Guatemala: Del grado cero de ciudadanía a la ciudadanía plena
Edmundo Urrutia
“El comienzo nunca es el comienzo. Lo que confundimos con el comienzo es solo el momento en que entendemos que las cosas han cambiado”.
Fernanda Trías
No hace mucho tiempo, la población maya carecía de plenos derechos ciudadanos, ya sea formalmente o de hecho. Por siglos se le ha negado derechos económicos y sociales, y apenas ha tenido derechos políticos. Con este antecedente de demandas largamente postergadas, se puede apreciar mejor lo que sucede en estos días extraordinarios en el escenario nacional: la entrada definitiva de los pueblos originarios a la arena política nacional, como actores legítimos, autoconscientes de su capacidad organizativa, de su autoridad comunitaria, con voluntad de poder y con incidencia en la agenda nacional. Esta irrupción pacífica de los pueblos está dejando atrás a la vieja Guatemala, la racista, la excluyente, la explotadora, la injusta, la que le ha negado a más de la mitad de la población el reconocimiento de su dignidad humana. Fuertemente posicionado en el espacio político, el pueblo maya ha inaugurado su protagonismo a golpe de bloqueos y barricadas populares, de alegres pero firmes plantones y marchas multitudinarias, de entusiastas caravanas venidas de muchas regiones, de encendidos discursos con narrativas lúcidas y coherentes.
Más de un mes de implementar formas de lucha que no declinan, que no declinarán y que están planteando con ánimo inquebrantable el respeto a la democracia y sobre todo el diseño de otra Guatemala, en la que sea realidad concreta el principio humanista de que, más allá de nuestras diferencias, todas y todos somos iguales en nuestra condición de seres humanos habitantes de esta tierra y que, por lo tanto, merecemos alcanzar el bienestar. La demanda de respeto a la democracia, al Estado de derecho y a la soberanía del voto son la manera de enfrentarse al poder mafioso y ultraderechista que pretende hacer pasar lo ilegal como legal, que pretende imponer su voluntad a través de un golpe de Estado judicial e impedir la llegada de Bernardo Arévalo a la presidencia.
El camino del grado cero de ciudadanía a la ciudadanía plena ha sido largo y doloroso, es decir, ha costado sangre, sudor y lágrimas. El alto nivel de organización, de coordinación y de comando que han logrado los 48 Cantones, las autoridades ancestrales y las alcaldías indígenas -entre otras- no emergió de un día para otro, indudablemente no solo son resultado de estas elecciones y la lucha contra la obstinada resistencia de la elite depredadora a traspasar el gobierno a una nueva fuerza política, el Movimiento Semilla, no subordinada a sus intereses egoístas y espurios.
La verdad es que la lucha viene de lejos, hay una estela salpicada de sangre que se pierde en la oscura noche colonial. No es hiperbólico decir que tiene 500 años y se inició en la resistencia a la conquista, en los cientos de motines de indígenas de la época colonial, en la rebelión de Atanasio Tzul y Lucas Aguilar, en las rebeliones de San Miguel Ixcoy y de Patzicía, en la masacre de Panzos, en la masiva rebelión campesino-indígena a finales de los años 70 que desafió al Estado liberal oligárquico, y que fue sofocada a través de la estrategia de tierra arrasada, de múltiples crímenes de lesa humanidad y del genocidio infligido al pueblo ixil. Como dijo recientemente una gran señora indígena ante los funcionarios del Ministerio Publico, “nuestra gente no quiere violencia, no quiere confrontación, ya hemos ofrendado más de 200,000 muertos” en la guerra revolucionaria, que sirvió de crisol para que les naciera la conciencia.
Como respondió un líder ixil a la consabida pregunta de los ingenuos científicos sociales, “¿qué hicieron las organizaciones revolucionarias para incorporarlos a la lucha? “Ellos no nos incorporaron, replicó pausadamente, nosotros los incorporamos a ellos a nuestra lucha”.
Los cambios sociales profundos que se dieron en el siglo XX crearon las condiciones para que emergiera durante estas últimas semanas este actor maya en el sistema político nacional. La simbiosis de la finca cafetalera y la comunidad campesina a través de la servidumbre por deudas, se cortó cuando se introdujo la Ley de la Vagancia, copia fiel de las colonias alemanas en África, liberando fuerza de trabajo esclava que dio origen al comercio de la pequeña producción agrícola y artesanal y a la diferenciación social al interior de las comunidades. Luego vino la Revolución de Octubre de 1944 y la vida política con la elección democrática de alcaldes municipales y con el “precioso fruto de la Revolución, la reforma agraria”, que cimbró los territorios de los pueblos originarios. En los años 50 y 60 se implementó por parte del Estado la diversificación agrícola, y con ella la demanda de tierra y de grandes contingentes de mano de obra barata para la cosecha del azúcar y el algodón, de nuevas extensiones de café, banano y carne de exportación. El gran perdedor de este nuevo modelo de acumulación de capital fueron los pueblos indígenas campesinos porque de nuevo fueron despojados de muchas de sus tierras y obligados a proveer de mano de obra barata; sin embargo, encontraron en el apoyo de la Acción Católica, con las ligas campesinas, la Democracia Cristiana y el asentamiento de cooperativas en la frontera agrícola una alternativa de desarrollo, pero este modelo rápidamente encontró sus límites.
Vino la Teología de la Liberación, su denuncia de las injusticias y su llamado a la emancipación, apareció la epopeya guerrillera y su llamado a la revolución, los ríos convergieron, se vislumbró la posibilidad de la emancipación, vino el alzamiento generalizado y se dio la gran confrontación. Entonces, en paisaje se ensombreció con las masacres de la selva y las montañas, el refugio de miles en México y el desplazamiento de mas de un millón de personas desde al altiplano noroccidental. La guerra hizo madurar a los pueblos, aun en medio del indescriptible dolor del genocidio.
Varios hitos después se sucedieron. La transición a la democracia en los años 80 y las migajas de representación, el proceso de paz y el histórico Acuerdo de Identidad y Derechos de los Pueblos Indígenas durante los años 90 aunaron condiciones para el crecimiento, la maduración y el fortalecimiento de las nuevas organizaciones indígenas. El panorama social y político comenzó a cambiar. Llegó inevitablemente la demanda de justicia transicional de la sociedad civil por los crímenes de lesa humanidad cometidos durante la guerra. Se abrió una ventana desde la sociedad civil para luchar contra la impunidad que se materializo en la Comisión Internacional Contra la Impunidad en Guatemala (CICIG), por ejemplo, promovió una reforma de la justicia en donde se incorporaba el derecho maya y el papel de las autoridades ancestrales en la solución de conflictos. Esa fue una posibilidad de abrir una rendija para que entrara en la arquitectura institucional del Estado la visión y la cosmovisión mayas, pero la elite empresarial creyéndose dueña de Guatemala, se opuso y boicoteó las reformas; al final, fue un ejercicio que abonó a la toma de consciencia de los lideres ancestrales de que hay muro impenetrable erigido para excluirlos y que hoy se desmorona. Los pueblos fueron observadores de la podredumbre que la CICIG mostró a la vista de todos y todas las guatemaltecas. Fueron testigos también del desmantelamiento de esta instancia internacional que en un momento dado se convirtió en una herramienta -insuficiente- para transformar el país e impulsar una recomposición del poder.
Los pueblos tomaron nota de las movilizaciones del 2015 y tímidamente se asomaron esa vez a la Plaza. Lo que terminó de darle fuerza definitiva al movimiento social indígena fueron las últimas elecciones, que fueron precedidas por el mayor abuso de poder que se haya dado en el periodo democrático, el blindaje de las elites políticas, militares, empresariales y del crimen organizado -el pacto de corruptos- por medio del dominio y la subordinación de todas las instituciones del Estado, desde la Corte de Constitucionalidad hasta la Universidad de San Carlos, pretendiendo garantizar de esta manera la impunidad de sus acciones y evitar cualquier intento de reforma.
Lo cierto es que “tras las movilizaciones recientes, los bloqueos, las marchas, los plantones, ya no hay vuelta de hoja, no hay retorno, Guatemala ya ha cambiado y este cambio se viene gestando a lo largo de la historia”. Llegaron para quedarse sus formas de elecciones de autoridades, su estilo de poder comunitario comunal asambleario, lo peculiar de su proceso participativo de toma de decisiones, todo lo cual configurará una democracia comunitaria que no solo hay que preservar sino que debe legitimarse. Lo que implica que se legitime un modelo político que hasta ahora no había sido visible a los ojos, ignorado por el tipo de Estado liberal en descomposición que ha hegemonizado. Es de esperar que en los días que vienen se va a consolidar el valor de la democracia comunitaria en todos los ámbitos de la vida nacional.
¿Hacia dónde nos dirigimos con esta nueva configuración de la estructura de poder? ¿Cómo interpretar la entrada definitiva de los pueblos indígenas al sistema político? ¿Qué significa para el futuro este tránsito del grado cero de ciudadanía a la ciudadanía plena? Significa entre otras cosas que el Estado debe ser multicultural, uno que articule a los pueblos, sus organizaciones y líderes al ejercicio del poder del Estado. Sobrevendrá un cambio cultural y subjetivo irreversible después de lo que ahora ha sido evidente en el ámbito de la influencia política ejercida por las autoridades ancestrales.
Significa que tarde o temprano se tendrá que reorganizar la economía en función de articular la cosmovisión (su modo de vida y de ser), los intereses y las aspiraciones de los indígenas de ascendencia maya. Y con esta modificación de la estructura de poder debe venir la reorganización de la economía en la que cristalice un cambio en la matriz distributiva de la riqueza nacional. Los pueblos y los trabajadores más empobrecidos de la población guatemalteca debieran recibir una porción mayor de la riqueza producida socialmente. Significa que tendrá que implementarse un modelo de desarrollo que exprese el respeto y protección de los pueblos con los ríos, con los bosques, con la siembra, con las montañas, los territorios que habitan los pueblos, y este en armonía con la tierra que es considerada sagrada desde el origen de los tiempos por los pueblos.
El sistema político se tiene que mover de la representación a la participación y al ejercicio del poder. Se tendrá que mover y conducir al país de su actual estado monofónico a un mundo polifónico, del domino de una única voz del poder mafioso al coro de muchas voces de los pueblos y las clases, del paisaje monocolor a uno multicolor. Significa implementar la reforma del centralismo a la autonomía local y regional, del gobierno central jerárquico y vertical al autogobierno horizontal con las instituciones de gobernanza tradicionales. Del derecho positivo homogéneo y nacional al derecho consuetudinario maya.
En fin, significa concluir el proceso que va de la ciudadanía cero de los pueblos mayas, a la ciudadanía plena, el reconocimiento que deje atrás de manera definitiva la condición de invisible, no existente del pueblo maya.
“Nosotros siempre hemos existido, pero no nos han visto”, señala una mujer indígena.
Edmundo Urrutia: Profesor de Ciencias Políticas de la Universidad San Carlos de Guatemala. Fuente:
Fuente: www.sinpermiso.info