Por Gustavo A. Abril
No soy deportista y tampoco soy aficionado a deporte alguno; nunca pertenecí a ningún equipo ni he competido por nada que involucre desempeño físico, sin embargo, por años pasé largas mañanas de domingo sentado en los graderíos del estadio “Mateo Flores” y del “Estadio del Ejército”, asoleándome, comiendo hot dogs y papalinas, tomando gaseosas servidas en bolsitas de plástico -que algunos cafres usaban para llenarlas de meados y lanzarlas sobre la gente que estaba sentada en las gradas más bajas-. El futbol, para mí, no eran otra cosa que rempujones en la fila de la taquilla del estadio, insolaciones, empapadas, insultos, gritos, radios de transistores -que servían para ponerle algo de emoción a lo que la gente estaba viendo-, gritones ofreciendo viseras de cartulina, panes con frijol o pollo, helados, chicles, gaseosas, cervezas bien frías y un pasar un par de horas muy aburridas. Para mí el futbol no era otra cosa que soportar el “after game” en algún bar de ciudad de Guatemala y escuchar a mi padre y sus amigotes mientras describían y discutían la manera en que cada uno de ellos había visto goles y jugadas… o pasar el almuerzo y la cena en casa, escuchando por la radio a los comentaristas de antaño -Mario Ferreti, Humberto Arias tejada, y Miguel Ángel Ordoñez- hablar de estadísticas, posiciones, punteos, partidos ganados, partidos perdidos, goles a favor, goles en contra, records, nuevas contrataciones, liguillas, copas, torneos y campeonatos.
No es de extrañar que, cuando me llegó la adolescencia, le echara en buena parte la culpa al futbol por no haber querido volver a salir con mi padre… la culpa de no haber querido seguir su ejemplo y ser fanático de “Los Rojos” o de la selección nacional -y adorarla por más pena que diera y más partidos que perdiera-. No es de extrañar que encontrara en la parafernalia futbolera motivo suficiente para poner distancia y tener pretexto para que el viejo dejara de ser mi gran héroe.
Hoy, cuando daría lo que fuera por volver a comer, junto al viejo, hot dogs con papalinas y tomar gaseosas en bolsitas plásticas o compartir su emoción cuando anotaba su equipo, reconozco que nada tuvo que ver el futbol ni el sol o la lluvia… ni siquiera tuvo algo que ver aquella mañana cabrona en que fue menester salir huyendo del estadio, junto a una turba, en medio de una lluvia de bombas lacrimógenas, por motivos que ya no recuerdo.
No, no fue el futbol ni fue el estadio; no fue “El deportito” -programa radial con el que tuve que tragarme mil y una cenas- ni fue “Catedráticos del deporte” -que era casi lo mismo, pero a la hora del almuerzo-. Fue mi rebeldía, fueron mis estúpidas ganas de llevarle la contra al viejo; fue mi falta de sabiduría para entender la vida, fue mi ignorancia, mi incapacidad para atesorar las cosas que realmente importan.
No… no fue el deporte… fui yo.