tenido capacidad y habilidad para resistir la rebelión de los “chalecos amarillos”, para ir construyendo un imaginario social basado en la resignación, el resentimiento y el autoritarismo.
La clave no ha sido tanto neutralizar el conflicto social como impedir que este se traduzca en alternativa política. En este “espacio territorial, social y cultural” se ha ido construyendo la fuerza del populismo de unas derechas cada vez más unificadas y con creciente voluntad de poder. Las maniobras de palacio, los juegos de estrategia de una clase política cerrada, privilegiada y en decadencia lo que conseguirán es agravar la crisis de la República y acentuar la desafección de las clases populares con la política. Es solo el comienzo.